sábado, diciembre 23, 2006

[Estreno] "Había un padre" (1942) de Yasujiro Ozu: Breves apuntes sobre una celebración


Hay oportunidades que es mejor no dejar pasar, ocasiones que merecen ser aprovechadas. Acudir a ver en pantalla grande una obra inédita de Ozu pasa por convertirse en un acontecimiento fílmico sin parangón en una cartelera navideña que aúna joyitas a descubrir –Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore. Paolo Sorrentino, 2004)- con una legión de productos olvidables, a tono con cada fin de año que se precie. El visionado de Había un padre (Chichi Ariki, 1942), así como de cualquier otra obra del gran cineasta nipón debe ser disfrutado como una suerte de liturgia cinematográfica, una ceremonia laica con retazos zen –que diría Paul Schrader- donde confluyen lo místico y lo terrenal.

El cine de Ozu, a mi entender, es como un riachuelo debilucho que brota del sitio más común que podamos imaginar. Un riachuelo que se desliza de manera homogénea y prefigurada sin que nada parezca sacarlo de su cauce monótono. Pero aunque parezca que su fin está cerca y que pronto sus aguas se vaciarán en un lugar oculto y sombrío, el riachuelo comienza a llenarse de afluentes que lo engrandecen, conduciéndolo a través de su desembocadura a un vasto y hermoso mar. Es decir, toda la obra de Ozu, partiendo de lo simple e incluso de lo vulgar –entendido como una situación prosaica, pedestre- termina adquiriendo un carácter trascendental, convirtiendo sus temas cotidianos en reflexiones abstractas y grandiosas sobre la condición humana.

Había un padre no desentona en este sentido, a pesar de partir de una situación más límite de lo que nos tiene acostumbrados Ozu. En ella, un padre que ejerce como maestro se responsabiliza por la muerte de un alumno ahogado durante una excursión, y decide retirarse junto a su hijo a una población alejada. Su sentido de culpa se exterioriza en la distanciada relación que mantiene con su hijo pequeño, al que envía a estudiar a un internado. Tras una larga elipsis el hijo ya trabaja también como profesor, mientras que el padre se ha marchado a trabajar a Tokio, y ambos se ven de nuevo para pescar. La figura de la madre fallecida apenas es mentada pero su presencia -o mejor dicho, ausencia de ella- incide en la destemplada relación que mantienen ambos.


En Otoño tardío (Akibiyori, 1960) una hija no acepta casarse siguiendo las normas tradicionales, pero cuando su madre viuda pretende volver a reiniciar su vida junto a otro hombre, la hija la reprende por su actitud de deshonra hacia su difunto padre. Entonces queda constancia de que la hija no es esa joven liberal que intenta desligarse del rígido orden social, sino que en el fondo es una inmadura e hipócrita chiquilla que no sabe como guiarse en ese Japón germinado tras el “boom” económico. En Había un padre el hijo termina convertido en maestro, aunque el estricto y algo mandón carácter del padre no hace presagiar la continuidad de la saga. La tradición es algo con lo que forzosamente se ha de convivir, aunque su aceptación intransigente tampoco es satisfactoria. Tanto la viuda de Otoño tardío como el afligido progenitor de Había un padre son dos seres cuya conformidad con lo establecido los han circunscrito a un universo cerrado e impotente. Y es que detrás de las perennes sonrisas de Setsuko Hara y Chisu Ryu se esconde un pozo de amargura que solo se advierte, nunca se verbaliza.

En el viaje de vuelta tras la muerte del padre, el hijo declama lo orgulloso que se siente de él. Es aquí cuando Ozu intercala un plano del tren tan parecido a aquel en el que viajaban ambos para reiniciar sus vidas tras la tragedia. De alguna manera, el maestro japonés nos advierte sobre el carácter cíclico de la existencia, de cómo ese mismo hijo posiblemente fuerce a su retoño a que escoja la misma profesión, no sabemos si como estrategia de crianza aprendida o como forma de honrar la memoria de su padre.

Saludos

viernes, diciembre 15, 2006

[Literatura] "Furia Feroz" de J. G. Ballard: Hipótesis sobre el Ser Humano


"En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad" (J.G. Ballard)

Para bien o para mal se habla muy poco de J. G. Ballard. Quizás porque hoy en día se busca a esos escritores de nihilismo de “best seller”, aquellos que cultivan la trasgresión en un facilón intento de epatar –y no daré nombres- pero que en el fondo carecen de ese espíritu verdaderamente subversivo y contracultural que pretenden dar a entender. Con esto no aspiramos a condenar a sus lectores ni mucho menos, pero sí hacer una pequeña llamada de atención a otros nombres que, pese a su olvido mediático, su legado está ahí y se impone a cualquier forma de marketing y publicidad. Para el público mayoritario J. G. Ballard puede sonar como aquel que firmó una novela de base autobiográfica que más tarde adaptaría Steven Spielberg en su extraordinaria El Imperio del Sol (Empire of the Sun.1987). Para otros sectores más interesados en el tema, se recordará también a Ballard como el escritor de Crash, furiosa y nada complaciente prosa apocalíptica que también adaptó con gran coherencia David Cronenberg en el film de nombre homónimo. Y si bien este no será el sitio –sin duda por falta de tiempo- para elaborar una densa y más compleja deliberación sobre la prolífica obra de este británico, sí que nos acercaremos a su discurso a través, no de sus escritos más alabados como Rascacielos o La isla de cemento, sino de una escueta novela que pese a no ser lo mejor que nos ha brindado, sí engloba ciertas reflexiones personales sobre la condición humana partiendo de su género favorito, la ciencia-ficción como distopía.

Furia Feroz (Running Wild, 1985) es la crónica despojada en clave de informe forense de los acontecimientos que tuvieron lugar en la imaginaria urbanización de Pangbourne Village, suerte de complejo residencial burgués del nuevo milenio, apartado del mugriento caos de la ciudad, y donde una mañana aparecieron muertos todos los adultos de la pequeña barriada, mientras sus hijos habían desaparecido sin dejar rastro. La crueldad con que los múltiples asesinatos fueron ejecutados, y donde se incluyen no solo a los padres sino también a los miembros de seguridad y del servicio doméstico, ponen en jaque a la policía y servicios de inteligencia. No en vano Pangbourne Village era un territorio casi edénico, utópico microcosmos donde los niños eran criados en unas condiciones ambientales de total esterilización, mediante un sistema de recompensas tanto verbales como materiales que hacen pensar en la concreta aplicación de las teorías psicológicas del aprendizaje.


Ballard, a través de la figura del psiquiatra Richard Greville, nos invita a recorrer las calles de esta selecta localidad, cuyo aspecto idílico escondía un siniestro submundo donde los niños y adolescentes preparaban en secreto una revolución que los librara de las normas y que les permitieran acceder a nuevas sensaciones, a vivencias que sus bienpensantes padres les negaban. Así pues, tras los restrictivos horarios y las alabanzas casi reflejas de las figuras paternas, tras esa vida donde “no existía un solo minuto (…) para los niños que no hubiera sido planificado”, tras un día a día automático, desprovisto de emociones negativas, perfectamente robotizado, se iba fraguando un motín que paradójicamente sería más humano, más real, que la propia existencia dentro de las vallas y las cámaras de la urbanización. Una represión emocional que explota en una matanza colectiva planeada de forma sistemática, y narrada con una frialdad que es imposible pensar en una adaptación cinematográfica a cargo de Michael Haneke. Según Ballard, “los residentes habían eliminado tanto el pasado como el futuro, y a pesar de todas sus actividades existían en un mundo sin acontecimientos. En cierto sentido los niños habían dado cuerda a los relojes de la vida real”. No extraña por tanto, y asusta al mismo tiempo, que los pasatiempos de los hijos consistían en leer revistas de armas, en escribir cuentos de carácter pornográfico, o en complementar vídeos sobre la armonía de la comunidad añadiendo secuencias de muertes en directo, de violaciones o de horrores colectivos.

Lo mejor de Furia Feroz, aquello que la distingue de otras obras de trasgresión inocua, es que Ballard prescinde de señalar abiertamente culpables porque en el fondo, no los hay. Es decir, no existe un culpable entendido como una diana donde nuestras mentes moralistas podamos proyectar ese sentimiento de terror, de ignominia ante los atroces actos que unos niños han cometido sobre sus padres. Pero en cambio, sí que existen desencadenantes, al menos tras comprobar que el intento de fabricar un Xanadú deviene en una reacción homicida por parte de aquellos supuestamente inocentes –y en este sentido habría que analizar un guiño malévolo de Ballard, al anotar cómo un libro de Piaget fue violentado por las criaturas-, y que es comparada con los sujetos que manifiestan conductas agresivas tras ser privados de estimulación sensorial. En este sentido, más allá de las hipótesis sobre la naturaleza de la infancia o sobre la responsabilidad de los progenitores, Furia Feroz plantea una serie de reflexiones muy pesimistas y al mismo tiempo humanistas sobre el hombre, sobre su ambivalencia como génesis del desarrollo. Según Ballard, el Mal no es que sea necesario, es que simplemente está ahí, estableciéndo una batalla dialéctica con el Bien que a su vez termina conformando nuestra humanidad/identidad. Para el británico, esta dicotomía es la que nos dota de sentido: por ello, es tan humano amar como odiar, curar como herir, matar como dar vida. Cuando pretendemos separar estas instancias es precisamente cuando fracasamos, porque nos convertirnos en autómatas o en bestias. Entonces, como pretende explicarnos Furia Feroz, el resultado puede ser aún más letal…

Saludos

sábado, diciembre 02, 2006

[Estreno] "El perfume" (2006) de Tom Tykwer: Libros y Películas


Para el firmante de estas líneas, el trasvase de un texto literario a formato cinematográfico nunca debe erigirse como una mera ilustración del escrito original. La afirmación que muchos realizan –y que por supuesto, es digna de respetar- de considerar mala o buena una adaptación por el mero hecho de ser lo más profusamente fiel o no al libro del que parte siempre la he considerado como una injuria al propio texto, una afrenta a la literatura en sí misma. Al fin y al cabo, ¿acaso la lectura de un libro no debería evocar por sí sola toda una amplia gama de imágenes que imbuyen a quien lo disfruta en ese mundo ficcional? ¿Para qué es necesario entonces ejercitar la vista acudiendo a un pueril facsímil del mismo, si solo con una buena prosa el lector puede habitar pasajes imaginarios, o por el contrario, estancias tremendamente vívidas? La adaptación de, en este caso una novela, debe ir más allá de la fotocopia, debe dar como resultado una obra que funcione por sí misma, donde sus creadores impongan una visión que, tomando el esquema, el hilo, la esencia, o lo que sea del material primigenio, explore cuestiones adyacentes o directamente marcianas. Claro está que todo este ideal romántico choca frontalmente con las demandas mercantiles de una industria que exige fines inmediatos, y cuyo interés se reduce a los vagos requerimientos de un público mayoritario totalmente acomodado que no va más allá del reforzamiento instantáneo.

