viernes, septiembre 28, 2007

[Retro] "Satanás" (Edgar G. Ulmer, 1934)



A propósito de las adaptaciones de la obra de Edgar Allan Poe perpetradas por la Universal durante los años 30, José María Latorre escribía que “Poe no es adaptado, sino entendido en su dimensión obsesiva, alucinada y alucinante”. No le falta razón al experto al comprobar cómo dichas adaptaciones tomaban (a priori) a Poe como una excusa prestigiosa, erudita, o si se prefiere simplemente mercantil para dar forma a ficciones ajenas a los intereses argumentales primigenios del escritor de Boston. Solo Doble asesinato en la Calle Morgue (Robert Florey, 1931) se permitió el lujo de no perder de vista el relato detectivesco original, respetando algunos segmentos de su desarrollo. Por el contrario, tanto el título que nos ocupa como El cuervo (Louis Friedlander, 1935) toman como referencia dos motivos fundamentales de la obra de Poe para narrarnos historias bien distintas. No obstante, sin llegar al delirio del film de Friedlander –con la consabida dificultad de adaptar el memorable pero escueto poema-, Satanás (Edgar G. Ulmer, 1934) (1) acepta el reto y dialoga en el fondo con Poe, superando la imagen icónica del gato negro (2) y entendiendo la esencia, la sustancia de una parte (siempre una parte) de la densa obra literaria del norteamericano.

Nada como la sensibilidad artística de un autor germánico para entender la sensibilidad de un escritor, que si bien nacido en los Estados Unidos, tiene más de europeo dada su influencia creativa –desde ETA Hoffman a Goethe, de John Milton a William Goodwin- y un estilo expresivo derivado del romanticismo del XVIII, pasado por el tamiz de la novela gótica británica. Desde la imagen bella y al mismo tiempo mortuoria de la joven norteamericana, que ataviada con un sudario despierta la libido del dúo protagonista –la dupla Lugosi-Karloff-, en una referencia no solo a Lady Madeline Usher sino a las mujeres suplantadoras de Ligeia, Morella o Berenice; hasta el abominable sótano, que esconde conservada en formol el cuerpo de una hermosa mujer, de lo que se deduce una aberrante pulsión necrofílica -¿cómo la esposa de El gato negro?-. Satanás podría ser, entonces, una relectura post-expresionista del memorable relato La Caída de la Casa Usher, retratando su motivo fundamental: la casa como entidad viva, construida a la imagen y semejanza de un creador que ya está muerto, pero que a diferencia del cuento de Poe no es una construcción ya decadente, porque Ulmer sabe aglutinar el imaginario de Poe con un tema tan germánico como el Unheimlich, es decir la apariencia pulcra, uniforme, que va desvelando poco a poco un horror inimaginable en su interior. Satanás, como un buen relato de Poe, posee aparentemente esa geometría inflexible, un sentido estético muy estilizado, pero en el fondo se trata de un relato quebrado, emocionalmente hebefrénico, donde se conjugan los sentimientos torcidos y las conductas desviadas hasta alcanzar un desenlace catártico de sacrificio y muerte.


Pero constreñir el film de Ulmer a los dictados del material de Poe sería minimizar las múltiples virtudes de esta obra inagotable. De hecho, Carlos Losilla apuntaba una hipótesis sociológica para interpretar el largometraje. En sus propias palabras: “el comentario explícito de que el terror es una creación del propio hombre –la guerra y sus consecuencias- dinamita todas las convenciones anteriores (…) que convierte al filme en el más revolucionario y subversivo de su época: los “monstruos” hunden sus raíces en una de las más sangrientas actividades humanas, la guerra, que a su vez sirve de lóbrega premonición de los tiempos que se avecinan”. Empero, nos atrevemos ir un poco más allá de lo registrado por Losilla señalando que en el fondo Ulmer podría estar narrándonos en clara alegoría la ascensión al poder del nazismo en la Alemania posterior a la I Guerra Mundial, como deja entrever el detalle de esa casa erigida sobre los restos de una batalla. ¿Qué son esos restos, sino una contundente metáfora de la aterradora situación del país tras la contienda? Incluso más, ¿podría tratarse Satanás de un film profético, donde el cementerio no represente las pérdidas humanas de la guerra sino las futuras víctimas del Holocausto?

Conviene recordar que el estilo artístico preferido por el Tercer Reich estaba más cerca del art decó que del art nouveau, por su abundancia de líneas rectas, por una rígida geometría espacial que derivaba en una pseudoestructura jerárquica afín a los intereses de los mandos totalitarios. Así pues, la mansión construida por el personaje al que da vida Boris Karloff ostenta esa apariencia fría, pura, tremendamente íntegra, una fachada incorrupta que no es sino una mascarada de lo abyecto, de sótanos laberínticos donde se celebran pavorosos rituales esotéricos. Como en la Alemania nazi, en Satanás se evidencia la imposibilidad de esconder el horror, de cómo lo externo siempre cede ante la putrefacción de sus cimientos. Y entre las infamias del pasado y los “monstruos” del presente, se encuentra la figura de ese joven norteamericano, que comparte con el protagonista de El Tercer Hombre (Carol Reed, 1948) algo más que su vocación de escritor de segunda. Ulmer representa sin tapujos la indolencia así como la ignorancia de una nación joven incapaz de asimilar las complejas circunstancias de la Vieja Europa.

