lunes, julio 27, 2009

Brüno



Además de poseer una extraordinaria vis cómica —ejemplificada en su particular habilidad para la mimesis y su capacidad para la réplica aguda—, y de estar bien dotado para convertirse en el perfecto entertainer, Sacha Baron Cohen ha demostrado tener vocación de especialista en marketing. No hay dudas, es un tipo listo. Tan listo que ha logrado reciclarse de cara al gran público y volver a vender su producto presentado en un digipack doble con funda en relieve y libreto de análisis incluido. Atrás quedaron los tiempos del dvd5 y la caja de plástico a secas de Ali G anda suelto (Ali G Indahouse. Mark Mylod, 2002), porque Baron Cohen advirtió que ese ruta ya estaba tomada y algunos la asfaltaban mejor que él.

Así, recogió su humor grosero, zafio y provocador y decidió mezclarlo con el documental —o mejor dicho, cine de no ficción—, las bromas de cámara oculta, y la sátira de diversos tópicos de la sociedad norteamericana. Dio forma a un género nuevo —ni siquiera la saga Jackass, que es solamente una cita a pie de página, puede igualarlo—, y consiguió, gracias a la supuesta subversión sociológica (perdón por la cacofonía) de las situaciones, que hasta un cierto sector más intelectual se tragara sus chiste de pedos, penes, y mariquitas. Y al mismo tiempo, reelaboró la arquetípica trama del intruso, es decir la de esa figura que penetrando en una sociedad, remueve sus cimientos y deja en evidencia su podrida arquitectura. En definitiva, Baron Cohen le coló un gol al humor buscándole una coartada, o logró que el humor le metiera un gol a quienes han menospreciado sus especimenes más básicos.

Con Brüno (Larry Charles, 2009), Baron Cohen presenta formalmente a un muy homosexual presentador austriaco aspirante a formar parte del star system de Hollywood. Retoma así la senda del John Doe extranjero que busca la integración mientras es humillado, y termina siendo redimido a través de una catarsis social. Porque como en el caso de Borat, el reportero kazako, Brüno es un inadaptado que lleva al límite ciertas normas sociales que son puestas en evidencia por su salvaje primitivismo. Pero hay más: dada su faceta de locaza, Brüno es un estupendo ejemplo de cómo ciertos arquetipos deben permanecer siendo arquetipos. Sobre todo en su gloriosa primera mitad —la segunda no deja de ser un Borat 2 cambiando a los personajes—, Brüno pone de relieve la restricción categorial a la que somete la sociedad a sus estereotipos. La magnífica secuencia en la que Brüno presenta un trailer de su show frente a un grupo de productores ejemplifica de manera cristalina este hecho. La trasgresión de algunos patrones sólo se permite hasta un cierto punto, hasta un límite consensuado en el que todos nos encontremos cómodos, porque de superarlo podría producir grietas y dudas que la sociedad no desea consentir. Un no consentimiento que conduce a una progresiva estratificación mediática, y al mantenimiento de tópicos, en este caso, el homosexual – ¿a alguien le suena el Día del Orgullo Gay? -, que facilitan su integración por parte de la masa. Brüno, al igual que una particular tendencia del humor, supone en cierto modo la pastilla roja del Matrix contemporáneo.

Pablo Vázquez y un servidor firmábamos hace escasos meses un decálogo que resumía diez reglas con las que enfrentarse a una buena parte de ese movimiento que viene a llamarse “Nueva Comedia Americana”. En su primer mandamiento hacíamos hincapié en la necesidad de que el gag pudiera liberarse y ser simplemente gag. Podríamos apostar que a Sacha Baron Cohen sólo le importa el humor, aunque tenga que disimularlo bajo capas y capas de maquillaje sociológico. De ahí que los gags funcionen en su plenitud una vez se retuercen del continente, cuando sólo vemos a un hombre enfrentado a otro que está armado con dos penes de goma, o cuando alguien simula practicar una mamada a una estrella de la música difunta en plena sesión de espiritismo. Seamos honestos, tanto Borat (Larry Charles, 2006) como Brüno son películas (de humor) bajo sospecha porque a Baron Cohen no le hace falta que le rían las gracias políticas, ni tiene que venir a desmontar aquello que ya está desmontado, porque únicamente los mediocres se escudan en obviedades colectivas cuando sólo quieren llamar la atención y no tienen nada que vender. Y no lo necesita porque Sacha Baron Cohen está ungido con un don: el de convertir la regla en excepción reventando en mil pedazos el lustroso escaparate de nuestra moral burguesa y judeocristiana.