A todo esto, El perfume es una novela que entronca con varias de las afirmaciones iniciales en su logro por evocar crudas instantáneas de un París terriblemente sórdido donde la vida humana no vale nada; en una recreación inhumana y no exenta de ironía de una de las cunas del Pensamiento Ilustrado, donde mientras Voltaire y Rousseau elaboraban las claves del modernismo, una madre daba luz a su quinto hijo en una apestosa pescadería y lo invitaba a morir en un cochambroso suelo lleno de restos de vísceras, ratas y demás inmundicia. Es aquí donde se inicia el relato de unos de los hombres más geniales y abominables (Patrick Süskind dixit) de la Historia, una garrapata que luchaba por evitar desprenderse del mundo sin antes haber dejado su huella en él; un personaje (Jean-Baptiste Grenouille) inclasificable, único y sumamente apasionante, trasunto de sociópata “de época”, cuyo topografía del mundo se construye mediante los olores que capta a través de su excepcional (y casi sobrenatural) sentido del olfato. Es obvio entonces que, con tal material de partida, este best-seller se convirtiera en el sueño húmedo de muchos cineastas ansiosos ante el reto de reflejar en pantalla todo un universo diseccionado sólo con el poder olfativo de su protagonista, una cualidad que el afortunado realizador alemán Tom Tykwer ha abordado de manera convencional, sobria y carente de riesgo, un conformismo que se extiende a lo largo de su temerosa relectura de la novela de Süskind, no sabemos si por obedecer a instancias superiores o por miedo a las iras de los seguidores de la misma. Y en este sentido, me permito abrir un paréntesis. ¿Acaso el seguidor de la novela no debería pedir algo diferente? ¿Qué placer puede existir en volver a ver lo mismo que uno ha leído, sin ánimo de sorprenderse, solo por la egocéntrica sensación de reconocer en pantalla –y por consiguiente, exclamar a los cuatro vientos- aquello que ya conoce de antemano?


Ese conservadurismo visual a la hora de construir un universo olfativo, basado en grandilocuentes travellings con mejor o peor resolución, esa necesidad de acudir al figurativismo más caduco en lugar de apostar por una recreación abstracta de las sensaciones, en definitiva, esa apología del plano-detalle que parece adueñarse de toda la película se relaciona intuitivamente con la interpretación de Tykwer y de su guionista; una lectura, repetimos, que se antoja demasiado mesurada, como bien explicita ese recurso tan socorrido de la voz en off, utilizado ante la incapacidad (¿o más bien, comodidad?) para poner en imágenes los macabros intereses de Grenouille.

En disonancia con la narración desangelada de Süskind, con su desapego emocional ante los sucesos que en ella acaecen, la visión de Tykwer está impregnada por un matiz más romántico, dado el atractivo que el villano Grenouille ejerce sobre él. Si bien la descripción de los bajos fondos parisinos brilla por su notable acritud –como ejemplo, la repugnante secuencia del parto, o aquellas que acontecen en el orfanato-, la narración se separa tímidamente del libro adoptando un tono más complaciente hacia la figura central, como si Tykwer intentara comprender o sintiera lástima ante el joven Grenouille. Incluso los asesinatos que consuma en su ansia por elaborar la fragancia definitiva son representados desde una óptica casi heroica, de desafío a lo establecido, a diferencia de la novela donde éstos son contados desde una temible frialdad. El hiperrealismo que desprende el film lo aboca a su vez a una interpretación más física, de un Grenouille más humanizado, cuyo deseo de ser amado adquiere evidentes resonancias sexuales, en ese anhelo por poseer a quien no puede porque en el fondo él no es humano, ya que carece de olor. Desafortunadamente, las pretensiones de Tykwer aparecen diluidas tras un manto ostentoso y funcional, tras las obligadas reverencias ante las convenciones de turno, disminuyendo la fuerte introspección de su personaje y cercenando aspectos vitales para comprenderlo, como su larga estancia en la cueva, donde Grenouille vislumbra su propósito vital.


La carga metafísica del libro, esa provocación prometeica que en el fondo guía a Grenouille a finalizar su misión –el perfume que fabrica posee un efecto claramente deíctico-, esa misantropía hacia aquellos de los que nunca podrá formar parte, se sustituye por un deseo más humano que blasfemo, y cuya última ejemplificación radica en la apoteosis final, que en el libro posee tintes de obscena liturgia pagana, mientras que en el film se asemeja a una celebración desinhibida de amor libre y romanticismo exacerbado, unos sentimientos de los que nuestro quejumbroso protagonista jamás podrá disfrutar. En este caso, la valentía de Tykwer es de recibo, pero para llegar a ella debemos hacer un ejercicio de estoica espera, de ver pasar lentamente una tras otra las hojas del libro en imágenes sin que nada nos sorprenda, ni siquiera esa presunta carga lujuriosa y violenta de la película, que finalmente se reduce a mínimos estallidos de crudeza mientras se nos escamotean detalles mucho más perturbadores –¿por qué tras su primer e inocente asesinato no se nos muestra a Grenouille olfateando con avidez el sexo de la víctima?-. Por ello, da la impresión que El perfume podría ser mejor película; que a pesar de sus destacables pinceladas, su condición de superproducción logra encorsetarla y evitar que entregue lo mejor de sí, ya que ni siquiera consigue deslumbrar en su faceta más esperada: las descripciones olfativas.

Realmente desconozco las sensaciones que pueden haber tenido quienes no han leído con anterioridad la novela, y tampoco se trata de realizar un estúpido ejercicio comparativo, pero si las virtudes de una obra radican más en aquella de la que parte que en sus propios méritos, entonces, que duda cabe que un análisis más completo obliga a citar sus referentes, más cuando se trata de una adaptación tan publicitada. Entonces queda a merced del lector la elección del texto más justo desde su punto de vista.

Saludos

miércoles, noviembre 22, 2006

[Asian Connection] "Big Bang Love, Juvenile A" (2006) de Takashi Miike -- Miike y el Psicoanálisis



Texto en Miradas.net


Es un hecho evidente que Takashi Miike ha disminuido paulatinamente su ingente producción fílmica en los últimos años, ya que antaño el realizador japonés solía facturar entre las cuatro y las seis películas por curso cinematográfico. Esta relajación puede ser entendida como una toma de conciencia del director de su carácter como creador, de un cierto análisis de su obra “desde fuera” asumiendo una mayor personalidad del producto final, más madura y juiciosa, si bien siempre dentro de su categoría como trabajos de encargo. El punto de corte, el momento de fractura de Miike se establece a partir de Izo (2004), film-concepto que gira alrededor del absurdo, largometraje fascinante y plomizo al mismo tiempo, teniendo en cuenta la imposibilidad de llegar a un espacio aprensible, a un determinismo racional, insostenible dada las fundamentalistas y borrosas teorías que en él se mezclaban. En 2005, firmaría Yôkai Daisensô, película infantil (¿?) de aventuras que se constituye como un perfecto acompañamiento para Izo, ya que ambas convergen en su apuñalamiento temático: el hombre como virus infeccioso y germen de toda destrucción. También durante este intervalo temporal, Miike fue cortejado por la industria norteamericana, que lo acogió y despachó rápidamente tras su trabajo para Masters of Horror, fruto de escándalo y revuelo en las oficinas de ShowTime.

Ahora Miike vuelve a agitar conciencias con Big Bang Love, Juvenile A (46-Okunen No Koi, 2006) (1), pero en esta ocasión no plantea la provocación a través de la repulsa instintiva ante el cultivo del extreme visual, de sus juegos sádicos y propuestas bizarras, sino estimulando otras áreas cognitivas y/o emocionales del espectador. En su último largometraje, Miike encara un estilo vanguardista e iconoclasta (¿cuándo no?), construyendo una gramática híbrida que se erige mediante la confrontación radical y fronteriza de estratagemas visuales y narrativas, así como con una ruptura constante de su propia diégesis. A diferencia de Izo, donde su motivo de experimentación descansa en la desarticulación de la narración, exponiendo el relato al desmembramiento y jugando con los presupuestos espacio-temporales, en Big Bang Love, Juvenile A no solo lo edifica en forma de puzzle a reinterpretar –muy a tono con la base del film, una investigación sobre un crimen cometido en una cárcel- sino que ensaya con múltiples elecciones formales que juegan a descolocar y que terminan componiendo un relato muy poco ortodoxo donde tienen cabida un variadísimo plantel de formas de representación visual. De ahí que partiendo de una base teatral (2) –desde su economía escenográfica a su estructura dividida en actos-, Miike la subvierta mediante el dúctil uso de la cámara en mano; que engarce escenas de iluminación hiperrealista con otras de acusado manierismo cromático; o que incluya secuencias de animación e incluso de tono documental. En este sentido, Big Bang Love, Juvenile A es un espacio abierto a la experimentación, un folio en blanco donde el cineasta nipón combina antagónicos modelos de escritura –a menudo sin que su planificación se atenga a una explicación razonada- para construir una pieza con tendencia a la dispersión y a la fuga.


Empero, lo más fascinante de Big Bang Love, Juvenile A no descansa exclusivamente en su permeabilidad formal, sino también en su discurso bifurcado, en una versatilidad conceptual que tiene su origen precisamente en ese hibridismo estético, y que dota al film de dobles lecturas en diversos campos de significado.

Por un lado, ateniéndonos a su faceta más convencional, Big Bang Love, Juvenile A puede entenderse como un extravagante melodrama carcelario, quebrantado por una investigación policial que intenta descubrir al culpable de un crimen (aparentemente) pasional. Asimismo, el punto de vista varía constantemente, pero el centro de la narración parece descansar en la relación entre Jun –un joven introvertido y ensimismado, que cumple condena tras asesinar atrozmente a un hombre que lo había sodomizado- y Shiro, su perfecta antítesis, otro joven visceral e irascible, con expeditivos arrebatos de violencia. La relación homoerótica que se establece entre ambos surge del entendimiento mutuo, de la necesidad contrapuesta que sienten ambos personajes hacia su opuesto: el carácter dependiente y la fisonomía debilucha de Jun le conduce a fijarse en la figura diamantina de Shiro, y éste último ve en Jun la inocencia y candidez que un día poseyó, y que le fue extirpada en una adolescencia marcada por la supervivencia en un contexto hosco. De esta manera, la fisicidad adoptada en ciertos compases del film –los cuerpos bañados por el sudor, los primeros planos de rostros esculpidos por sus secreciones, la brutalidad de las peleas dentro del recinto…- no esconde una poética del amor, que encuentra fugaces momentos de fuerte misticismo para la irrupción del sentimiento –las efímeras miradas en la estancia común, las conversaciones trascendentales en ese patio naturalista…- a pesar de lo esquivo del ambiente.

En este sentido, Big Bang Love, Juvenile A supone una vuelta al Miike más intimista, incluso melancólico, no solo en su manera de mostrar la amistad, el sentimiento recíproco o la admiración –que en esta ocasión deviene en atracción amorosa- sino en su crónica de una adolescencia conflictiva y resquebrajada, evocando pues uno de sus trabajos más hermosos y desconocidos, Young Thugs: Nostalgia (Kishiwada Shônen Gurentai: Bôkyo, 1998), otro recorrido por el retraimiento juvenil y el desencanto ante el futuro. Tampoco es casualidad que ambas películas compartan guionista, Masa Nakamura, el cual curiosamente también se encargó de redactar los libretos para Dead or Alive 2: Tôbôsha (2000) o The Bird People in China (Chûgoku no Chôjin, 1998), largometrajes caracterizados por su naturaleza contemplativa y espíritu reflexivo.


