jueves, septiembre 06, 2007

[Festivales] Escorto '07, Crónica Día I




La ambición, en ningún caso linda con la arrogancia, la soberbia, o la altivez, más bien todo lo contrario. La ambición dialoga con el sacrificio, el esfuerzo y la abnegación, es sinónimo de perfeccionismo, de arrojo para la consecución de una meta. Sin ambición, uno sólo podría aspirar a Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007), es decir, a crear un anémico palimpsesto de espíritu conformista, conservador y renuente a nuevas formas de escritura. En cambio, con ambición uno puede alcanzar a Death Proof (Quentin Tarantino, 2007), recordando que el pasado -en otras palabras, la complacencia, la resignación- ha de conocerse y estudiarse, pero ante todo debe servir para construir el futuro, sin necesidad de instaurar sumisiones ni pagar incómodos peajes. Si el pasado existe para algo, es que para una vez comprendido, pueda destruirse.

Un ánimo similar recorre las estructuras de ESCORTO, edificado sobre la ambición de convertirse en categórico, en espacio concluyente que defina un estado material y anímico acerca de la situación actual del cortometraje en España. Una primera edición que, sin olvidar los errores del primerizo –no sería justo acuñar solo halagos-, no se conformaba con recoger de aquí o de allá, un poco de esto y otro de aquello, sino pretendía rastrear todos los resquicios que dieran empaque a un panorama en franco crecimiento. El éxito cualitativo final respaldó el trabajo de sus directores. Pero como el aprobado es para perdedores, y vivir de las rentas nunca fue algo que nos motivara, se abre esta segunda edición con el ímpetu de seguir sentando cátedra en la materia. La mediocridad se ha instalado en demasiadas cúpulas como para permitir que nos infecte. ¡Arranca ESCORTO!

Ya en La costra láctea, César Velasco Broca arremetía contra la audiencia dejando claro que palabras como “convencional”, “trillado” o “tópico” no entraban en su diccionario cinematográfico. Lo suyo era algo así como una mezcla bastarda de surrealismo buñueliano, la psicotronía propia de la serie Z, las texturas de Guy Maddin, y los sonidos metálicos de Shinya Tsukamoto. En la muy estimulante Avant Pétalos Grillados regresa en riguroso blanco y negro con un relato distópico donde una sociedad ensimismada y de tintes “babélicos” –en feliz definición de nuestro amigo Bango- es violentada por unos alienígenas demasiado humanos. Su brillante puesta en escena, apoyada en una distanciada estilización que acentúa la geometría deshumanizada de los espacios –esas estancias vacías, los pasillos desolados, la permanente incomunicación de sus moradores, todo evocando al David Cronenberg de Stereo y Crimes of the Future- nos recuerda una vez más la fina línea que separa al binomio Normalidad/Anormalidad, partiendo de ese axioma tan fundamental en la ciencia-ficción como es la percepción de nuestra identidad. Dicen que las obras se dividen en dos tipos: aquellas de las que partimos y aquellas a las que llegamos. Avant Pétalos Grillados se regocija alegremente de formar parte del primer grupo.

Con La Parabólica, Xavi Sala –presente el año pasado en competición con Hiyad- recorre ese camino inverso que buena parte de realizadores se plantean ante la creciente saturación de la forma cinematográfica: la regresión estética hacia una limpieza del encuadre que deriva en una imagen más pura. Y nada como un marco bucólico –un solitario pueblo del interior, un sereno anciano- para ejemplificar el estado de progresiva extinción de esa pureza. La Parabólica, o esa antena que nos descubre una nueva realidad a través de nuestra televisión, no supone (afortunadamente) una perorata acerca de las desgracias que genera la civilización, sino que nos acerca a la temible constatación del intervencionismo mediático en los lugares más insospechados. Las imágenes finales, desprovistas del temple inicial, nos demuestran que nuestro pequeño universo también está abocado a la contaminación. Todo ello sin alzar mucho la voz.

Observando Lo Obvio y lo Obtuso –o al menos, su inicio- acuden a la mente pasajes de las obras vanguardistas de Straub y Huillet, o de los experimentos metafílmicos de Jean-Luc Godard. Sin embargo, las primeras imágenes dan paso a una serie de extractos de entrevistas a invidentes que desvelan su experiencia cinematográfica. Pero todo se revela en impostura cuando aquello que no puede verse es mostrado (y encima poetizado). ¿Cómo mostrar aquello que no puede ser mostrado? El último Wang Bing o el Shoah de Claude Lanzmann nos recuerdan que hay cosas que no pueden ser reconstruidas, solo escuchadas, primero porque volver a filmarlas supone un acto de desagravio y segundo porque la intensidad de esos testimonios supera cualquier intento posterior de darles vida en la ficción. Algo así puede imputársele al trabajo de Nuria Polo, que debería confiar más en un verbo cuya verdad trasciende la propia imagen. Si Lo Obvio y lo Obtuso funciona, lo hace de manera implícita, invitando a reflexionar acerca de las relaciones que establecemos con las imágenes.

Una estructura elíptica, la incógnita argumental, y una red difusa de relaciones, son tres características que tienen en común Tras las Puertas (Chema del Pozo (descanse en paz) y Alberto Quintanilla) y El Pan Nuestro (Aitor Merino). El primero es un atmosférico y muy inteligente trabajo que adoptando un esquema de “cine negro” -cuatro personas, un apartamento, la tensa sensación de que “algo” está sucediendo y el espectador es el único que no lo sabe- nos habla sobre la frustración, el fracaso y los reveses de la existencia. Su mayor atractivo radica, no obstante, en la densidad de lo que cuenta para su escasa duración, así como en el trabajo de dirección artística, al crear un escenario que dice mucho de unos personajes a los que la vida ha terminado golpeando. Por otra parte, El Pan Nuestro aprovecha la coyuntura inmigratoria reciente para construir la espera de una pareja española que llega a Ecuador a ejecutar un negocio. La tirantez psicológica, la enigmática cita, o ese conductor de risa maquiavélica conducen una narración cuyo final golpea al “buenrollismo” propio de los portavoces que proclaman las bondades de la globalización. Acaso pueda achacársele un cierto desequilibrio entre la pretendida crónica social y la escasa tensión del “thriller”.

Jugarte todas tus cartas en un giro final es una estrategia arriesgada con posible fecha de caducidad, sobre todo en el caso de que tengas pocas cosas que contar. Huida (Adriana Franco) exprime todo su potencial en la inquietud de un plano fijo fracturado por una terrible revelación, con el propósito de denunciar una realidad que no descansa. Mientras unos se quedan con el (previsible) “twist”, otros preferimos lo turbador de esos mensajes de voz. Aún así, es una buena oportunidad para reflexionar sobre las fronteras entre el trabajo cinematográfico y el spot televisivo.

Saludos

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