La “política de los autores” engendró monstruos. Y los creó porque se atrevió, no solo a conceder al director el poder absoluto y omnisciente, sino a decidir con dedo apuntador, quien era autor y quien no lo era. Con la “política de los autores” se creó la autoconsciencia, el anteponer la rúbrica al trabajo, la facilidad del escapismo ante el rigor, en definitiva, se creó la excusa. No creó directores sino que originó nombres que devendrían en marcas. La “política de los autores” es una idea moderna que en verdad es la primera idea posmoderna.
Uno no imagina a Bresson, a Renoir, a Mizoguchi o a Ozu preguntándose sobre la supremacía de su próxima película…lo de ellos era rodar y seguir descubriendo. Cuando a John Ford le preguntaban por tal o cual aspecto de su cine, él sólo respondía que hacía películas. Hay algo de idílico en esa idea, una cierta virginidad ante la crítica/industria de la que hoy en días pocos directores pueden sentirse orgullosos. Porque la mayoría se han hecho lo suficientemente autoconscientes de su propio arte, de su supuesta influencia, que su cine se ha oxidado, se ha vuelto previsible y académico; se preocupan más por firmar un plano que por satisfacer una necesidad instintiva. Son los casos de Michael Haneke o Theo Angelopoulos. Otros ya nacen autores, como Jaime Rosales, que en su notable Las horas del día quiere dejar claro que él es un autor, y que su cine está por encima de una industria. De ahí que alabemos al Apichatpong Weerasethakul de Syndromes and Century, al Jia Zhang-ke de Still Life, o al Park Chan-wook (¡ups!) de I’m a cyborg but that’s Ok, a cineastas que no son conformistas y que intentan defenderse de los caminos que les impone el mercado.
Asimismo, Lebron James es el primer hijo baloncestístico de la “política de los autores”, es un producto al que le han inoculado que debe ser grande, que por encima de ganar partidos él debe resolverlos. Está en boca de los analistas desde que era un adolescente, cuando aparecía junto a Sebastian Telfair en las portadas de Sport Ilustrated. Lebron no era un artesano, era un autor, “the chosen one”, el niño destinado a ser el hombre del baloncesto.
Lebron James nunca ha jugado al baloncesto como él juega realmente, porque siempre lo ha jugado como le dictan los demás, como le ordenan sus marcas de ropa, como le grita el público desde la grada, o como escriben los analistas (¿críticos?) desde sus columnas. Quiere creerse que puede jugar como “Magic” Johnson cuando por sus condiciones podría fundar un nuevo arquetipo del basket –como lo han sido de alguna manera Kevin Garnett o Dirk Nowitzki-. A diferencia de Wade o incluso de Carmelo, Lebron no quiere jugarse el último tiro de los partidos, le obligan a que se lo juegue.
En la última posesión del primer partido de final de Conferencia contra Detroit, Lebron penetró por el centro de la zona. Cuando estaba frente al aro decidió doblar el balón a un compañero en la esquina para que éste fallara el triple y Cleveland perdiera el encuentro. “Magic” y Barkley le reprocharon que no se jugara el último tiro. “El Elegido” juega agarrotado, se le ve en su cara. Cuando falla, primero mira al aro, luego al árbitro, a continuación vuelve a defender sin que por ello se olvide de mirar a la cámara, en un gesto inconsciente que tiene más de producto de marketing que de jugador de baloncesto. Lebron ha tenido la “mala” suerte de nacer en un país que fabrica productos, de crecer cuando aún persiste la necesidad casi necrofílica de encontrar a un nuevo Jordan, y de que en vez de “rodar” su película, siempre termina filmando aquello que los demás quieren que filme. Como un “autor”, vaya.
Saludos