Por otro lado, y prescindiendo de lo evidente, es posible acercarse a Big Bang Love, Juvenile A desde una óptica estrictamente introspectiva, donde cobra aún más sentido su desnudez formal, su minimalismo estético que tiende a la abstracción, sus notables fugas oníricas, los elementos metafóricos –la mariposa, el cohete espacial, las pirámides…-, en definitiva, la sensación de encontrarnos frente a una prisión mental, a un estado psíquico poblado por instancias psicodinámicas. Big Bang Love, Juvenile A narra entonces la negación y final aceptación de la homosexualidad, la lucha del Yo frente al Super Yo que reprime y castiga impidiendo que el Ello acceda a la superficie. Así, la pasividad e indolencia de Jun ante los ataques de los demás presos – ¡cómo ayuda en este sentido la elección de un actor de rasgos tan ambiguos como Ryuhei Matsuda!; recordémoslo también como samurai homosexual en Gohatto (id. Nagisa Oshima, 2002)- refleja el deseo a que su verdadera pulsión se vea satisfecha, mientras que Shiro –de rasgos más “duros”, cuyo cuerpo está adornado con tatuajes, símbolo del yakuza, de la masculinidad más primitiva (3)- impide que este anhelo se consuma mediante la defensa enconada de Jun. De ahí en adelante asistiremos al desmoronamiento del Super Yo, incapaz de resistir las acometidas del Ello, primero en una bella secuencia donde Shiro claudica literalmente ante los fuertes sentimientos de Jin, y por último mediante su propio asesinato, a manos de un Ello materializado en su esencia, la de un presidiario enloquecido por los celos –finalmente, la emancipación sexual de Jin se desvela a través de la metáfora del despegue del cohete espacial-. Esta interpretación permite igualmente comprender el prólogo del film, donde un niño -¿Jin?- es preguntado por un hombre mayor sobre cual debe ser su naturaleza. La ambigüedad de la figura presentada –complexión fuerte, repleto de tatuajes, pero que a la vez goza de una sensibilidad en la ejecución de la danza y de unos rasgos faciales más ambivalentes- equivaldría al arquetipo masculino que ha construido el personaje.

Precisamente su carácter de rareza –parece casi imposible tachar como rareza a una película de Miike, con todo lo que nos ha brindado con anterioridad- obliga al espectador a esbozar una sonrisa socarrona ante este trabajo. Su libertad tanto estética como narrativa, su no acatamiento a normas o su deliberado interés por experimentar, nos confirma que Takashi Miike está lejos de domesticarse, y por consiguiente, de sorprendernos. Nos indica que los presupuestos más holgados no detendrán sus ansias por seguir pervirtiendo clichés y cuestionando reglas. Big Bang Love, Juvenile A, pese a su opacidad y desequilibrios propios de su condición, es realmente estimulante. No es perfecta pero, ¿acaso eso importa?

(1) Su película más cara hasta la fecha, alrededor de los 10 millones de dólares; todo un lujo para un realizador acostumbrado a los mínimos presupuestos del V-Cinema.
(2) Conviene recordar que en el año 2005, Miike ya dirigió y filmó una obra teatral de nombre Demon Pond (Yashagaike), donde fusionaba el teatro Nôh con presupuestos vanguardistas. El resultado fue presentado, entre otros sitios, en la 38 Edición del Festival Internacional de Cinema de Catalunya (Sitges 05).
(3) Como curiosidad, resaltar que los grabados del cuerpo de Shiro se hacen visibles para Jun en los momentos de privación. El tatuaje actuaría así como elemento de represión.


Saludos

martes, noviembre 07, 2006

[El Plano] "Laura" (1944) de Otto Preminger


Si bien sería más ecuánime tomar la magistral secuencia que engloba a este fragmento –y que sin duda lo dota de su completo significado-, decidimos captar este instante por constituirse como el plano pivote alrededor del cual la narración de este enigmático film da un brutal giro: como a través de un leve movimiento de cámara la realidad deja paso al sueño, y como el deseo más morboso termina por consumarse, aunque sea en la mente adormecida de un investigador enfrentado a un complejo caso de asesinato. O puede que no, puede que Otto Preminger y su guionista decidieran jugar con el espectador, decidieran hacerle creer que los sueños también se cumplen, y que en un contexto marcado por una Guerra, todavía quedaba sitio para el amor y la esperanza.

Aunque no es precisamente esto último lo que nos fascina de Laura, todavía hoy sesenta años después de su realización, sino su reverso, el cuestionamiento de una simple y lineal narración a través de una breve secuencia, y la sensación de irrealidad de todo lo que ocurre a continuación. El detective Mark McPherson acude durante una noche lluviosa al domicilio de la fallecida, la enigmática Laura Hunt (Gene Tierney). Allí Preminger subraya el malsano fetichismo que él siente por ella: McPherson observa su misterioso y atrayente cuadro, investiga su mesa de noche, toma las cartas redactadas por su ex-pareja, abre el armario y comprueba tímidamente su ropa, se sirve una copa de whisky y revolotea por el apartamento como esperando la fantasmal aparición de esta atípica y sofisticada “femme-fatale”. Una inesperada visita del amargado periodista que encumbró a Laura rompe el hechizo del momento. Waldo Lydecker le advierte sobre el poder de fascinación de la protagonista al mismo tiempo que cuestiona su proceso de investigación, plagado de extraños detalles como el intento de compra del cuadro por parte del propio detective, mientras McPherson se dedica a relajarse con su pequeño juego, objeto sobre el que descarga su implícito trastorno de ansiedad. Tras la conversación McPherson observa nuevamente la pintura, que parece contener la esencia de la propia Laura, como si el cuadro le hubiese quitado la vida del mismo modo que a la protagonista literaria de “El retrato oval” de Poe. Es entonces cuando Preminger compone un bellísimo y elocuente plano, en el cual el detective se encuentra sentado mientras el óleo le observa desde arriba, manifestándose la poderosa seducción y magnetismo de Laura. Un último vistazo y la cámara efectúa un elegante travelling de aproximación a la figura de McPherson al compás de la mítica pieza compuesta por David Raskin. El investigador cae dormido mientras que la botella de alcohol supone el elemento de distorsión necesario para la ruptura. Preminger mantiene el plano uno, dos, hasta tres segundos y comienza otro leve travelling en retroceso mecido por un fragmento musical de carácter onírico, hasta recomponer el encuadre del que parte. La música se detiene y un sonido en fuera de campo deja entrever que alguien ha abierto la puerta. Un momento, ¡es la propia Laura! Pero…. ¿Acaso no estaba muerta?

Es a partir de aquí donde la narración se tercia. McPherson ya no necesita del alcohol para ordenar sus ideas, apenas vuelve a hacer uso de su infantil juguete para calmar sus nervios, y lo más importante, todo lo que sucede está contado bajo su punto de vista, sus impulsos o sus deseos, sobre lo que quiere oír o lo que desea hacer. De ahí que se convierta en un avispado detective –el iluminado descubrimiento del reloj-, que las pruebas comiencen a aflorar, que los culpables no puedan esconderse, y que la hermosa Laura caiga presa de su varonil embrujo. McPherson se encargará de un mujeriego Vincent Price al que ridiculizará en público, y finalmente descubrirá a su reflejo, al cínico intelectual capaz de humillarlo con sus mordaces réplicas, que encontrará la muerte mientras él se abraza con la chica.

Esta secuencia de Laura vuelve a poner en entredicho esa frágil entelequia que es el clasicismo, un lenguaje de formas que siempre ha sido cuestionado desde su (supuesta) implantación, y cuyos directores adscritos a él puede que lo violaran más que seguirlo; en definitiva, una etiqueta fácil cuyo uso sería necesario, una vez más, racionalizar y acotar. Laura supone entonces una transgresión a sus normas, a sus leyes. Y lo hace gracias a una sencillez abrumadora, donde un plano de ruptura no responde al habitual fundido en negro o a la distorsión de la imagen, sino simplemente a la suma de detalles, a la conjunción de elementos expresivos: una atmósfera tenue, una noche lluviosa, un asesinato indescriptible, una investigación sin salida, una pulsión inconfesable, y sobre todo, a la grandiosa fuerza de un travelling.

Saludos

miércoles, noviembre 01, 2006

[Off-Topic] Paréntesis obligado

Hola a todos los lectores del blog. En primer lugar agradecer la paciencia de quien os ha mantenido más de dos semanas sin actualización, pero esto no deja de ser un cruel anticipo de lo que os espera hasta el próximo Enero...jejeje. Me encuentro preparando con no demasiado tiempo por delante las oposiciones a Psicólogo Clínico (PIR), cuyo examen será a finales de Enero. Los opositores que me visiten habitualmente sabrán de que estoy hablando: disminución de horas de sueño, elevación de los niveles de ansiedad, reclusión progresiva en el domicilio hasta el punto de derivar en agorafobia si las salidas no son graduales, pérdida de contacto con la realidad y delirios causados por el consumo indigesto de apuntes....que vamos, mejor tomárselo con sentido del humor e ironía.

Con esto aviso que las actualizaciones del blog serán escasas, muy escasas, en la medida que pueda o tenga deseos de hacerlo (tampoco muchos..soy consciente de ello). Por aquí tenía preparados varios textos que ya veré que salida les doy. Desde aquí agradeceros una vez más vuestra paciencia y espero en breve volver a las andadas.

Un saludo

martes, octubre 17, 2006

[Festivales] Se terminó Sitges '06


La 39ª edición del Festival de Sitges se cierra con una sensación agridulce. Por un lado, la acertada selección final de títulos que deja como resultado un recuerdo grato, siempre a expensas de lo que puedan dar de sí ulteriores visionados de los mismos. Por otro, la (una vez más) pésima organización del festival, a años luz de la importancia que debería tener el certamen, lo cual impide que Sitges siga creciendo y que alcance metas más importantes en el futuro. Sangrante ha sido el trato dispensado a mis compañeros de prensa –en particular, la tipo B-, un camino lleno de trampas que han impedido que muchos de ellos siquiera hayan podido cubrir la Sección Oficial Fantástic. Y es que al menos, el que suscribe estas líneas podía conseguir tickets para otros pases dado su carácter de invitado. Varios han sido los pérfidos “detalles” de la organización: los restringidos horarios de adquisición de entradas para el día posterior –que incluso obliga a abandonar alguna que otra sesión para hacer cola-; la negativa de varios miembros de seguridad a la hora de impedir el pase a ciertas sesiones mixtas con la sala prácticamente vacía; la acumulación masiva de títulos que hacen imposible el acercarse a otras secciones, y que precisan a escoger entre varias preferencias a sabiendas que, salvo echarle morro y colarte en la sala, no podrás ver la película descartada; o una pésima programación de largometrajes que convierte las tardes en un período vacacional salvo para los interesados en Seven Chances.

A propósito de lo anterior, sería inteligente que la organización se replanteara reducir drásticamente el número de películas presentadas. Si estas se multiplican, los días se mantienen y las salas no aumentan, es una quimera intentar realizar una cobertura más o menos decente, ya que la capacidad logística es limitadísima al contar sólo con una gran sala (el Auditori) pero con otras dos instalaciones (Prado y Retiro) que piden a gritos una remodelación. Así pues, hagamos un sencillo experimento teniendo en cuenta el año pasado: en esta edición se han incluido tres largometrajes más en la Sección Oficial Fantástic; cuatro más en Oficial Premiere; tres más en Noves Visions; la creación de la Sección Oficial Mélies, un cajón de sastre de muy discutible selección de películas que no tenían cabida en otras secciones; tres películas añadidas en Orient Express; cinco más en Mondo Macabro; el maratón de Masters of Horror; así como el aumento de las retrospectivas –este año, David Lynch, Kiyoshi Kurosawa, Alejandro Jodorowsky, más los homenajes a Richard Fleischer y Richard Stanley-. A todo ello, hay que incluir el mantenimiento de otros espacios como Seven Chances, Anima’t, Midnight Xtreme, Catalán Focus y el Brigadoon. Creo que los datos hablan por sí solos, y por ello un trabajo esperadísimo como Election II solo tuvo un pase –sin contar el maratón nocturno-, Exiled, recordemos Sección Oficial, solo pudo ser visto por prensa en el Retiro, Strange Circus solo se programó en las maratones, e incluso peor: a diferencia del año anterior, no se pudo ver ni una sola película de Noves Visions en el Auditori, con lo cual las quinielas para abarcar varios frentes se convertían en un ejercicio de prestidigitación.