Más de treinta años después Boris Karloff –ya en el ocaso de su carrera- rodaría una película que, al igual que Satanás, pretendía desmitificar el género apelando a que los monstruos de la imaginación terminan desvaneciéndose ante los horrores de la realidad. Su título era El héroe anda suelto (Peter Bogdanovich, 1968).

(1) Os dejo un esbozo del argumento: Una pareja en viaje de luna de miel, viaja en tren por las tierras de Budapest con destino a Wiesegrad. Debido a un error de la ferroviaria, deben de aceptar hospedar en su vagón privado a un insólito huésped. Tras su llegada a la estación, los tres montan en un coche con destino al hotel pero sufren un accidente. Con la joven herida, el huésped –un médico ex-combatiente de una guerra- los guía hasta la casa a la que acude de visita. Allí los esperará un antiguo amigo del doctor, otra extraña persona cuyos vínculos con el invitado esconden un abominable secreto.

(2) Presente en la película casi a modo de concesión: uno de los protagonistas –el médico interpretado por Bela Lugosi- manifiesta una terrible fobia hacia la figura animal del gato negro.

Saludos

miércoles, septiembre 26, 2007

[Retro] "Terror in a Texas Town" (Joseph H. Lewis, 1958)




El desconocimiento generalizado de la obra de Joseph H. Lewis que pesa hoy para las nuevas cinefilias —con la excepción de El demonio de las armas (Gun Crazy, 1949), por aquello de tratarse en un film imprescindible para los revoltosos de la Nouvelle Vague—, no debe responderse de forma peregrina como un desinterés de las nuevas generaciones por el trabajo de este atípico realizador, sino que debe rastrearse en el claroscuro crítico que aún en la actualidad se cierne sobre sus películas, y sobre todo en la penosa difusión de las mismas. Mientras el cine “clásico” ha desaparecido casi por completo de las cadenas públicas, y las ediciones en dvd se aprecian parcas y con cuentagotas, solo una posible retrospectiva vía Filmoteca podría permitirnos acceder al grueso de la carrera de un realizador forjado de forma mayoritaria en la serie B. De ahí que quien suscribe estas líneas apenas conozca cinco largometrajes de Joseph H. Lewis: la ya citada El demonio de las armas, el western Calle sin ley (A Lawless Street, 1955), el thriller de ambientación gótica El fantasma invisible (The Invisible Ghost, 1941), el memorable noir Agente especial (The Big Combo, 1955), y el film que nos ocupa, la que es su última película antes de afrontar un largo período televisivo, el western Terror in a Texas Town. No hay duda que con apenas cinco trabajos, elaborar un itinerario creativo o un rosario de obsesiones es una tarea cuanto menos arriesgada y poco clarificadora, pero sí nos permite hacernos una idea de la fuerte personalidad de este autor que, al igual que en otros casos como Jack Arnold, Andre de Toth, John Brahm o Budd Boeticher, fue capaz de forjarse una identidad propia, y de alcanzar una notable libertad artística dentro de las rígidos márgenes presupuestarios y de producción de la serie B.

Joseph H. Lewis, distinguido estilista ajeno no obstante al pueril esteticismo y a la falsa retórica visual, ostenta una innata habilidad para trascender los elementos de derribo de los que parte. En El fantasma invisible, por ejemplo, logra enmascarar la débil y arquetípica coartada psicoanalítica así como el “sello Bela Lugosi” a través de una tenebrosa caligrafía visual y de los atrevidos apuntes masoquistas que sazonan la narración, a la vez que resulta prodigiosa la decisión de reducir al mínimo el habitual aparato discursivo, con el simple esbozo de la telaraña de relaciones que se establecen entre los personajes. Compleja red de vínculos simplemente delineada pero también presente en Calle sin ley, un relato que pivota sobre la nada durante los primeros cuarenta minutos de metraje, hasta que retoma una hipótesis argumental que lo devuelve a la linealidad genérica. Tampoco podemos olvidar la desquiciada narración de Agente especial, al borde del colapso y pilotada por unos férvidos personajes que se expresan mediante una violencia que coquetea abiertamente con los límites del Código Hays —cf. la terrible tortura que sufre su protagonista, al que destrozan un oído colocándole un auricular enchufado a una radio mientras le obligan a beber loción capilar, toda rodada en un explícito plano fijo—. Aunque tal vez su film más arriesgado a la par que innovador sea El demonio de las armas, que dinamita la férrea gramática del clasicismo gracias a su autonomía plástica, su frescura y a su atrevimiento en la puesta en escena, donde sus osadas soluciones formales rompen la ilusión del “relato clásico”, es decir, consigue dejar en evidencia los mecanismos que lo hacen avanzar.

A todo ello, debe sumarse la fijación de Lewis por esculpir el rostro de sus protagonistas en unos primeros planos que trascienden igualmente el determinismo del montaje propio del “clasicismo”, superando su lógica semántica y encarando una evidente modernidad, donde la mirada lacerante apela directamente al espectador, sustrayéndole de la ficción y comunicando una sensación no sujeta al rigor de la representación. De ahí que los rostros de la Susan Lowell en Agente especial (1), del George Hansen de Terror in a Texas Town, o de la Mrs. Kessler de El fantasma invisible no difieran en demasía de aquellos que filmaron Rossellini o Antonioni en pleno auge de la modernidad.


