En la reseña de
Dead or Alive (DOA: Hanzaisha, 1996), comentaba que Takashi Miike siempre me ha parecido una especie de espía, aquel que nos desvela qué se esconde realmente tras la idílica fachada de ese Japón “de manual” que nos intentan vender en muchos sitios. Su obra, analizándola más allá de sus depravaciones y salidas de tono habituales, adquiere un carácter de crónica social subterránea, de desglose exhaustivo de las represiones y frustraciones de “salary-men” y
yakuzas contemporáneos.
Por supuesto, su trabajo para la serie
Masters of Horror no es ajeno a esta temática. En
Imprint, Miike recurre a la figura de un "gaijin" (o extranjero) que viaja a Japón con una motivación irremediablemente romántica –recuperar a un antiguo amor y llevarlo de vuelta a los Estados Unidos-, para percutir en su visión nada halagüeña de la sociedad nipona, perfilando dantescas estampas acerca de la prostitución, el aborto, la pederastia, o el incesto. Se podría decir que
Imprint es el reverso oscuro de la complaciente
Memorias de una geisha (Memoirs of a geisha. Rob Marshall, 2005), artificioso vehículo para la congratulación del público occidental con el imaginario exótico oriental, o incluso una relectura de aquello que inteligentemente nos contaba Kenji Mizoguchi en films como
La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956) filtrado tras el manto del horror. De ahí que lejos de ese mundo sofisticado, de ambientes galantes y cortesanas tuteladas para proporcionar placer, Miike nos muestre un territorio hostil atestado de seres grotescos, transmutando una bella habitación en un escalofriante cubículo donde los celos y las rivalidades devienen en sádicas torturas.
Al igual que en su trabajo para el film colectivo
Three Extremes (Saam gaang yi, 2004), Miike parece situar su historia en un contexto físicamente inestable, entre el sueño y la vigilia, en una especie de limbo cercano al purgatorio –y que se tornará en Hades- donde las almas pagan por sus pecados cometidos. Detalles como la brumosa charca que abre su capítulo, que remite a la mitología griega, en particular a la laguna Estigia donde Caronte transportaba a los espíritus hacia el mundo de los muertos, o el hecho de que Miike nunca se deshaga en planos generales, nos permite intuir la construcción de un estado mental, enfatizado además por el uso opresivo del cromatismo y el trabajo atmosférico. Así, la historia –basada en una novela de Shimako Iwai- puede interpretarse como una bajada personal a los infiernos, donde ese enigmático burdel actuaría como resorte de los demonios interiores del protagonista, un horrible Billy Drago con muchos secretos por desvelar. Por último, también hay quienes han querido ver en él una especie de metáfora sociopolítica en forma de crítica acerca de la intervención norteamericana en Japón, debate que surge de manera espontánea ante casi cualquier largometraje que maneje a extranjeros en tierras niponas, y sobre el que prefiero mantenerme al margen.
A todo esto, es necesario reconocer que Imprint no es una obra perfecta ni mucho menos. Si bien estéticamente el trabajo de Miike refuerza esa imagen de circo de los horrores, y el resultado es bastante personal dentro de los límites de trabajar bajo producción norteamericana (1) –cf. la estirada duración de los planos-, la estructura narrativa peca de cierta redundancia y estatismo, en particular dado el desmedido uso del flashback y de un subrayado tosco que deriva en un innecesario efectismo. Igualmente, la secuencia de tortura se alarga de manera inexcusable, buscando esa pretendida marca de fábrica que no por característica es menos gratuita.
Valdría la pena preguntarse si el cine de Takashi Miike envejecerá mal, si dentro de unos treinta años volveremos a ver sus películas y esbozaremos una sonrisa socarrona ante ese catálogo de atrocidades que nos ofrece su obra, pero como el simple resultado de recordar que una vez apareció un director de cine japonés que se atrevió a mostrar lo que muchos piensan/pensamos, pero que nadie se atreve a decir en voz alta. Tal es el ritmo al que procesamos y desdramatizamos las imágenes, en nuestra reacción cada vez más frívola ante la violencia en pantalla, que me pregunto si el día de mañana sus largometrajes serán precisamente eso, un mero despliegue de sadismo ya superado. Es por ello por lo que nos toca bucear, leer entre líneas, despegarnos de las tontas reivindicaciones freaks, para sacar a la luz la verdadera naturaleza de su cine que sin duda existe, más allá de su evidente faceta de trasgresor. Y también obviamente disfrutar del presente, de divertirnos con la incorrección de un trabajo como Imprint, donde por cierto, se nota la huella (y mucho) del malogrado cineasta nipón Nobuo Nagakawa, y en particular, de uno de sus mejores trabajos, Jigoku (1960).
(1) Quizás uno de los aspectos más antinaturales del capítulo sea el hecho de que los actores hablen en inglés, por muy básica que sea su pronunciación.
Saludos