Sencillamente un festival que se autodenomina como el primero de Cine Fantástico en el mundo necesita un lavado de cara a nivel organizativo. Por mucho que su director hable ahora de un resultado positivo, la sensación que deja tras de sí la 39ª Edición es de desolación en las salas, de poca asistencia de público y prensa salvo los dos últimos días, y de unos ambientes tremendamente desangelados lejos de la fiesta del cine que se debería suponer. No sabemos en que cantidad ha contribuido el fracaso del supuesto “año Lynch”, la muy tardía publicación de los horarios para público y parrillas para prensa, o el desvanecimiento de películas con tirón publicitario (La Dalia Negra, The Departed, la precuela de La Matanza de Texas, Saw 3, Southland Tales…). Sí, entendemos que es muy difícil traer todos los trabajos que interesan, pero cuando un certamen como éste se vanagloria de su condición hay que imponer un cierto respeto. También hay que recriminar la exigua calidad de los libros editados, aunque sean muy superiores a las lamentables publicaciones del año pasado. Si bien el libro dedicado a David Lynch deambula por caminos divergentes y el de Europa Imaginaria apuesta por otro tipo de recorrido, se nota excesivamente su escritura apresurada y su intención de cubrir el expediente. Como bien comentamos durante nuestra estancia en Sitges, al final lo único que queda de un festival son los libros, y esto es un patrimonio que merece ser cuidado.

En cuanto al palmarés final, nos asaltan muchas dudas por la homogeneización de los premios. Lamentablemente no hemos visto el film ganador, Réquiem, pero nos consta que la actriz protagonista estaba en cabeza de las preferencias. Muy decepcionante han sido los tres galardones para la mediocrísima y cobarde Grimm Love Story, ya que ni siquiera nos parece justo el premio a los actores, por mucho que Thomas Kretschmann y Thomas Huber defiendan con decoro un material imposible –nosotros apostábamos por Song Kang-Ho en The Host o Billy Connolly en Fido-. También huele lo de Homecoming, aunque era de esperar que el Jurado presente se decidiera por un trabajo político pero con fecha de caducidad antes que por la obra maestra intemporal de John Carpenter (Cigarette Burns), con el añadido de la presencia de Joe Dante en Sitges. Sobre el resto de galardones, todo parece orquestado hacia un reparto equitativo para limar asperezas, pero de lo que se extraen premios tan absurdos como el Mejor Maquillaje para Time (¿?) o la Mejor Banda para Tzameti (¡!). En cambio aplaudimos la valentía del Mélies de Plata a la polémica Princess, así como el Premio Noves Visions a esa rareza que responde al nombre de Edmond.

Finalmente, me permito el placer de exponer un top con las doce películas que más me han gustado de este Sitges ’06, excluyendo a la magistral La Gorgona de Terence Fisher. No os preocupéis, poco a poco iremos subiendo las crónicas de las jornadas que faltan en Tijeretazos, para así cerrar con un buen broche una cobertura, en mi opinión, más que digna. Por lo demás, comentar que ha sido una semana inolvidable, lejos de las malditas lesiones del pasado año. Compartir diez días junto a Sergio, Tonio, Salva, Álvaro y Juan, así como poder volver a ver a A.J. y a Oskía ha sido increíble. Muchas gracias chicos, espero regresar el próximo curso y poder contar con vuestra presencia.

-Exiled (Johnnie To)
-Paprika (Satoshi Kon)
-The Host (Bong Joon-ho)
-Election II (Johnnie To)
-Black Book (Paul Verhoeven)
-Fido (Andrew Currie)
-The Fountain (Darren Aronofsky)
-Princess (Anders Morgenthaler)
-Time (Kim Ki-Duk)
-Right at Your Door (Chris Gorak)
-Children of Men (Alfonso Cuarón)
-Loft (Kiyoshi Kurosawa)
-Tzameti (Gela Babluani)

Saludos

miércoles, octubre 04, 2006

[Festivales] Nos vamos a Sitges '06



Mañana parto hacia Barcelona para acudir a la 39ª edición del Festival de Sitges. Lo cierto es que me habría encantado dar la noticia de que este año asistía al Festival como miembro del II Jurat Jove, pero a pesar de estar entre los últimos elegidos, al final no pudo ser y uno ha tenido que conformarse con la suplencia. Y es que el comité de selección no valoró positivamente mis conocimientos y mi capacidad de crítica cinematográfica, o seguramente el que suscribe estas líneas no supo demostrar correctamente su capacidad, relación e inquietudes con el mundo del cine y las artes escénicas. ¿Se aprecia la ironía? ¿Se me nota ligeramente enfadado? Bueno, ya está superado, aunque en estos temas a uno siempre le interesa conocer todos los motivos de la decisión. Con todo, suerte a los miembros seleccionados....

En cualquier caso, esperemos que sean diez días de buen cine, y que por supuesto tendrán su plasmación (esperemos) en crónicas diarias, ¡cómo no! desde Tijeretazos, sección Caos. Allí se intentará llevar a cabo una doble cobertura diaria junto a mi compañero Álvaro.

Un saludo a todos, ¡¡¡¡y nos vemos a la vuelta!!!!

lunes, octubre 02, 2006

[Inciso Musical II] "By The Way", The Red Hot Chili Peppers

Un poco de música para amansar a las fieras...


La publicación de Stadium Arcadium hace escasos meses puede ser una idónea oportunidad para hacer memoria, y acercarnos (y vindicar) a uno de los trabajos más discutidos de los Red Hot Chili Peppers, By The Way, que data del año 2002. By The Way, criticado por su excesiva blandura así como ser un presunto salto al mainstream más acomodado, sobrelleva la pesada carga de ser el álbum posterior a Californication (1999), atronadora resurrección del conjunto californiano tras el irregular One Hot Minute (1995). Sin duda Californication supuso el magistral regreso de una de las mejores bandas de los últimos veinte años, un reencuentro físico pero también espiritual que volvía a reunir al guitarrista John Frusciante con el resto de componentes, pariendo de este modo un disco que tenía tanto de contundente reivindicación musical (Around the World, Get on Top, I Like Dirt), como de crónica intimista de un presente recuperado (Scar Tissue, Road Trippin’). De algún modo, la salida forzada de Frusciante de la banda a mediados de los ’90 por problemas con las drogas, junto al aterrizaje temporal del guitarrista de Jane’s Addiction, Dave Navarro, condujo al grupo a una de las etapas más autodestructivas de su historia, un infierno de excesos y sustancias prohibidas que se plasmaron en el ya comentado One Hit Minute, con cortes tan psicodélicos como Pea, Trascending, o Falling Into Grace.

Californication, a diferencia de la saturación sonora de One Hot Minute, encara un proceso de reconstrucción en base a la colisión pacífica de funk, rock y pop, sin olvidar sucintas dosis de rap, que poco a poco irán desapareciendo, enterrando de esta forma los vestigios arrebatados de los oligofrénicos comienzos de la formación.


By The Way continúa la senda iniciada por Californication, depurando aún más si cabe su estilo, desprovisto casi totalmente del funk más desmadrado, y explicitando el actual carácter de la banda: la consecución de una estabilidad, el logro de una madurez grupal que bien puede ser confundida con comodidad. Aunque el primer single, de título homónimo, pueda indicar lo contrario, nos encontramos ante un trabajo que recorre las aguas de un lago en calma. De ahí la profusión de medio-tiempos y baladas, con piezas tan sensitivas como los cortes I Could Die For You, Universally Speaking, o Tear, u otros que apuestan por la experimentación calmada con sonidos electrónicos como The Zephyr Song. Incluso aquellos cortes rápidos que se derivan del Californication como Can’t Stop o This Is The Place arrancan con tímidos sobresaltos pero finalmente descansan sobre “loops” lentos y más melódicos. Bien es cierto que el álbum se resiente de cierto cuelgue hacia el final, con rarezas como On Mercury o directamente psicotrópicas como Warm Thing, pero sí deja la sensación de ser su disco más relajado, transmitiendo una fuerte carga de tranquilidad espiritual, un arraigado misticismo en temas como Dosed o Midnight, y abandonando (de momento) las letras concienciadas de éxitos del calibre de Green Heaven, The Power of Equality o Californication.

Catalogado como muchos como la derivación “poppy” de Californication, By The Way es simplemente ese “por cierto” en una habitual acepción castellana del título original, una parada para repostar, un paréntesis gramatical, un álbum que explora el autoconocimiento entre los miembros del grupo, una mezcla cálida de melancolía y esperanza. Con total seguridad, los californianos nunca volverán a grabar un Mother’s Milk, ni por supuesto un Blood, Sugar, Sex & Magik, pero esto sería como pedirle a Kim Ki-duk que vuelva a rodar La isla (Seom, 2000) tras ese proceso de espiritualización que ha sobrevenido en su vida. Cuatro años después, la formación que encabeza Anthony Kiedis publica Stadium Arcadium, un prolífico doble-álbum cuyo primer disco parece una derivación directa de Californication, y donde el segundo explora nuevas mixturas en el estilo de la banda. Los toques zen parecen haberse quedado atrás. Hay Peppers para rato.

Saludos

lunes, septiembre 25, 2006

[Reflexiones] La Crítica frente a las Nuevas Vanguardias


Reconozco que hacía muchísimo tiempo que pretendía redactar unas líneas sobre un tema tan peliagudo y difícilmente solucionable como la relación entre la crítica y las nuevas vanguardias cinematográficas, pero cada vez que intentaba articular el discurso en mi cabeza me encontraba con tal cantidad de información que mi visión se ofuscaba y me impedía darle siento sentido sintáctico. De hecho, todo aquel que escriba con frecuencia compartirá más o menos la opinión de que el ordenamiento de las ideas, la síntesis y la coordinación de la información son variables fundamentales a la hora de afrontar cualquier tesis, a riesgo de caer en la reiteración, el desorden o la desmesura, y en definitiva, provocar el aburrimiento. Por ello voy a intentar ir paso por paso pero sin excederme demasiado –aunque el tema da para mucho, ustedes ya se lo imaginan-, haciendo caso a las sabias palabras de Voltaire cuando afirmaba que “el secreto de ser aburrido es decirlo todo”.

Pues bien, hoy en día, cualquiera que esté interesado por los mecanismos del cine y de la crítica española, es consciente de las fracturas que se están sucediendo en el seno de esta última instancia. La revista Letras de Cine –publicación que compro y leo pero que está lejos de proporcionarme todo el goce intelectual que deseo-, con andares lentos, distribución limitada y contenidos “arriesgados”, junto a otros baluartes informativos como pueden ser el Festival de Cine de Gijón y sus publicaciones, el foro de Cinexilio, o la web Tren de Sombras, se ha erigido como el bastión de ese nuevo cine que parece decidido a romper con todo tipo de leyes narrativas y/o formales. Hablamos pues, de las nuevas vanguardias del cine, encabezadas por esos nombres recitados de memoria por modernos cinéfilos de pro y que forman una suerte de secta intelectual que segrega a quienes duden de su potencial cinematográfico: Tsai Ming-Liang, Claire Denis, Nobuhiro Suwa, Pedro Costa, Naomi Kawase, Lisandro Alonso o Apichatpong Weerasethakul. Tampoco confundamos términos: no estoy en contra de estos cineastas ni de quienes los adoran, entre otras cosas porque sería tirar piedras contra mi propio tejado ya que disfruto con muchos de ellos, pero si me parece peligroso y muy cuestionable establecer una cierta contracultura que en definitiva, marca unos criterios de calidad no demasiado distintos de aquellos a quienes vilipendian, al menos en el fondo. Una vez marcado el territorio recuperamos el discurso para incidir en pequeñas batallas dialécticas que han tenido lugar entre sectores del gremio: aprovechando el especial que publicó Miradas sobre la Crítica, fuimos testigos del duelo entre dos tipos “duros” de ambos frentes, contienda proseguida por una calma chicha que se ha roto hace escasas fechas debido a la lamentable y execrable actitud de los críticos españoles de los diarios durante el pasado Festival de Venecia, cuyas baratas excusas por no acudir al pase de la película a la postre ganadora -lo último de Jia Zhang-ke, otro del club- no podían esconder su desidia, su desinterés, y lo que es más significativo, su falta de argumentos para disentir sobre la calidad de estos autores y trabajos. Y esto me lleva a lo que realmente me interesa, ¿realmente podemos abordar estas nuevas corrientes con las herramientas comunes que todos poseemos?