Por otra parte, y centrándonos en el título a colación, Terror in a Texas Town pertenece a esa estirpe de westerns que proponen visiones más arbitrarias del mito, donde sus convenciones no se encuentran tanto subvertidas como diluidas en el interior de un relato habilitado para someterlas a un proceso de cuestionamiento. Es el grupo que forman entre otras Cuarenta pistolas (Forty Guns. Samuel Fuller, 1957), Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), Encubridora (Rancho Notorius. Fritz Lang, 1952), Infierno de cobardes (High Plains Drifter. Clint Eastwood, 1973), Cielo amarillo (Yellow Sky. William Wellman, 1948) o La noche de los gigantes (The Stalking Moon. Robert Mulligan, 1968). Empero, el trabajo de Lewis se encontraría más cerca de films como los de Wellman o Mulligan, y alejado por tanto de las obras de Fuller o Ray, en el sentido que su puesta en duda de sus protocolos no proviene desde “fuera” de la narración, sino que se integra en ella de forma natural sin violentarla en exceso. Si en el western de Ray éste antepone la firma al texto, Lewis dialoga con el público a través de su protagonista, sin necesidad de establecer un distanciamiento “autoral” que sacrifique el devenir de la historia; un devenir extraño que se normaliza a medida que su propio protagonista deja de ser ese elemento extravagante para terminar integrándose dentro de la arquetípica comunidad.

Así pues, el prólogo de Terror in a Texas Town fulmina por sí solo cualquier “efecto de corpus” propio del género, presentando una situación que pese a ser hegemónica del western —el duelo en la Main Street— deviene en poco “verosímil” –uno de los contendientes es un rubio equipado con un arpón como arma—. Incluso tal secuencia aparece con antelación a unos títulos de créditos que puedan contextualizarla, agravando el shock de la audiencia. Como hemos advertido con anterioridad, no se trata de una subversión de los patrones del western, ni de una ruptura total con sus características porque en cierto modo todas aparecerán, sino que se representan cargadas de un halo de extrañeza que desvirtúa la respuesta del espectador. Ya nada será igual tras una escena que, por si fuera poco, actúa como flash-forward, por lo que todo el metraje sucesivo estará construido en referencia al duelo final entre ambos contrincantes.

La singular experiencia que supone Terror in a Texas Town descansa en una estructura argumental que pivota sobre el punto del vista del extranjero, un emigrante de origen sueco que guía al espectador a través de un territorio yermo y casi bucólico —esas primeras imágenes desde el tren, donde Lewis intercala no sin cierta sorna, las de un poblado indio—; hasta convertirse en un infierno provocado por la escalada de violencia originada en el control de unas tierras donde la explotación del vil metal comenzaba a dar paso al usufructo de otro “oro”, el negro. La mirada externa supone un acercamiento escéptico a una nueva arcadia germinada sobre unos valores ambivalentes, un territorio erigido sobre las contradicciones de un sistema incapaz de congeniar su violencia endémica con las doctrinas de la civilización.

El espíritu pacifista de Hansen, que tras aterrizar en el pueblo descubre que su padre ha sido vilmente asesinado por un famoso pistolero a sueldo de la zona, le conducirá por todos los medios a evitar el enfrentamiento, pese a ser humillado y vejado por varios miembros del gang local, lo que constituye una cínica paradoja de un país que denigra a quienes lo han levantado (2). Y en esa lucha por no formar parte de la barbarie, Hansen tiene todas las de perder. Por ello, Terror in a Texas Town consigue bascular entre la estupefacción inicial y una estandarización del relato a medida que éste avanza y Hansen se desprende progresivamente de su educado civismo, y termina transformándose de un western atípico a un western humedecido por los convencionalismos. Y esa normativización corre pareja a la integración del extranjero en la comunidad, cuya herramienta no es otra sino la ejecución de la violencia. Al bueno de Hansen no le quedará otro remedio que terminar adaptando las “costumbres” de su nueva tierra de adopción. Al final, ni siquiera un gesto amable como el de Agente especial, donde la pareja se retira unida pese a la turbiedad de la atmósfera, porque solo queda un hombre obligado a perder su integridad, su pureza, en pos de un futuro igualmente incierto.


(1) En una secuencia memorable, donde el villain de la función se agacha abandonando el encuadre para efectuarle un cunnilingus a la chica, mientras se produce un ligero travelling hacia el rostro de ésta apoyado en un acento de la iluminación.

(2) En este sentido y dado los múltiples matices sociológicos del film, conviene no olvidar la participación de Dalton Trumbo en el guión


Saludos

lunes, septiembre 24, 2007

[Festivales] Se acerca Sitges '07


Como todos los años, vuelve Sitges, en esta ocasión conmemorando nada más y nada menos que su 40 Aniversario. Ya sé que el discurso anual viene a ser siempre el mismo, pero en esta edición tenemos más expectativas puestas que nunca. Y eso pese a que (un año más) me he vuelto a quedar fuera del Jurat Jove -ya ni siquiera como suplente, chúpate esa- por no sé que extrañas razones que a mí se me siguen escapando. En fin, decepcionado ante tanta ignominia intentaré acudir unos días al Festival, aunque con el paso de los años las razones vayan variando. Hoy en día se priorizan muchas cosas antes que las malditas películas. Y ustedes saben perfectamente cuales son (T-S-S-AJ).

