Jordi Balló y Xavier Pérez nos recordaban que “cualquier relato significa movimiento: el héroe clásico de las narraciones de aventuras se desplaza en el tiempo y en el espacio para cumplir una misión sublime a la que dedicará un derroche ilimitado de energía, con riesgo de perder la vida, si es necesario”. Lo cierto es que los héroes de Gus Van Sant no son precisamente los protagonistas de una gran narración de aventuras, ni mucho menos pueden entroncarse dentro del “clasicismo”, pero sí se desplazan en el tiempo y en el espacio, y su misión puede ser tan sublime como la de Jasón en busca del vellocino, porque al fin y al cabo se trata de un reencuentro consigo mismos que, curiosamente, les llevará a perder la vida en tan arriesgada empresa.
Si la literatura y el cine nos han enseñado que el viaje es un recorrido físico que encubre un itinerario emocional, a Gus Van Sant le han hecho falta tres películas para despojarse de todas las cargas y librarse de las pesadas losas tras su paso por la industria. Porque en Gerry (2002) había un amago de regreso, pero la fijación última en los planos del desierto nos recordaban que todavía quedaba camino por recorrer. En Last Days (2005) hay un coche que regresa, rodeado de otros coches, tras una muerte que antecede a una resurrección cuyo espectro se eleva lentamente hasta más allá de los límites del encuadre. Un trayecto purificador pero al mismo tiempo lacerante, que obliga a su protagonista a enfrentarse a la naturaleza como método curativo, a desaparecer como entidad física y pasar a formar parte de un entorno inhóspito pero inductor del cambio. Pero a diferencia de la pareja de “Gerrys”, Blake ya está listo para dar ese paso desde el principio. El regreso a su mansión solo le sirve para constatar su no pertenencia a este mundo, y de ahí que su segundo excursión a la civilización sea el de aquel que quiere echar un último vistazo atrás antes de acometer un viaje sin retorno.
Si la literatura y el cine nos han enseñado que el viaje es un recorrido físico que encubre un itinerario emocional, a Gus Van Sant le han hecho falta tres películas para despojarse de todas las cargas y librarse de las pesadas losas tras su paso por la industria. Porque en Gerry (2002) había un amago de regreso, pero la fijación última en los planos del desierto nos recordaban que todavía quedaba camino por recorrer. En Last Days (2005) hay un coche que regresa, rodeado de otros coches, tras una muerte que antecede a una resurrección cuyo espectro se eleva lentamente hasta más allá de los límites del encuadre. Un trayecto purificador pero al mismo tiempo lacerante, que obliga a su protagonista a enfrentarse a la naturaleza como método curativo, a desaparecer como entidad física y pasar a formar parte de un entorno inhóspito pero inductor del cambio. Pero a diferencia de la pareja de “Gerrys”, Blake ya está listo para dar ese paso desde el principio. El regreso a su mansión solo le sirve para constatar su no pertenencia a este mundo, y de ahí que su segundo excursión a la civilización sea el de aquel que quiere echar un último vistazo atrás antes de acometer un viaje sin retorno.
No resulta trivial el hecho que Gus Van Sant haya partido de tres situaciones verídicas para dar pie a su “trilogía de la muerte”, ya que en todas ellas convive el germen de la deconstrucción de una realidad que nunca podrá ser aprehendida de manera fiel por la ficción. Un trip, iniciado en su “remake” de Psicosis (Psycho. Alfred Hitchcock, 1961), Psycho (1998) –un trabajo tan iconoclasta como estúpido; parece que Gus Van Sant era el único que necesitaba saber que por mucho que se ruede un film de forma idéntica dos veces, el resultado nunca será igual-, y que le ha llevado a un ejercicio de vaciamiento de la realidad que le permita trabajar únicamente con la forma. Tras Gerry, Elephant (2003) viene a ser un interludio casi experimental para comprobar como esas formas ya depuradas funcionan en un universo tan tipificado como el “cine de adolescentes”, pero deviene en fracaso cuando se proporcionan certezas morales donde solo debían existir motivos ocultos. En Last Days, a Van Sant no le interesa en absoluto lo que ocurrió con Kurt Cobain –como tampoco le interesaba, en principio, los sucesos acaecidos en el instituto Columbine- porque incluso es capaz de quebrantar su propia diégesis en busca de otras motivaciones, como demuestra la secuencia en la que el realizador abandona a Blake para centrarse en una pantalla de televisión que emite un vídeo del grupo Boyz II Men. De hecho, la pista sonora pasa a ser un motivo fundamental en Last Days, en tanto que recupera al sonido dentro de un orden contemporáneo donde la imagen lo ha desplazado como principal fuente de estimulación. El sostenido plano fijo de la secuencia en la cual Blake toma la guitarra atestigua el valor concedido por Van Sant al sonido: la ausencia de nuevos estímulos visuales obliga al espectador a concentrarse en otro campo sensorial.
Con su ya finiquitada trilogía, Gus van Sant revela nuevas vías donde termina dando la vuelta y reencontrándose con Andre Bazin, aunque en cierto modo también le de la espalda a éste. Al fin y al cabo, esa búsqueda de la verdad no descansa sobre la realidad tal y como la entendemos, sino en la realidad del cinematográfico, cuya verdad termina reduciéndose a dos parámetros esenciales: el travelling y los cuerpos. Algo, por cierto, no muy lejano a lo que Quentin Tarantino enuncia en su soberbia Death Proof (2007).
Con su ya finiquitada trilogía, Gus van Sant revela nuevas vías donde termina dando la vuelta y reencontrándose con Andre Bazin, aunque en cierto modo también le de la espalda a éste. Al fin y al cabo, esa búsqueda de la verdad no descansa sobre la realidad tal y como la entendemos, sino en la realidad del cinematográfico, cuya verdad termina reduciéndose a dos parámetros esenciales: el travelling y los cuerpos. Algo, por cierto, no muy lejano a lo que Quentin Tarantino enuncia en su soberbia Death Proof (2007).
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