Esta circunstancia, junto a otros sucesos como la digresión del amigo blogger Max Renn sobre Gerry (Gus Van Sant, 2002), o la reseña de Jorge-Mauro de Pedro en contra de Tropical Malady (Sud Pralad. A. Weerasethakul, 2004), me han empujado no solo a escribir este texto sino incluso a replantearme de manera profunda el ejercicio de la crítica, a lo que también deben unirse acontecimientos personales que ya no tienen cabida ni interés en este escrito. Así pues, vayamos por bloques.


1. El tardío estreno de Tropical Malady propiciará de nuevo un combate acerca del cine como arte abstracto. Desde su paso triunfal por el Festival de Cannes de hace dos años, la película tailandesa ha dividido a la audiencia: obra maestra, cine del futuro, dominio del lenguaje, ruptura de cánones, abstracción en su segunda mitad, cine como tabula rasa donde el espectador lee lo que quiere VS aburrimiento, incontinencia autoral, onanismo creativo, más aburrimiento, hermetismo incoherente, absurda “paja” cinematográfica, me aburro todavía más. El problema es que difícilmente he leído una crítica destructiva de Tropical Malady que no caiga en los mismos lugares comunes, bien sea la de mi madre o la de un “experto”. Jorge-Mauro de Pedro, trasunto de Boyero de los bajos fondos, fundamenta su ¿análisis? en que le causa una somera somnolencia, en que le aburre y que no le interesa. Como esa, miles de reseñas más. Sus defensores, amén de algunas que otras frases míticas por su ininteligibilidad (1), nos proveen de un amplio abanico de interpretaciones, algunas suculentas, otras imposibles de aprehender. ¿Será que realmente Tropical Malady es una auténtica obra maestra, una pieza magistral imposible de desmontar?

Lo interesante es que la mayoría de ensalzadores del film se basan en la conexión emocional, más sensorial que racional, y que en este caso convierte a la crítica más que nunca, en un total ejercicio subjetivo carente de cualquier herramienta científica. El problema es que este cine de vanguardias se basa, casi intuitivamente, en el poder de sugestión, en su intensa carga de abstracción que limita su interés a aquellos que conecten con la propuesta, de ahí las deserciones masivas de quienes no comulguen con lo presentado. Si no “conectas”, difícilmente podrás aguantar una hora entera de paseos por la selva, de charlas con animales y de planos interminables. Así, largometrajes como L’intrus (Claire Denis, 2004), Los muertos (Lisandro Alonso, 2004), o Eli, Eli, Lema Sabachtani (Shinji Aoyama, 2005) ejemplifican este complejo proceso de deconstrucción al que se está sometiendo el lenguaje cinematográfico, una revolución que no ha hecho más que dar sus primeros pasos. Personalmente, siempre he entendido el disfrute de una película como la mezcla entre lo sensitivo y lo intelectual porque considero que ese intermedio es lo que nos hace precisamente humanos, de ahí que la acusada tendencia a la abstracción provoque en mí indiferencia y hastío, pero esto seguramente no os interesa y soy consciente de ello. Sin embargo, ¿si yo baso mi crítica en lo que me ha sugerido el film en cuanto que he conectado, por qué no destrozarlo en base a este mismo parámetro?


2. Otra de las películas sobre la que no he conseguido encontrar ni una crítica negativa distinta –en castellano, of course- ha sido Three Times (Zui hao de shi guang. Hou Hsiao Hsien, 2005), más que aquellas que denuncian su lentitud, sus pocos movimientos de cámara –y eso que no han visto obras más antiguas de Hou, porque ahora es que empieza a mover algo más la cámara (sic)-, o su efecto como somnífero. Entonces vuelvo a preguntarme si realmente nos encontramos ante una película imposible de desmantelar. Pero la citación de Three Times es meramente coyuntural, ya que a propósito de ella pasaré a comentar un hecho curioso que tuvo lugar durante el pasado BAFF, y que pone de manifiesto la risible autoritis de ciertos seguidores de estos autores. En la sección oficial a concurso se presentó Reflections (Ai li si de jin zi. 2005), un largometraje dirigido por Hung-i Yao, ayudante de producción del propio Hou Hsiao-Hsien durante varios años. El punto de partida de Reflections no variaba mucho al de la tercera historia de Three Times con una estética muy parecida a esta y a la de Millenium Mambo (2001): una relación de amor a tres bandas con el paisaje hipertecnificado y gélido del Taiwán contemporáneo; a saber, la incomunicación, cierta abulia existencial, la fragilidad de las relaciones... Nosotros, seguidores de la obra de Hou –aunque luego ruede una película tan irregular como Café Lumiere (Kojhi Jiko, 2004)-, nos preguntamos como el alumno podía seguir la senda del maestro, o si Hung-i Yao había sido capaz de encontrar ese toque personalísimo y rodar un film a lo Hou pero sin él. Fue curioso por tanto leer una gran cantidad de reseñas negativas sobre Reflections, tildándola de copia, de repetición, de vampirización, de su nula aportación. Paradójicamente ocurrió todo lo contrario, ambos films se rodaron de forma paralela, y fue Hou quién copió la estructura de Reflections para el episodio moderno de Three Times. Pero claro, quién va a cuestionar al maestro….


3. El malayo Tsai Ming-Liang pasa por ser otro de los tótems modernos. Su cine se basa en leves variaciones de unos postulados temáticos y estéticos que se mantienen constantes durante sus más de diez años de carrera. Mismo actor protagonista, diálogos reducidos al mínimo, encuadres vacíos, planos extremadamente alargados…un aspecto este último que me sirve para preguntarme/preguntaros sobre la duración de los planos. Cada vez que veo una película de Tsai Ming-Liang me da la sensación que si los planos duraran diez minutos más tampoco pasaría nada, y seguiríamos elogiándole o criticándole. Me pregunto cuantos minutos de un plano general estático son necesarios para transmitir la sensación de soledad o aislamiento, de incomunicación y apatía; cuanto tiempo tenemos que ver a un tipo en una cama dando vueltas para comprender lo que el director intenta contarnos, algo que conecta (y nunca mejor dicho) con ese cine sensorial que apela a nuestra capacidad sensitiva. Claro, que si Tsai se limitara a contar una historia –porque cuenta historias, eso de cine no narrativo es toda una falacia salvo en el cine más experimental- dedicando un tiempo concreto a las (absurdas) actividades de sus personajes, posiblemente tendría que dedicarse al medio o al cortometraje. Sí, el cine de Tsai aburre, es un hecho que casi nadie negará, pero eso nos llevaría a otro debate aún más resbaladizo: ¿acaso el cine para ser bueno tiene que ser divertido? ¿puede una película ser buena y aburrida al mismo tiempo? Vayamos un poco más lejos: ¿debe el crítico tachar a un film de bueno o de malo si éste le ha aburrido mucho? ¿cómo abordar entonces la filmografía de Tsai Ming-Liang sin caer en las convenciones de la crítica más conservadora? Lo que sí sé es una cosa, si criticamos a Michael Bay porque monta cuarenta planos por segundo, también tenemos derecho a criticar a Tsai Ming-Liang porque demora sus planos hasta la exasperación, y lo peor es que podría alargarlos todavía más: si el objetivo es captar el hastío de sus personajes, la dilatación del plano podría no tener límites.


Al respecto hay todavía más casos: me entero que hay una película de una directora que simplemente rueda colas de gente que espera…el problema es que la película dura más de una hora: ¿Cuántas colas son necesarias para demostrar lo que pretende el autor en este caso? ¿Cuántos paseos por el instituto y por el desierto deben dar los protagonistas de Elephant (Gus Van Sant, 2003) y de Gerry respectivamente? El travelling ya no es una cuestión moral, es…otra cosa. El cine más que nunca se convierte en un objeto interactivo que funciona en la medida que el receptor pueda asimilar lo que está viendo en pantalla, y se convierta en un ser estoico que soporte la gratuitad del metraje en aras de un fin mayor y más ¿rico?, de una interpretación enteramente subjetiva capaz de negar incluso al artista que firma la obra ¿Quizá la palabra concisión ya no significa nada? ¿No podemos reprochar esto pero sí en cambio lamentar la excesiva duración de King Kong (Peter Jackson, 2005)? En el pasado festival de Venecia, la pareja Straub y Huillet presentan un trabajo de una hora donde diversas personas leen de espaldas a la cámara textos de Cesare Pavese, sin atender a ninguna norma de puesta en escena, simples planos medios y a declamar. Uno de los primeros trabajos de Joaquim Jordá consistía en una persona leyendo una novela mientras la cámara deambulada por la habitación. ¿Cómo podemos desmitificar este tipo de trabajos sin que se nos tache de poco instruidos, de que no entendemos nada, de que nos hemos quedado anclados en el cine clásico? ¿Por qué aquellos que parecen tener las herramientas para analizar estas obras siempre las alaban?

¿Será que si el cine está mutando a pasos agigantados, el crítico también debe mutar? ¿Acaso ya no nos valen las técnicas que nos legaron los franceses, que parecen haberse quedado estancadas ante la proliferación de este nuevo cine de vanguardias? ¿Por qué todavía sigo sin leer un estudio que destroce literalmente al vitoreado Abbas Kiarostami y a “cosas” tan sospechosas como Five (2003)? Lamento no poder responder a la mitad de preguntas que planteo, quizás ustedes puedan ayudarme.

(1) a)«...las zonas de incertidumbre aniquilan a los de verdades transparentes haciendo de la pieza una masa orgánica y de núcleos múltiples». Juan Pablo Fernández.

b)«… visionar los films de Apichatpong es sumergirse en una experiencia sensorial, al mismo tiempo que aceptar la lógica del caos y de lo mágico. Por eso visionar los films de Apichatpong es entender la irrupción del inconsciente colectivo en el encuadre». Lorena Cancela.
Ambas extraídas de la crítica de Miradas.