En cualquier caso, el menú es amplísimo y habrá para todos los gustos. Yo aquí os dejo varios adelantos de cositas que no puedo perderme. No cito a Rob Zombie porque es obvio que es la primera opción, y todo bascula en función de ella.

- A L'Interieur: Todos sabemos que los franceses tienen un lado muy oscuro (como todo el mundo, responderá el avezado lector). Pero es que entre tanta Nouvelle Vague, tanto rollito costumbrista, tanto melodrama con ínfulas y tantas "comedias y proverbios", la válvula tiene que explotar por algún sitio. Por eso, cuando hacen pelis contundentes, son muy contundentes...aunque sus realizadores terminen siendo víctimas de los de siempre, como Gaspar Noé que a mi personalmente me estimula bastante. Ahora aparece esta película estrenada en el pasado Cannes, que según dicen es muy salvaje, y nosotros que nos alegramos. Duelo femenino, armas blancas, mucha truculencia, espacios reducidos, etc...Lo dicho, a gozar.



- Sukiyaki Western Django: Este verano, cuando murieron Bergman y Antonioni no faltaron las lágrimas colectivas por la pérdida de los dos maestros. No sé ustedes pero a mi no me importó en lo absoluto, tratándose de dos directores que ya lo habían dado todo en sus respectivas carreras. En cambio, me imaginé que a Miike se lo hubiera cargado algún yakuza y realmente me sentí fatal. Esta sí que habría sido una gran pérdida con todas las películas que le falta por entregarnos, con todas las reglas que le falta por romper. Este "sushi-western" promete lo que promete Miike: un producto irreverente en el que cualquier parecido a la ortodoxia del género será puramente casual.



- Stuck: A la chita callando, Stuart Gordon sigue rodando películas. Quizás a través de su figura habría que reformular el ideario de la serie B actual. Poco dinero, actores que cumplen, y un largometraje que perpetúa un ciclo de thrillers urbanos que abrió con un film a reivindicar, King of the Ants. Lo bueno de trabajar así es que difícilmente tendrá que responder hacia según qué estamentos.



- Zoo: Una de las (muchas) razones por las que estudié lo que finalmente estudié fue el interés por lo que subyace a ciertos comportamientos anómalos, o al menos no muy populares. Uno de ellos son las parafilias -término que define actividades sexuales extrañas o no adaptativas-. En esta ocasión Robinson Devor parte de un caso muy particular -la muerte de un hombre tras consumar relaciones con un caballo- para introducirse en los delicados terrenos de la zoofilia. Quienes la han visto comentan que más allá del tema, sorprende su inesperada y polémica poética visual.



- Brand Upon the Brain: Guy Maddin es Guy Maddin, y su cine está por encima de cualquier etiqueta. Aquí en España no ha llegado oficialmente nada suyo, pero lo que está claro es que es un genio absoluto. A él le da igual cortometraje que largometraje, lo suyo es un ejercicio constante de experimentación partiendo de las vanguardias de principios de siglo. Desde luego que su cine no es añejo, todo lo contrario, será más fresco que el 90% de las propuestas que se verán en Sitges. Pero sucede que los Cahiers no lo reivindican.....una pena, tanto quejarse de Jia Zhang-ke y al final tenemos sus películas mejor editadas que las de David Cronenberg. Por cierto, no sé ni de que va su película ni me importa: este hombre hace Cine.



- Kantoku Banzai: Otro al que se la suda bastante todo es a Takeshi Kitano. Si en Takeshi's abordaba la deconstrucción y demolición de su propia cinematografía, aquí pretende dinamitar los códigos del cine nipón (¡¡¡menudos huevos!!!). Lo que es seguro es que su propuesta no gustará a casi nadie. No puedo evitar preocuparme por el bueno de Kitano, ¿alguien pondría la mano en el fuego por decir hacia donde se dirigirá su filmografía?



- Frontiere(s): Otra de gabachos cabreados, con pinta de ser también bastante burra. Ya advertimos que cuando esta gente se pone, va muy en serio. Aquí un grupo de chavales se escapan de la policía para terminar topándose con un grupo de neo-nazis....jo jo jo...ya estoy salivando cual perro pauloviano. Y ahora me entero que el director está rodando la adaptación cinematográfica de Hitman.



- I'm Cyborg but that's OK: No entiendo la tirria que determinada gente profesa hacia Park Chan-wook pero lo cierto es que hay muchos que están esperando el momento justo para hundirle. Y resulta que el surcoreano va y rueda una comedia romántica sobre una chica que se cree un cyborg: vamos, que a algunos se la han puesto en bandeja. No han faltado los "listos" que ya la catalogan como la "Amelie coreana".......sin comentarios. Park, tú a lo tuyo que tienes talento de sobra, y otros sí saben qué caminos transitas.