Saludos

jueves, julio 16, 2009

Le llaman Bodhi



El mar, la montaña, el bosque o el desierto, son entornos donde realmente se ponen a prueba nuestros principios, nuestros dogmas, nuestras inquietudes. La naturaleza, maximizada, alejada del constreñimiento de las grandes urbes, liberada de compartimentos estancos en los centros comerciales de turno, consigue materializarse en figuras que excavan en nuestro interior, juzgando aquellas bases que creíamos sólidas. Bodhi, con su cuerpo viril, su pose furtiva, su ágil verbigracia y su mentalidad temeraria, es una de esas encarnaciones puras de la naturaleza, instituida para cuestionar los frágiles principios que sostienen nuestro ciclo vital. Bodhi es ese elemento imaginario que nos pregunta cada noche si nuestro camino ya está escrito o si queremos escribirlo nosotros. Bodhi podría ser un Kabat-Zinn o un Martin Seligman si éstos fuesen rubios, tuviesen melena, y compaginaran el surf con los atracos. Bodhi y su banda representan el amor fou por una vida al límite que no tiene que ser mejor, pero que es elegida. Y Johnny somos todos.

Le llaman Bodhi (Point Break. Kathryn Bigelow, 1991), pese a su hálito cool y esos filtros visuales tan propios (y horteras) de la fotografía al límite de los ’90, no es solamente una macho—movie tonta y espídica, sino que funciona en ocasiones como si uno estuviera leyendo un cruce entre una novela pulp de surferos y un manual de autoayuda. Pulp condensado y exprimido en una trama que bebe de una mítica inagotable, la de un único yo escindido en dos figuras que se miran y se reconocen como una misma, la de un espejo que se rompe y se recompone a ambos lados de la ley, la de un ADN que se ha deshecho en la progesterona de los rasgos afeminados de Keanu Reeves y la testosterona del rostro homínido de Patrick Swayze. Mítica que va desde La casa de bambú (House of Bamboo. Samuel Fuller, 1955) hasta Heat (Michael Mann, 1995), y que se desplaza fuera del actioner o del noir a terrenos impensables como los de Old Joy (Kelly Reichardt, 2006) o Gerry (Gus Van Sant, 2002). Es decir, hombres que quieren ser otros sin dejar de ser ellos mismos. Mítica que ya ha legado al cine sus propios iconos pop en esas máscaras de Ex-presidentes que siguen robando desde su retiro.

En su epílogo, Johnny termina localizando a Bodhi en una ignota playa de Australia, frente a una ola que no es otra cosa que la ansiada libertad. En el fondo, ya sabemos que Johnny no busca a Bodhi, sino que se busca a sí mismo para confirmar que ya no quiere seguir siendo lo que otros le dijeron que tenía que ser. Johnny necesita buscar fuera eso que no puede realizar por sí sólo, porque la voluntad de cambio a menudo requiere un estímulo, una chispa que la encienda. Johnny se golpea a sí mismo porque la catarsis implica dolor. Unas esposas que se ponen y se quitan, una muerte al ralentí en el interior de un útero de agua: poética que es sentida y no cómo los dos primeros párrafos de la entrevista a Gus Van Sant del número de Julio-Agosto 2009 de Cahiers España. Y Johnny lanza al agua su chapa de policía, en un gesto que remite a Harry Callahan. Dónde antes se exponía la decepción frente a unos estamentos civiles que ya no nos protegen, ahora solo encontramos la decepción ante una vida que no nos brinda la posibilidad de escoger. De los sintomáticos años ’70 a los patológicos años ‘90. Reivindicación social frente a reivindicación del Yo. De las manifestaciones a los libros de autoayuda. Y el mar como testigo permanente de esos cambios que a todos nos modulan.

Saludos