Saludos

miércoles, septiembre 20, 2006

[Películas para no dormir] A propósito de "Para entrar a vivir" (2006) de Jaume Balagueró: El cine de Terror y la Posmodernidad




En su libro “El cine de terror” (1), Carlos Losilla afirmaba que el cine de terror moría como tal en 1993 con El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs. Jonathan Demme, 1993) debido a que las constantes revoluciones que había afrontado el género lo habían condenado a su pronta destrucción, a una incapacidad para seguir evolucionando más allá de la revisitación de las constantes de períodos pretéritos. Si bien desde esta tribuna no compartimos los catastróficos augurios del crítico catalán –habría que ver como éste incorporaría a su discurso la explosión del horror oriental, así como los axiomas teóricos que manejan sus cineastas-, sí adoptamos varias de sus conclusiones sobre la ambivalente influencia que la posmodernidad ha ejercido sobre el cine de terror. Según Losilla, la posmodernidad ha lisiado al género, en el sentido que ha desprovisto a sus variables iconográficas de todo su valor. El símbolo –entendido éste como signo que encarna algo abstracto, como imagen convencional o sublimada de representación- ha perdido su carácter de arquetipo evocador para convertirse en un objeto carente de vida, manipulado hasta la saciedad con el indeliberado propósito de transformarlo en un guiño juguetón y desvergonzado que cualquiera puede identificar. Sin embargo, esta falta de creencia en el símbolo tendría su génesis en el “descreimiento absoluto con respecto a las estructuras sociales y éticas, la falta de confianza en el progreso de la raza humana (…), el fracaso de cualquier tipo de intento evolutivo, el convencimiento de que cualquier utopía sociopolítica o estética está condenada de antemano a su propia autodestrucción” (2). El trasvase ideológico de esa sociedad desencantada a su universo cultural –y cinematográfico en este caso- equivaldría a la descomposición del género en base a la saturación visceral de sus convenciones.


De alguna manera Para entrar a vivir, último trabajo de Jaume Balagueró, se desvela como un vástago inconsciente más de una posmodernidad que ya se encuentra en estado de coma. A diferencia de obras cumbre del período como El héroe anda suelto (Targets. Peter Bogdanovich, 1968), La noche de Halloween (Halloween. John Carpenter, 1978) o Henry: retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer. John McNaughton, 1990), el film de Balagueró –como otros muchos trabajos hasta la fecha, por supuesto- no es consciente de la manipulación de los arquetipos, ni pretende modernizar un discurso, sino simplemente los regurgita –una vez más- a modo de juego díscolo con toda la carga estética del cine del realizador catalán. Si en la obra maestra de Bogdanovich su protagonista asume la imposibilidad de que el terror vuelva a generar monstruos, debido a que el horror cotidiano ha superado a cualquier forma de monstruosidad primigenia –ya sean vampiros, hombres lobo, fantasmas, etc…-, en Para entrar a vivir el asesino no puede ser otro que un ser humano, en este caso, una casera psicótica que pretende devolver la vida a un destartalado edificio de apartamentos en la periferia barcelonesa, mediante el rapto y posterior inclaustración de jóvenes parejas. Por otra parte, si en Halloween el Mal ya no adquiría presencia física en forma de demonio y se hacía corpóreo en una figura humana, en el trabajo de Balagueró el edificio se construye a modo de tela de araña infernal –cfr. esos contrapicados que muestran el techo como entramado de barras metálicas; la localización del propio complejo, aislado del núcleo urbano-, de donde no se puede escapar, y el acoso viene por parte de una psicópata que sangra pero jamás desfallece, de su hambrienta progenie de perros y de un hijo tarado mentalmente, todo un grupo de seres acólitos del maligno. Y por último, si en la mejor película de McNaughton se plantea un paralelismo entre el asesino y el espectador, donde éste último se ve forzado a compartir el punto de vista del agresor de manera naturalista, en el segundo trabajo de Películas para no dormir se consigue, mediante una ligera vis cómica –la elección de la actriz que encarna a la psicópata; el absurdo leiv-motiv de sus acciones; ciertas elecciones formales como el primer ataque de ésta al joven marido, utilizando un primerísimo plano deformante de ella- y un menosprecio sádico y continuado de los protagonistas, la leve identificación del espectador con la asesina, o al menos el distanciamiento emocional hacia con las víctimas, lo cual deriva en la broma macabra, en la burla fina, en una leve ironía característica de la posmodernidad.



Para no quedarse en la mera acumulación de guiños, Balagueró barniza el largometraje mediante su esteticista puesta en escena –p.e. el intento de tensionar las situaciones mediante las vibraciones del encuadre, recurso explotado hasta el hartazgo-, así como con la inclusión de pinceladas temáticas que se repiten a lo largo de su filmografía: los largos pasillos cuyo aspecto amenazante se ve potenciado con el uso de la profundidad de campo, la casa como estructura que engendra al Mal, la presencia de la infancia maltratada, o toques truculentos del agrado de los incondicionales del género.

En su adhesión inconsciente a la posmodernidad, Para entrar a vivir tampoco es ajena a los intentos de fragmentación narrativa, de cuestionamiento del punto de vista de lo contado, aunque en esta ocasión deviene claramente en impostura, en improvisación engañosa y pasajera –cfr. la secuencia del supuesto sueño de la protagonista, donde Balagueró repite las acciones aunque reelaborando los planos y el montaje entre ellos-. Detalles, o más bien argumentos que desvelan su afán lúdico, su interés por ofrecer un simplista ejercicio de estilo, con un Balagueró que aparece disfrazado de malabarista que juega con clichés pero sin desmontarlos, porque éstos ya han sido completamente volatilizados. Para algunos, su brutalidad y falta de pretensiones esconderá las carencias. Para otros, evidentemente, no.

(1) Losilla, C. El cine de terror. Una introducción, Ed. Paidós Studio, 1993.
(2) Op. cit. nº1, pág. 165


Saludos

martes, septiembre 12, 2006

[Estreno] "Silent Hill" (2006) de Christophe Gans: El Infierno está aquí



Para quien suscribe estas líneas los videojuegos, desde sus inicios, se han encargado de proporcionar un placer puramente lúdico, más ocioso que intelectual, con la justa excepción de géneros tan particulares como la estrategia o las aventuras gráficas. Bien es cierto que con el vertiginoso desarrollo de las nuevas tecnologías, los videojuegos han ido ganando en solidez argumental y en una mayor preocupación por parte de los programadores en dotar a los mismos de una estructura más coherente y rica en matices. Solo hay que echar un vistazo por ejemplo a la evolución del “beat’em up”, desde la linealidad narrativa y temática de un Golden Axe a la densidad guionística de un Onimusha, por más que actualmente –y curiosamente, en un proceso paralelo al del cine- los géneros puros se hayan difuminado poco a poco, y todos los juegos terminen por incorporar convenciones o aspectos originarios de otros. Mas volviendo a la primera cuestión, habría que colocar a la saga Silent Hill dentro de ese grupo que prioriza las sensaciones físicas, en este caso, el miedo, la paranoia, la extrañeza o el escalofrío, al esfuerzo mental, aunque como en toda buena aventura que se precie no falten los consabidos puzzles. Dentro de toda esa maraña de influencias que rodea a los juegos de Konami –las sectas satánicas, el advenimiento del Apocalipsis, las conjuras colectivas de carácter esotérico-, el usuario finalmente recordará más esos avernos metálicos, la extensa galería de espeluznantes criaturas, la sensación de opresión causada por una elección nada confortante de los encuadres, o esos escenarios cotidianos que terminan por desvelar un auténtico hades.

Podría afirmarse entonces que Silent Hill es un videojuego más preocupado en el “cómo se cuenta” que en “lo que se cuenta”, y es precisamente esto lo que ha plasmado el realizador francés Christophe Gans en el film de nombre homónimo. Silent Hill the movie se configura por tanto como un cruel y malsano ejercicio de estilo de terror, cuyo objetivo no es otro que estremecernos, provocar nuestra más intensa repulsa, en definitiva, incomodarnos ante la supuración constante de fotogramas perversos donde el horror –y el dolor- se manifiesta de manera inexplicable, obligándonos a cuestionar si hay lugar para la cordura en el ejercicio del Mal, de la misma forma que lo hace su protagonista, una madre que se adentra en un fantasmagórico pueblo en busca de su hija perdida. Es esta concepción del Terror la que dota de autonomía propia a un largometraje tan inspirado como Silent Hill y a su vez lo diferencia de gran parte del cine de género contemporáneo, más preocupado por mostrarnos el ensañamiento de brutales psicópatas ante sus víctimas, porque hoy en día parece improbable creer que el Mal pueda ser causado por otro ente que no sea el propio ser humano. Sin embargo, es el Mal en estado primigenio, su abstracción más pura la que asola la población de Silent Hill, sumiéndola en un caos de proporciones demoníacas.


De igual forma que en La niebla (The Fog. John Carpenter, 1979), nos encontramos ante una comunidad devastada por lo fantástico, pero cuyo origen es siempre el producto de las pecados del hombre. Los escalofriantes actos cometidos por un grupo de exaltados religiosos hacia una inocente niña –tomando como base otra preocupación tan moderna como es el miedo al Otro, aquel que es distinto, que no forma parte de la norma, y que incluso ha motivado atrevidas lecturas sociopolíticas del film (1)- son el caldo de cultivo para que el Mal ejerza su abominable influencia, alimentándose del odio acumulado por la pequeña y condenando al pueblo a un purgatorio perpetuo de estructura cíclica. De hecho, la vida de sus ciudadanos se basa en la exploración de sus ruinas, hasta que el aterrador ruido de una sirena advierte sobre la “transformación” del pueblo y obliga a estos a resguardarse en un templo. Una deformación física de los decorados que juega con los conceptos de realidad, deconstruyendo los ambientes góticos de las distintas estructuras hasta convertirlos en una pesadilla surreal y amenazante imposible de racionalizar ni detener, poblada por entes polimorfos –bebés sin rostro, un cuerpo humano con cabeza de pirámide, trozos de carne andantes que expelen líquidos corrosivos- que solo buscan infligir dolor. Una visión del infierno de la cual no hay escapatoria y que engulle a todos aquellos que se adentran en su realidad negándoles cualquier posibilidad de escape o redención, escenificada finalmente en un oportuno epílogo, tan hermoso como trágico.


¿Y como un cineasta de currículum tan discutible como Christophe Gans plasma en imágenes esta desasosegante realidad? Pues recurriendo a la fuerza visual del videojuego, a una imaginería virtual que ha colocado a la saga de Konami en ambientación muy por encima de otros clásicos del “survival horror” como los Resident Evil de Capcom. Gans plantea todo el trayecto de la joven Rose a través del pueblo como una violenta sinfonía del horror, entregándola a una experiencia al límite del equilibrio mental, mediante la explotación de esa densa neblina (2) que dota a los escenarios de un aspecto feérico, más onírico que real, y del efecto pavoroso del claroscuro cuando la oscuridad devora las calles y edificios de la ciudad. El realizador francés desestima la posibilidad de trivializar el horror, no compone un vulgar circo de efectos digitales sino que aprovecha las ventajas de posproducción para complementar una puesta en escena entre asfixiante y alucinada, que ejecuta sus estrategias en base a su poderío visual y sonoro.

Poco importa reconocer con posterioridad los (múltiples) defectos de la película: su excesivo débito de los patrones narrativos del videojuego basado en la superación creciente de los diferentes niveles/edificios, la desafortunada inclusión de un flashback a modo de material vetusto encontrado –y precedido por un pantallazo en blanco más voz en off que recuerda el final de un videojuego malo de NES o Master System-, o el exceso de discursividad que aflora de manera inevitable en todo film de género occidental sustrayendo parte de la carga enigmática del propio largometraje. Con todo ello, Silent Hill es un trabajo más que digno, rodado con esmero e intencionalidad, que se aleja convenientemente de ese terror de diseño –banalmente esteticista y sin afán de sacudir emocionalmente al espectador-, y que guarda momentos tan notables como la inhumana muerte de una joven a manos del hombre-pirámide, o el montaje en paralelo igualando las acciones de Rose y las de su marido Christopher que recorren un mismo emplazamiento, pero cuyas opuestas realidades hacen patente la entelequia del happy end: quien se adentra en el infierno de Silent Hill se encuentra sentenciado hasta la eternidad.