Saludos

viernes, septiembre 21, 2007

[Cine USA] "Last Days" (2005) de Gus Van Sant: Un héroe que camina



Jordi Balló y Xavier Pérez nos recordaban que “cualquier relato significa movimiento: el héroe clásico de las narraciones de aventuras se desplaza en el tiempo y en el espacio para cumplir una misión sublime a la que dedicará un derroche ilimitado de energía, con riesgo de perder la vida, si es necesario”. Lo cierto es que los héroes de Gus Van Sant no son precisamente los protagonistas de una gran narración de aventuras, ni mucho menos pueden entroncarse dentro del “clasicismo”, pero sí se desplazan en el tiempo y en el espacio, y su misión puede ser tan sublime como la de Jasón en busca del vellocino, porque al fin y al cabo se trata de un reencuentro consigo mismos que, curiosamente, les llevará a perder la vida en tan arriesgada empresa.

Si la literatura y el cine nos han enseñado que el viaje es un recorrido físico que encubre un itinerario emocional, a Gus Van Sant le han hecho falta tres películas para despojarse de todas las cargas y librarse de las pesadas losas tras su paso por la industria. Porque en Gerry (2002) había un amago de regreso, pero la fijación última en los planos del desierto nos recordaban que todavía quedaba camino por recorrer. En Last Days (2005) hay un coche que regresa, rodeado de otros coches, tras una muerte que antecede a una resurrección cuyo espectro se eleva lentamente hasta más allá de los límites del encuadre. Un trayecto purificador pero al mismo tiempo lacerante, que obliga a su protagonista a enfrentarse a la naturaleza como método curativo, a desaparecer como entidad física y pasar a formar parte de un entorno inhóspito pero inductor del cambio. Pero a diferencia de la pareja de “Gerrys”, Blake ya está listo para dar ese paso desde el principio. El regreso a su mansión solo le sirve para constatar su no pertenencia a este mundo, y de ahí que su segundo excursión a la civilización sea el de aquel que quiere echar un último vistazo atrás antes de acometer un viaje sin retorno.


No resulta trivial el hecho que Gus Van Sant haya partido de tres situaciones verídicas para dar pie a su “trilogía de la muerte”, ya que en todas ellas convive el germen de la deconstrucción de una realidad que nunca podrá ser aprehendida de manera fiel por la ficción. Un trip, iniciado en su “remake” de Psicosis (Psycho. Alfred Hitchcock, 1961), Psycho (1998) –un trabajo tan iconoclasta como estúpido; parece que Gus Van Sant era el único que necesitaba saber que por mucho que se ruede un film de forma idéntica dos veces, el resultado nunca será igual-, y que le ha llevado a un ejercicio de vaciamiento de la realidad que le permita trabajar únicamente con la forma. Tras Gerry, Elephant (2003) viene a ser un interludio casi experimental para comprobar como esas formas ya depuradas funcionan en un universo tan tipificado como el “cine de adolescentes”, pero deviene en fracaso cuando se proporcionan certezas morales donde solo debían existir motivos ocultos. En Last Days, a Van Sant no le interesa en absoluto lo que ocurrió con Kurt Cobain –como tampoco le interesaba, en principio, los sucesos acaecidos en el instituto Columbine- porque incluso es capaz de quebrantar su propia diégesis en busca de otras motivaciones, como demuestra la secuencia en la que el realizador abandona a Blake para centrarse en una pantalla de televisión que emite un vídeo del grupo Boyz II Men. De hecho, la pista sonora pasa a ser un motivo fundamental en Last Days, en tanto que recupera al sonido dentro de un orden contemporáneo donde la imagen lo ha desplazado como principal fuente de estimulación. El sostenido plano fijo de la secuencia en la cual Blake toma la guitarra atestigua el valor concedido por Van Sant al sonido: la ausencia de nuevos estímulos visuales obliga al espectador a concentrarse en otro campo sensorial.

Con su ya finiquitada trilogía, Gus van Sant revela nuevas vías donde termina dando la vuelta y reencontrándose con Andre Bazin, aunque en cierto modo también le de la espalda a éste. Al fin y al cabo, esa búsqueda de la verdad no descansa sobre la realidad tal y como la entendemos, sino en la realidad del cinematográfico, cuya verdad termina reduciéndose a dos parámetros esenciales: el travelling y los cuerpos. Algo, por cierto, no muy lejano a lo que Quentin Tarantino enuncia en su soberbia Death Proof (2007).

Saludos

miércoles, septiembre 19, 2007

[Festivales] Escorto '07, Crónica Día III



En la actualidad, nadie se atrevería a negar la evidencia de las transformaciones que está sufriendo la imagen a raíz del estallido de la tecnología digital. Mientras que rodar en 35mm cada vez resulta más complicado, el acceso al formato digital se encuentra al alcance de cualquiera. La “era YouTube”, esa biblioteca virtual capaz de registrar toda manifestación visual, ha provocado que las imágenes se superpongan unas a otras, que se erijan con fecha de caducidad porque desde que nacen ya están muertas, al estar destinadas a ser aplastadas por las del día siguiente. En definitiva, la democratización de la imagen ha traído consigo la “frivolización” de ésta.

El mundo del cortometraje no es ajeno a esta coyuntura, más bien todo lo contrario. Cada vez más nos encontramos con trabajos (y lamentablemente Escorto ’07 no ha hecho sino constatarlo) que se limitan a la mera idea registrada, a aprovechar las facilidades que concede un formato para explotarlo sin que detrás de ello palpite una necesidad superior. Hemos echado de menos un compromiso, no social, sino hacia la imagen; porque si el cortometraje es cine (que lo es), éste debe contraer una deuda con su sensibilidad, con una voluntad artística que trascienda la simple idea filmada. Se que pecamos de utópicos cuando afirmamos que una imagen debe pretender cambiar el mundo, no sólo registrarlo.

Traumalogía puede ser un ejemplo que nos ratifique en esta última observación. El regreso al cortometraje de Daniel Sánchez Arévalo ilustra la necesidad de acudir a este formato como medio para expresar algo que solo puede ser expresado a partir de sus códigos. De ahí la concreción y la tremenda capacidad de síntesis de una obra que funciona gracias a un compacto guión, a una elocuente puesta en escena prolija en detalles, y a la estupenda performance coral. El resultado es un soberbio esperpento que narra la fractura de una familia cuando la figura unitaria (en este caso, el padre) sufre un infarto durante la boda de uno de sus hijos. La normalidad se hace añicos ante la tragedia (narrada, eso sí, con un sentido del humor muy negro) que actúa como desencadenante de una serie de confesiones que desvelan la disfuncionalidad de un núcleo aparentemente sólido. Al final, no andamos muy lejos de lo hilvanado por Takashi Miike en Visitor Q, es decir, la pervivencia de una familia unida pese a su particular formación. Merecidísimo primer premio del Festival.

Dos obras de animación, de resultados muy desiguales, hicieron avanzar la tarde. Violeta, la Pescadera del Mar Negro (Marc Riba y Anna Solanas) se convirtió contra todo pronóstico y junto a la obra de Velasco Broca, en el cortometraje más atrevido, incómodo y valiente de todo el Certamen. Escabroso hasta la náusea, de hedor absolutamente malsano, obvia por completo cualquier comentario moral ante el día a día de esta especie de May prepúber con extrañas y poco civilizadas habilidades sociales. La elaboradísima animación stop-motion pacta con unos escalofriantes y sensitivos (más que nunca) efectos de sonido, para enfrentarnos a unas imágenes en bruto que aporrean al espectador más curtido en estas batallas genéricas. Por otro lado, es una pena pero a la vez resulta inevitable tener que establecer comparativas con Garto (Luis Gómez), que palidece ante el carisma del cortometraje anterior. Aquí nos topamos con una vistosa animación 3D, deudora de DreamWorks o Pixar, pero que no va más allá de la exhibición técnica. Cualquier comentario adicional está de más ante un trabajo que quizás no mereció formar parte de la Sección Oficial. Sólo recomendable para el disfrute del público infantil.

Antes de abordar la dupla futbolera, destacamos Padam (José Manuel Carrasco), cuya honestidad y sencillez deviene en emotividad, en esta tierna historia de búsqueda de la felicidad por parte de una retraída solterona. Construido al servicio interpretativo de una insuperable Ana Rayo, Padam funciona gracias a su mezcla de naif romanticismo de extrarradio y al delicado comentario social, expresado en forma de susurro para evitar un adoctrinamiento que comienza a ser cargante.

De apasionamientos económicos y futboleros no habla Temporada 92-93 (Alejandro Marzoa), cuya razón de ser se sustenta en el imponente duelo interpretativo entre Alejandro Carlos Blanco y Rafael Miguel de Lira, dos forofos del Celta en estado de agitación ante el último partido de su equipo. Pero la vida les enseñará que hay cosas más importantes a las que atender. Lo que no queda claro es cierta incongruencia argumental, donde choca la divagación sociológica con un tufillo a cuento moral (sino moralista), en ese final demiúrgico donde se intercambia la grúa ascendente por el travelling en retroceso. Otro cortometraje con el fútbol de fondo es Lo importante (Alauda Ruiz de Azúa), que podría pasar perfectamente por un spin-off en formato gag de Los Serrano a la vista de la clónica interpretación de Antonio Resines. Otra historia de superación deportiva con niño, rubricada con un final no tan rompedor como podría parecer. De todos modos, otros nos han contado lo mismo (o peor) de manera más enfática, mucho más larga, y atacando sin remordimientos a nuestro aparato emocional.

Saludos

miércoles, septiembre 12, 2007

[Festivales] Escorto '07, Crónica Día II




La segunda jornada dentro de la Sección Oficial de Escorto 07 se vertebró a través de un tímido intento por esbozar cierta necesidad de esquivar lo cotidiano, de fracturar los códigos que la sociedad concibe para constreñir al individuo. La mayoría de las obras presentadas abrazaban, algunas de forma más concreta, otras más abstractas, teorías de reivindicación de lo espontáneo, bien mediante la representación de una mentira, bien apelando al “fantástico”.