(1) Alarcón, Tonio L.; Orfeo en los infiernos del videojuego; Págs. 34-35; Dirigido Por nº 358.
(2) Efecto ambiental que ha caracterizado al videojuego desde su primera entrega, pero cuyo abuso se explica para esconder defectos gráficos muy comunes en la Playstation –y también en la PS2- como el “popping”, que viene a ser la aparición súbita de estructuras poligonales en pantalla, y que la niebla enmascara levemente.

Saludos

martes, septiembre 05, 2006

[Retro] "Duelo en la alta sierra" (1962) de Sam Peckinpah: El inicio del crepúsculo



El nombre de Sam Peckinpah parece relacionarse ipso facto con un estilo visual enérgico, con un arrojo estilístico que a menudo tiende al frenesí exacerbado, dando como resultado toda una serie de títulos tan atractivos como irregulares, tan vibrantes como desbordados. La fragmentación del espacio escénico y del tiempo fílmico gracias a su particular uso del montaje, los ásperos zooms ópticos, el regodeo nada gratuito en los resultados que provoca la violencia física; características que abarcan grandes obras como Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), Perros de paja (Straw Dogs, 1971), o La cruz de hierro (Cross of Iron, 1977). Por ello, acercarse a un largometraje en apariencia tan clásico y contenido como Duelo en la alta sierra (Ride the High Country, 1962) puede descolocar a más de uno. Su carácter apacible, incluso diáfano de la primera hora de metraje contrasta con una filmografía donde la agresividad y la decadencia toman el control de los personajes y de los escenarios. Empero, Duelo en la alta sierra está lejos de ser un film complaciente y olvidable, más bien todo lo contrario, ya que su subtexto nos dice mucho más de lo que las imágenes parecen explicitar. De hecho Peckinpah nos brinda, a través de un estilo transparente y reposado, cargado de lirismo, otra de sus melancólicas historias sobre la amistad, el honor, y ese universo mítico que se apaga paulatinamente.

El personaje principal de Duelo en la alta sierra responde al nombre de Steve Judd, un cowboy veterano, curtido en un oficio que ya no le reclama, dedicándose entonces a transportar (y defender) cargamentos de oro para ganarse la vida. La imposibilidad de acomodarse a las estructuras del nuevo Oeste se ejemplifica en un extraordinario prólogo, donde el vaquero recorre con extrañeza las calles de la ciudad: un recibimiento áspero por parte de la población, una carrera de caballos entre las vías de la ciudad que resulta ser ganada por un camello (¡!), y el inesperado encuentro con un antiguo amigo, cuya puntería con el revólver solo le sirve para ganarse unos centavos en una barraca de feria. Steve termina aceptando otro transporte de oro y contrata a un veterano (Gil Westrum), un ex-compañero de fatigas para que le acompañe en su misión. A ambos se une el imberbe Heck Longtree, lo que permite a Peckinpah teorizar sobre la dialéctica entre el impulso juvenil y la madurez de los vaqueros de antaño.


La primera parte de su viaje parece extraída de un western de Budd Boetticher, en particular uno de aquellos que formaban parte del Ciclo Ranow. La asimilación de sus personajes, que forman parte de arquetipos tan rígidos que rozan la abstracción –tanto Judd como Westrum son viejos experimentados, inteligentes e incólumes, mientras que Longtree no es más que chico impetuoso e irreverente, enamorándose de una joven pueblerina (Elsa Knudsen) que vive enclaustrada por la ortodoxia religiosa de su férreo padre-, o la puesta en escena concisa, sin devaneos innecesarios, alcanzando una depuración inesperada para un realizador que luego apostó por casi todo lo contrario, apoyan estas similitudes. Sin embargo, la llegada al pueblo minero, acompañados finalmente por la joven que termina huyendo del hogar, comienza por infectar una narración que hasta entonces había discurrido con espíritu afable, acatando unas convenciones que Peckinpah se dedicará a subvertir, enfatizando el drama y subrayando el crepúsculo de sus dos protagonistas. Hay dos secuencias que resultan particularmente incómodas: la llegada de Elsa a la choza de su prometido Billy, un buscador de oro que convive junto a otros cuatro hermanos; y la posterior boda de ambos en la casa de citas del pueblo, un antro que Peckinpah recorre en suaves travellings para comprobar la inmundicia de sus moradores, que culmina en un infructuoso intento de violación a la joven por parte de dos de los hermanos del novio. Detrás de ello se esconden reflexiones del cineasta: el temor a la civilización y al barbarismo que provoca la búsqueda del vil metal, así como el intento de emancipación de la mujer, aunque en este caso sea más producto de la rebeldía adolescente.

Es entonces cuando los personajes comienzan a llenarse de matices. Para empezar, Steve Judd ha perdido la rapidez mental de otros tiempos, su instinto permanece intacto pero olvida comprobar los rifles antes de enfrentarse a un imprevisto combate; Gil Westrum no es un tipo tan fiel como aparenta, sino que su verdadero objetivo es robar el oro; y Heck Longtree se desvela como un hombre sensato y con sentido del honor. Pero Peckinpah no puede traicionarse a sí mismo, y nos ofrece uno de los finales más emotivos de la historia del género: Joel McCrea y Randolph Scott expirando sus últimos alientos y enfrentándose pistola en mano con el grueso de los hermanos en un duelo a cara de perro. Desgraciadamente no hay sitio para los hombres de honor, y mientras uno fallece, al otro le espera un futuro incierto.

Saludos


domingo, agosto 27, 2006

[Inciso Deportivo] Mundobasket 2006: Reflexiones




El MundoBasket 2006 que se está celebrando actualmente en Japón ha ido reuniendo progresivamente todas las papeletas para convertirse en un mundial único, irrepetible, y curiosamente premonitorio. En primer lugar habría que destacar la cobertura televisiva que nos ha brindado la Sexta, cadena que parece haberse volcado en la compra de grandes acontecimientos deportivos, a los que podría unirse perfectamente la adquisición de los derechos de la ACB. Gracias a la Sexta, los aficionados a este extraordinario deporte -que somos muchos-, tras años y años de ninguneo masivo por parte de las cadenas públicas, hemos podido disfrutar (y disfrutamos) de la práctica totalidad de los encuentros de la primera fase, con especial atención a los disputados por España y los Estados Unidos, pero siempre atentos a otras selecciones de primer nivel como Argentina o Grecia. En segundo lugar, y ya centrándonos más en lo deportivo, este Mundobasket está suponiendo la definitiva muestra de la llegada de la globalización al baloncesto mundial, un hecho cuya característica más fehaciente no se sitúa precisamente en el eje del campeonato sino en la constatación del cuantioso número de jugadores extranjeros que ingresan anualmente en la NBA. Desde el año 2001 donde Pau Gasol fue elegido en el número 3, pasando por el 2002 (Yao Ming), 2003 (Darko Milicic), 2005 (Andrew Bogut) o 2006 (Andrea Bargnani) -por citar elecciones muy altas en la lotería-, la liga norteamericana se ha ido surtiendo de talentos foráneos que no solo han elevado el nivel cualitativo de la competición sino que ha promovido el desarrollo de este deporte en los lugares más insospechados. Hoy por hoy no es raro comprobar como cada selección cuenta en su plantilla con uno o varios profesionales que han pasado por algún conjunto de la mejor liga del mundo, un aspecto que fomenta la competitividad global pero que también ha tenido como efecto colateral la pérdida del respeto hacia el siempre temible "Dream Team USA", lejos de aquellos años donde los norteamericanos parecían astros inalcanzables. Por último, destacar las magníficas sensaciones que transmite la selección española y que será analizada a continuación. Así pues, ya conocidos los emparejamientos de cuartos de final -los ocho mejores equipos-, es hora de repasar los detalles que hacen de este mundial un gran atractivo.


LA "FURIA" ESPAÑOLA: todos los expertos parecen estar de acuerdo en una cosa; éste debe ser el Mundial de España. Una generación ya consolidada de grandes talentos, un conjunto joven pero curtido en diversas citas internacionales así como en el cumplimiento de retos con sus respectivos clubes, y un grupo asequible para avanzar sin problemas al menos hasta las semifinales. Conviene señalar otro aspecto fundamental: el técnico. Pepu Hernández ha logrado dar con un sistema de juego propicio para sacar el máximo rendimiento de todos sus jugadores. Por ello sería injusto afirmar que los éxitos actuales puedan deberse a que el ex-técnico de Estudiantes se ha encontrado con la mejor generación de la historia del baloncesto patrio, lo cual no deja de ser verdad, pero a dicha sentencia habría que aplicarle ciertos matices. Para empezar, Pepu ha logrado crear una consistente química colectiva mediante un trabajo de mentalización individual pero dirigido a un fin: el éxito grupal, algo a lo que puede ayudar el hecho de que España no cuente con un líder claro en la cancha. Sí, Pau Gasol es un jugador de otra galaxia, un prodigio de 2'15 que se mueve por la pista con la lucidez del mejor base, pero no ha sido, no es, ni será nunca un líder. Ésto, que puede parecer un contratiempo supone toda una ventaja: del mismo modo que Manu Ginobili con Argentina, Gasol no representa el termómetro de una selección -como sí lo es Dirk Nowitzki en Alemania o Yao Mig en China- que funciona mejor si su buque insignia está "enchufado" al partido, pero que cuenta con la suficiente autonomía como para no depender de su estrella NBA. Curiosamente un detalle que debe asignarse más a la personalidad de Pau que al trabajo de Pepu, que no obstante ha sabido entender las necesidades de cada integrante para lograr que todos aporten, conformándose por tanto uno de los equipos más peligrosos del torneo.

España, dirigida con cabeza por José Manuel Calderón y aún sin contar con el mejor Navarro, tiene en el ataque su mejor baza: practican un juego fluido y práctico, con alternancias de juego interior y exterior, si bien este último se ve potenciado por la actuación de sus pívots, en particular Garbajosa, cuya fiable muñeca no esconde su profunda dermatitis cuando se acerca a la zona. Los temores con respecto a la poca fiabilidad defensiva han desaparecido tras comprobar su prestancia en los partidos ante Serbia o Alemania, donde precisamente sus dos titulares menos dispuestos a defender marcaron con solvencia a sus rivales -me estoy refieriendo a las defensas de Garbajosa y Navarro sobre Nowitzki y Rakocevic respectivamente-. Con todo, la selección cuenta con un punto débil importante, que es el rebote. Sin poder manejar a Felipe Reyes por una inoportuna lesión ni a un pívot tan duro y de tanta brega como Fran Vázquez, España solo cuenta con el apoyo de Jiménez para cerrar el rebote defensivo, ya que ni los hermanos Gasol ni Garbajosa son reboteadores: carecen del instinto y la colocación innata de áquellos. Empero, el combinado nacional se postula como favorito para el oro, y posiblemente sea esta una ocasión que no pueden dejar pasar.


LOS DE LAS BARRAS Y ESTRELLAS: un servidor no puede dejar de manifestar la simpatía que despierta en él el equipo norteamericano, debido en su mayor medida a un simple acto de rebeldía contra ese pensamiento único que desea la derrota del combinado USA, un sentimiento que va más allá de lo meramente deportivo y que se enraíza en rivalidades sociopolíticas de ningún interés para el basket. Esta generalizada animadversión provoca además una cierta ceguera analítica y muchas dudas acerca del estilo de juego y de las capacidades de sus jugadores, una opinión, por supuesto, abyecta; y manifestada en particular por ese pretendido lumbreras que es el Sr. Juanma López Iturriaga, apóstol del oportunismo y del triunfalismo patrio, cuyas escasas dotes para la lectura táctica de los partidos no puede disimularse por su sentido del humor nada gracioso. Sr. Iturriaga, si el equipo norteamericano recibe tantos puntos no se debe a su escasa capacidad defensiva, mas simplemente hay que acudir a las estadísticas para refutar este hecho: EEUU es el colectivo que más posesiones juega (de largo) en un encuentro, lo cual concede evidentemente más oportunidades (y por tanto tiros) al conjunto rival, tan sencillo como eso. Los porcentajes están ahí para comprobarlo.