Tanto Equipajes (Toni Bestard) como Elena Quiere (Lino Escalera) participan de una farsa que pretende subvertir los roles tradicionales dibujando a hombres atrapados en rediles femeninos, aunque ambas jueguen desde posiciones enfrentadas. Adoptando un esquema de comedia jocosa más cercano al screwball, de personajes corrientes con un toque extravagante –esa fumadora compulsiva escondida tras su abundante maquillaje y sus gafas de sol-, Equipajes nos presenta un juego a dos bandas entre un hombre y una mujer en la sala de espera de un aeropuerto. El duelo “psicoloco” establecido entre ambos, amparado en una personalidad histriónica por un lado, y en el deseo de pervertir lo monótono por el otro, no esconde su naturaleza frívola así como su finalidad intrascendente; la de un trabajo que acaso funcionaría mejor como materialización abortada de una fantasía masculina. En las antípodas genéricas del cortometraje anterior, Elena Quiere es una dolorosa historia, de exacerbado dramatismo y gravosa carga existencialista acerca de una relación fracasada, y de un fallido intento por reestablecerla. La cuidada puesta en escena así como la trabajada factura técnica no evitan que lo afectadísimo de su desarrollo le haga caer en cierto terrorismo emocional, en una obra que podría pasar por una revisión reflexiva y muy burguesa del subgénero de “stalker-movies”.

Otra de relaciones moribundas es Ludoterapia (León Siminiani), inteligentísima pieza doble de cámara que juega constantemente con las expectativas del espectador para dibujar otro paisaje donde la monotonía termina por reconcomer todo vínculo amoroso. No conviene adelantarse al engaño pergeñado por su realizador mediante la puesta en escena: ni el matrimonio burgués –rigor formal, encuadres geométricos, planos fijos- está tan distanciado, ni la dupla “progre” –cámara en mano, arbitrariedad en el juego de planos- se divierte tanto. Finalmente, un acertado trabajo de montaje acaba por igualar a unas parejas incapaces de solventar su rutina, en este cortometraje que recuerda (y mucho) a las narraciones bicéfalas de Arnaud Desplechin, en particular a su Rois et Reine.

Acercándonos a la figura del actor como herramienta combativa frente al determinismo existencial, Casting (Koen Suidgeest), como su nombre indica, es una reiterativa pieza donde una pléyade de actores declaman ante la cámara las miserias de su profesión, al tiempo que apelan a la necesidad de actuar como terapia vital. No hay mucho que decir sobre esta obra de más que elemental mensaje y una completa y ciertamente vergonzosa autocomplacencia.

Abrumados ante tanta dosis de realismo y aparatos costumbristas, visionar La Marea supone todo un alivio para que los mecanismos del inconsciente despierten de su letargo y comiencen a trabajar. Pese a venir rubricado por tres personas (Iván Sáinz-Pardo, Jim-Box y Dirk Soldner) la impronta del primero se hace notar con especial intención junto a la parvedad de medios con la que suele afrontar el rodaje el segundo de la tríada. La atmósfera suspendida “made in Iván Sáinz-Pardo” se alía con la economía narrativa de Jim-Box para sumirnos en un relato escapista de dos amigos que se pierden en una mañana de surf. Dicen que cuando la realidad comienza a desgarrarse, lo único que queda son los fantasmas, y La Marea acata este axioma del “fantástico” para transportarnos a ese espacio entre el deseo y el deber, entre la responsabilidad y el capricho, en esa lucha interna ante el miedo a crecer y a afrontar ciertas obligaciones. Un cortometraje que de haber sido rodado en Japón, podría venir firmado por Shinji Aoyama.

Por último, El Viaje de Said (Coke Riobóo) es un trabajado corto de animación con la técnica stop-motion, que narra la fuga onírica de un niño marroquí a ese supuesto paraíso que es España. El viaje, convertido en cáustica parábola sobre la inmigración, no es capaz de huir de su planteamiento tendencioso pese a escudarse en un esquema fabulesco. Acaso lo mejor puede encontrarse en la facultad para reírse de varios tópicos patrios, así como en su capacidad para ironizar (sin necesidad de flácidos ejercicios de denuncia social) sobre el conflicto migratorio.

Saludos

jueves, septiembre 06, 2007

[Festivales] Escorto '07, Crónica Día I




La ambición, en ningún caso linda con la arrogancia, la soberbia, o la altivez, más bien todo lo contrario. La ambición dialoga con el sacrificio, el esfuerzo y la abnegación, es sinónimo de perfeccionismo, de arrojo para la consecución de una meta. Sin ambición, uno sólo podría aspirar a Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007), es decir, a crear un anémico palimpsesto de espíritu conformista, conservador y renuente a nuevas formas de escritura. En cambio, con ambición uno puede alcanzar a Death Proof (Quentin Tarantino, 2007), recordando que el pasado -en otras palabras, la complacencia, la resignación- ha de conocerse y estudiarse, pero ante todo debe servir para construir el futuro, sin necesidad de instaurar sumisiones ni pagar incómodos peajes. Si el pasado existe para algo, es que para una vez comprendido, pueda destruirse.

Un ánimo similar recorre las estructuras de ESCORTO, edificado sobre la ambición de convertirse en categórico, en espacio concluyente que defina un estado material y anímico acerca de la situación actual del cortometraje en España. Una primera edición que, sin olvidar los errores del primerizo –no sería justo acuñar solo halagos-, no se conformaba con recoger de aquí o de allá, un poco de esto y otro de aquello, sino pretendía rastrear todos los resquicios que dieran empaque a un panorama en franco crecimiento. El éxito cualitativo final respaldó el trabajo de sus directores. Pero como el aprobado es para perdedores, y vivir de las rentas nunca fue algo que nos motivara, se abre esta segunda edición con el ímpetu de seguir sentando cátedra en la materia. La mediocridad se ha instalado en demasiadas cúpulas como para permitir que nos infecte. ¡Arranca ESCORTO!

Ya en La costra láctea, César Velasco Broca arremetía contra la audiencia dejando claro que palabras como “convencional”, “trillado” o “tópico” no entraban en su diccionario cinematográfico. Lo suyo era algo así como una mezcla bastarda de surrealismo buñueliano, la psicotronía propia de la serie Z, las texturas de Guy Maddin, y los sonidos metálicos de Shinya Tsukamoto. En la muy estimulante Avant Pétalos Grillados regresa en riguroso blanco y negro con un relato distópico donde una sociedad ensimismada y de tintes “babélicos” –en feliz definición de nuestro amigo Bango- es violentada por unos alienígenas demasiado humanos. Su brillante puesta en escena, apoyada en una distanciada estilización que acentúa la geometría deshumanizada de los espacios –esas estancias vacías, los pasillos desolados, la permanente incomunicación de sus moradores, todo evocando al David Cronenberg de Stereo y Crimes of the Future- nos recuerda una vez más la fina línea que separa al binomio Normalidad/Anormalidad, partiendo de ese axioma tan fundamental en la ciencia-ficción como es la percepción de nuestra identidad. Dicen que las obras se dividen en dos tipos: aquellas de las que partimos y aquellas a las que llegamos. Avant Pétalos Grillados se regocija alegremente de formar parte del primer grupo.

Con La Parabólica, Xavi Sala –presente el año pasado en competición con Hiyad- recorre ese camino inverso que buena parte de realizadores se plantean ante la creciente saturación de la forma cinematográfica: la regresión estética hacia una limpieza del encuadre que deriva en una imagen más pura. Y nada como un marco bucólico –un solitario pueblo del interior, un sereno anciano- para ejemplificar el estado de progresiva extinción de esa pureza. La Parabólica, o esa antena que nos descubre una nueva realidad a través de nuestra televisión, no supone (afortunadamente) una perorata acerca de las desgracias que genera la civilización, sino que nos acerca a la temible constatación del intervencionismo mediático en los lugares más insospechados. Las imágenes finales, desprovistas del temple inicial, nos demuestran que nuestro pequeño universo también está abocado a la contaminación. Todo ello sin alzar mucho la voz.

Observando Lo Obvio y lo Obtuso –o al menos, su inicio- acuden a la mente pasajes de las obras vanguardistas de Straub y Huillet, o de los experimentos metafílmicos de Jean-Luc Godard. Sin embargo, las primeras imágenes dan paso a una serie de extractos de entrevistas a invidentes que desvelan su experiencia cinematográfica. Pero todo se revela en impostura cuando aquello que no puede verse es mostrado (y encima poetizado). ¿Cómo mostrar aquello que no puede ser mostrado? El último Wang Bing o el Shoah de Claude Lanzmann nos recuerdan que hay cosas que no pueden ser reconstruidas, solo escuchadas, primero porque volver a filmarlas supone un acto de desagravio y segundo porque la intensidad de esos testimonios supera cualquier intento posterior de darles vida en la ficción. Algo así puede imputársele al trabajo de Nuria Polo, que debería confiar más en un verbo cuya verdad trasciende la propia imagen. Si Lo Obvio y lo Obtuso funciona, lo hace de manera implícita, invitando a reflexionar acerca de las relaciones que establecemos con las imágenes.

Una estructura elíptica, la incógnita argumental, y una red difusa de relaciones, son tres características que tienen en común Tras las Puertas (Chema del Pozo (descanse en paz) y Alberto Quintanilla) y El Pan Nuestro (Aitor Merino). El primero es un atmosférico y muy inteligente trabajo que adoptando un esquema de “cine negro” -cuatro personas, un apartamento, la tensa sensación de que “algo” está sucediendo y el espectador es el único que no lo sabe- nos habla sobre la frustración, el fracaso y los reveses de la existencia. Su mayor atractivo radica, no obstante, en la densidad de lo que cuenta para su escasa duración, así como en el trabajo de dirección artística, al crear un escenario que dice mucho de unos personajes a los que la vida ha terminado golpeando. Por otra parte, El Pan Nuestro aprovecha la coyuntura inmigratoria reciente para construir la espera de una pareja española que llega a Ecuador a ejecutar un negocio. La tirantez psicológica, la enigmática cita, o ese conductor de risa maquiavélica conducen una narración cuyo final golpea al “buenrollismo” propio de los portavoces que proclaman las bondades de la globalización. Acaso pueda achacársele un cierto desequilibrio entre la pretendida crónica social y la escasa tensión del “thriller”.

Jugarte todas tus cartas en un giro final es una estrategia arriesgada con posible fecha de caducidad, sobre todo en el caso de que tengas pocas cosas que contar. Huida (Adriana Franco) exprime todo su potencial en la inquietud de un plano fijo fracturado por una terrible revelación, con el propósito de denunciar una realidad que no descansa. Mientras unos se quedan con el (previsible) “twist”, otros preferimos lo turbador de esos mensajes de voz. Aún así, es una buena oportunidad para reflexionar sobre las fronteras entre el trabajo cinematográfico y el spot televisivo.

Saludos