Bien es cierto que los norteamericanos siguen practicando un juego bastante anárquico -y notablemente individualista-, muy rápido, en ocasiones demasiado precipitado, impidiendo que la defensa contraria se monte, lo cual podría entenderse por la presencia en el cuerpo técnico de Mike D'Antoni, actual técnico de los Phoenix Suns, cuyo veloz estilo de juego mantiene no pocos paralelismos con el de la selección. Pero hay un detalle aún más importante, y es la confianza del comité seleccionador en la nueva generación; de hecho, hay cuatro jugadores procedentes del mismo draft (Wade, James, Anthony, Bosh). A diferencia de la pasada Olimpiada, donde los Carmelo y Lebron acudían como testigos de sus mayores, es ahora cuando la responsabilidad ha recaído en sus jóvenes espaldas. Con la excepción de un par de veteranos como Brad Miller y Antawn Jamison, el resto del combinado no alcanza la treintena de edad. Es un grupo unido, motivado aunque no totalmente mentalizado, porque al fin y al cabo el interés de ellos descansa en su competición nacional. Sin embargo, el conjunto es heterogéneo y han sabido mezclar con inteligencia necesidades complementarias: el vertiginoso estilo de Chris Paul con la visión de juego de Kirk Hinrich, el desparpajo de Lebron James junto a ese currante que es Shane Battier, las penetraciones de Dwayne Wade con el tiro exterior de Joe Johnson, la potencia física de Dwight Howard con el fino estilismo de Chris Bosh, la dureza interior de Brad Miller frente a la versatilidad de Antawn Jamison, todo ello fortalecido desde el banquillo por la buena dirección de un técnico experimentado como Mike Krzyzewski. Por primera vez en muchos años, la selección USA presenta a su plantel más equilibrado, y por tanto, imprevisible y peligroso.


NO SIN MI ESTRELLA: la atracción mediática que suscita el equipo norteamericano ha impedido el análisis con detenimiento de otras selecciones cuyo lamentable juego colectivo parece pasar inadvertido ante los ojos de los expertos. Es el caso de conjuntos como Alemania, Francia o China, cuya débil estructura grupal se debe al liderazgo egocéntrico de sus estrellas. No obstante, no debe achacarse este hecho a las propias cabezas visibles sino también a la abulia deportiva del resto del plantel, así como a las frágiles y temerosas decisiones de sus entrenadores. El caso de Francia es paradigmático: la desgraciada lesión del base Tony Parker ha lastrado el rendimiento de sus compañeros, convirtiendo la baja de un jugador más en la sentencia de muerte de toda una plantilla. Basta con ver a Boris Diaw marcando jugadas para advertir la nula capacidad de reacción ante la pérdida de su estrella. Con ello, Francia ha logrado colarse en los cuartos de final, agradecidos por el inesperado y lamentable partido de Angola en octavos.

Todavía más cruento es el caso de Alemania. Dirk Nowitzki ejerce una labor casi dictatorial hacia sus compañeros, los cuales acatan sus tiránicas órdenes y resisten sus continuas broncas y recriminaciones. No es algo que pueda discutirse, Alemania es un monopolio deportivo, una banda de jugadores capitaneados por una superestrella que actúa como tal, y no puede entenderse otra manera de jugar que no sea ésta, ya que sin Nowitzki en la pista, posiblemente los germanos no estarían en este Mundial, así de fácil. Por último, podríamos conceder a China el margen de la duda...al fin y al cabo, ¿desde cuando juegan ellos a este deporte? China es un país en expansión en todos los sentidos, con gente todavía en formación, y Yao Ming es su actual referente. El pívot de los Houston Rockets lidera a un puñado de jóvenes que deberán afilar sus espadas para las Olimpiadas de Pekín.


LOS TIPOS DUROS: ver un partido de Grecia es un suplicio. Su tacañería atacante, su aspereza defensiva, su odiosa lentitud, la presión asfixiante hacia sus rivales y hacia el trío arbitral son características que logran exasperar a más de un espectador. Pero funciona, ya que los actuales campeones de Europa tienen algo más, un plus psicológico que les hace saltar a la cancha con varios puntos de ventaja por encima del contrario, una dureza mental que ni se aprende ni se mejora, simplemente se posee. Esta fuerte mentalidad suple su acusada falta de talento técnico, pero es suficiente tanto para estar metidos siempre en el encuentro como para gestionar diferencias muy cortas en el marcador. No por casualidad los helenos han ganado partidos imposibles: el ajustadísimo final ante Australia, la remontada frente a Turquía, o la victoria ante Brasil. Liderados por Papaloukas desde el exterior y por Papadopoulos en el interior de la zona, los griegos se lo pondrán muy difícil a los norteamericanos en las semifinales, siempre que el oráculo no falle (sic).

Precisamente Turquía se encuentra dentro de esta curiosa clasificación. Es otro conjunto sólido, luchador y que además cuenta con un par de estiletes ofensivos que no fallan: el jugador del Tau Serkan Ergodan y el escolta veterano pero todavía fiable, Ibrahim Kutluay. Aún sin contar con sus jugadores NBA, los turcos han sorprendido con un juego efectivo, que bascula entre su tendencia al tiro de tres y el buen trabajo de sus hombres interiores. Por otra parte, también podríamos nombrar a la ya eliminada Italia. Los transalpinos realizaron una gran primera fase, pero su incapacidad ofensiva les privó de derrotar a Lituania en el cruce de octavos. El imberbe Belinelli deberá mejorar todavía para conducir a este correoso equipo a cotas mayores.


VINIERON DEL ESTE....DE EUROPA: acostumbrados como estábamos nosotros, seguidores incondicionales del baloncesto, a la hegemonía de los países del Este en estas competiciones, nos ha deparado más de una sorpresa observar como sus conjuntos se encuentran actualmente en un momentáneo proceso de transición, en un estado de stand by tan fuerte que ni su imponente leyenda ha reavivado sus aspiraciones. Tanto Serbia y Montenegro -próximamente Serbia a secas- como Eslovenia han demostrado ser planteles muy débiles mentalmente, equipos deslavazados, mal construidos y peor entrenados, pandillas sobradas de calidad pero también de egos y pulsiones individuales.

Serbia se ha convertido en un cajón de sastre, una plantilla que aún se resiente de odios y recelos nacionales, de heridas sociales todavía sangrantes. La misiva enviada por su Federación a aquellos jugadores que se han negado a participar en el MundoBasket -Stojakovic, Radmanovic, Pavlovic...- no hace sino agravar el presente estado de inestabilidad y la incertidumbre de un futuro complicado. La situación de Eslovenia es menos sangrante pero también desalentadora, porque a pesar de haber reunido a nombres importantes como Nesterovic, Brezec, o Udrih, su dinámica de equipo se ha mostrado pobre, y es víctima de los impulsos de aquellos que no han destacado en la NBA: como ejemplo, ese triple en busca de la gloria de Nachbar en los segundos finales ante Turquía, con tiempo todavía para preparar una jugada más fiable. La fragilidad anímica que han demostrado ambas selecciones se hace extensible a Lituania, que también cuenta con un repatriado como Macijauskas con ansias de reivindicarse tras su penoso paso por la liga norteamericana. El vergonzoso minuto final jugado contra Italia vuelve a poner de manifiesto su incapacidad para cerrar los partidos, y sobre todo, la ausencia insustituible de Sarunas Jasikevicius en la dirección.


LAS SORPRESAS: Este MundoBasket también será recordado por la particular eclosión de los equipos africanos. Con la excepción de Senegal -encuadrada en un complicadísimo grupo-, tanto Angola como Nigeria han dado un paso adelante en sus aspiraciones deportivas. Empero, ambos conjuntos difieren en su modus operandi. Mientras Angola basa su juego en la rapidez de sus hombres exteriores y la movilidad de sus pivots, Nigeria destaca por su amplísima rotación interior, dotada de varios hombres que alcanzan los 2 metros y que poseen una envidiable presencia física. Los africanos han sorprendido también por la mejora de su tiro, pero siguen adoleciendo -al igual que las selecciones de fútbol- de cabezas pensantes que manejen correctamente el tempo del partido. Como siempre, la falta de experiencia y sobre todo, de ambición les han privado de alcanzar cotas mayores. Nigeria jugó un encuentro muy serio ante Alemania, guiada por el ala-pívot universitario Ekene Ibekwe, pero la precipitación final de su supuesta estrella, Ime Udoka (New York Knicks) -caso parecido al de Nachbar en el Turquía-Eslovenia- desbarató sus posibilidades de llevarse el partido. Quizás más incomprensible fue el caso de Angola, que tras pone en aprietos a España y forzar tres prórrogas ante Alemania con un estilo sobrio y sin complejos, firmó un desastroso partido frente a Francia, empañando mínimamente su excelente participación en este campeonato.

Además, y si bien es un país asiático, es obligatorio felicitar a Líbano, que tras vencer a Francia y a Venezuela en la fase de grupo quedó injustamente fuera de los octavos de final por una carambola.


LAS DECEPCIONES: América ha sido el continente que más ha decepcionado en este MundoBasket. Salvando las potentes Estados Unidos y Argentina, el resto de selecciones no han cumplido con las expectativas suscitadas con anterioridad. Puerto Rico, un fijo en este tipo de certámenes, se vió apeada de la fase final en favor de la débil China. Ni siquiera la labor anotadora de dos francotiradores como Carlos Arroyo y Larry Ayuso han logrado levantar a un plantel que parece deambular sin mucho margen para la renovación durante los próximos años. Por otra parte, Brasil mostraba ciertas credenciales para dar alguna que otra sorpresa. Sin llegar al nivel de tiempos pretéritos, el conjunto carioca presentaba a un grupo joven, abanderado por la tripleta Barbosa-Varejao-Splitter. Solamente el último ha rendido a un nivel estimable: el base de los Suns ha demostrado su valía como jugador de rotación más que como un hombre resolutivo, mientras que el alero de los Cavaliers se marcha dejándonos la triste imagen de su codazo al griego Zisis -le fracturó la mandíbula en tres partes-. Una sola victoria frente a Qatar solo puede entenderse como un gran fracaso.

Asimismo, Panamá cierra un desastroso concurso tras perder con la cenicienta del torneo, Japón. La falta de tiempo para la preparación así como la ardua adaptación al horario del país asiático no sirven como excusas para un combinado que cuenta con algunos jugadores de calidad, como Ed Cota, Douglas, o Garcés.


DESDE LAS ANTÍPODAS: Encomiable labor la de los dos equipos provenientes de Oceanía. Los neozelandeses comenzaron el Mundial de forma titubeante, pero lo asequible del Grupo B les permitió acceder a octavos. Los australianos, comandados por un pívot de la clase de Andrew Bogut y pese a ser barridos por el "Dream Team USA", han estado por encima de lo esperado, y solo su inconsistencia les ha vedado el acceso a una posición mejor. Ambas selecciones han despuntado gracias a su fortaleza colectiva, a su excepcional labor defensiva, y al reiterado uso del tiro de tres puntos. Sin grandes nombres ni excesivos alardes han alcanzado sus expectativas.

Y ahora nos preparamos para lo mejor: mañana comienzan los cuartos....

Saludos