Apocalypto se abre con una cita de Will Durant que reza: “Una gran civilización no se conquista desde fuera hasta que se ha destruido desde dentro”. No deja de ser paradójico que mientras el último (y monumental) trabajo de Mel Gibson arranca con tan fehaciente sentencia, La caída del Imperio Romano de Anthony Mann da sus postreros coletazos a la vez que una voz en off pronuncia una frase muy parecida. Y es que hay no pocas coincidencias entre esa huida de Livius y Lucilla a través de una ciudad que se resquebraja carcomida por el fuego de la degradación moral, la opulencia y el odio, y el violento escape de Jaguar Paw, dejando atrás una metrópoli donde el hombre es masacrado por el hombre en pos de un supuesto bien elevado, y donde el desarrollo y la civilización van unidos a la marginación, la esclavitud y la humillación. Lejos de establecer fatuas comparaciones, la equivalencia no resulta nada baladí cuando estamos hablando de dos directores situados fuera del sistema: Anthony Mann se había marchado a rodar fuera de los Estados Unidos –si bien con dinero norteamericano- y su muerte rondaba próxima, mientras que a Mel Gibson no le ha faltado mucho tiempo para abandonar el manto castrante de las productoras de Hollywood tras Braveheart –película sobre la que por cierto, urge volver-, y posicionarse como un artista celosamente independiente, liberado por completo de cualquier corriente de pensamiento mayoritario. Ambos directores, a su manera, desde el suntuoso colossal o el género puro de aventuras, se acercan a la destrucción de grandes imperios, a su disolución desde el interior de sus entrañas impulsada por su propia ansia de poder y control, pero sobre todo, a la generalización de esta tesis, volviendo al pasado para mirar al presente...o al futuro.
¿Por qué nos perturba el cine de Mel Gibson? ¿Por qué sus películas nos disgustan, nos irritan o por el contrario, nos fascinan? ¿Qué mecanismos pone en funcionamiento su arte más allá de los miopes y limitados juicios de valor sobre la figura social de su autor? Pues bien, allá por el 2004 el matrimonio formado por Yervant Gianikian y Ricci Lucchi presentaba Oh, Uomo!, un hiriente documental que recoge y remonta imágenes de archivo procedentes de soldados tullidos como consecuencia de la guerra, y en el que se muestra sin relativismos morales los rostros desfigurados de los supervivientes, sus miembros amputados, en definitiva, el horror de la guerra proyectada en las mutilaciones físicas que ella provoca. En uno de los actos de censura encubierta más lamentables que se recuerdan, el Museo Reina Sofía se negó a proyectar el trabajo bajo la repugnante excusa de que el film requería “una audiencia distinta del público del Reina Sofía”. Este hecho pone de manifiesto las barreras que actualmente ponemos al arte –y en particular al cine- para que reflexione sobre la realidad, para que nos hable sin tapujos sobre ella. Por un lado, diariamente somos capaces de digerir con la mayor indiferencia las imágenes más escalofriantes con las que los telediarios nos asedian, que buscan de manera efectista llamar nuestra atención para evitar que pulsemos otra tecla del mando a distancia, sin que ni siquiera nos preguntemos el porqué de su significado, deglutando sin pensar ni reflexionar sobre ellas. Sin embargo, cuando asistimos a una sala de cine, el menor atisbo de violencia ya nos incomoda, nos repulsa, evitamos y condenamos ipso facto al film en cuestión, tildándolo de gratuito. No ponemos trabas cuando la violencia se nos presenta de forma espectacularizada, vacía de significado, cuando es ejercida por una vengadora de pseudónimo La Novia, o cuando miles de coches chocan de manera grandilocuente en una autopista cualquiera dentro de una película de Michael Bay. En cambio, nos sentimos agredidos cuando nos enfrentamos al martirio de un hombre o a la cruda supervivencia de un nativo que solo pretende salvar a su familia.
El cine de Mel Gibson pone en práctica sus armas desde esta disyuntiva moral, nos enfrenta a la violencia ejercida sin motivo aparente, nos fuerza a mirar al abismo del ser humano, a contemplar sus peores demonios. Poco hay de razonable en la tortura sufrida por William Wallace, en el inhumano despliegue de sadismo que sufre Jesucristo durante su Pasión, o en los sacrificios religiosos de Apocalypto. Su arte nos incomoda porque esa delectación sádica en la carne que se desprende, en el rostro ensangrentado, en las piernas demolidas, nos obligan a buscar una justificación moral que lo explique, que lo absuelva. El cine de Mel Gibson es el precipicio al cual no queremos mirar, porque lo que hay en él es tan horrible y oscuro que no podemos soportarlo: es el Mal practicado desde la sinrazón, sin ningún tipo de coartadas. Lo detestamos porque sabemos que somos capaces de hacerlo, y eso nos aterroriza. Pero también existe algo personal y propio de su autor en esa catarsis de la sangre. Bulle por debajo cierta redención primitiva (y católica), una manera de purgar los pecados en base a la contemplación a veces ensimismada de la violencia; un ejercicio de exorcismo físico en forma de agónico martirio y doliente vía crucis demasiado repetido como para ser considerado venial.
Empero, esa misma repulsa es la base de su tremenda atracción, aquella que nos mueve de manera un tanto libidinosa a visionar sus películas. Tanto La Pasión de Cristo como Apocalypto hacen bueno el vocablo ambivalencia, término psicoanalítico acuñado por Bleuler que hace referencia a “la copresencia de afectos, tendencias o pulsiones opuestas y su conflicto en el psiquismo del sujeto” (1); es decir, sus largometrajes nos atraen tanto como nos repelen porque activan esas teclas escondidas que nos conectan con nuestros impulsos más primarios, con ese yo sepultado. ¿Y qué es Apocalypto sino la vuelta al principio, la necesidad de regresar al comienzo, de despojarnos de las malditas restricciones que la sociedad nos ha impuesto y volvernos así un poco más libres (2)? Apocalypto conecta precisamente a un nivel visceral porque nos devuelve a nuestro hábitat natural, actúa como un retorno del ser humano al lugar de dónde procede. Es un artefacto cinematográfico puramente primitivo, tremendamente básico, tan primario como puede serlo la lucha por la supervivencia en un entorno hostil, la persecución por parte de los propios congéneres, o la protección de nuestra progenie. Lo bueno y lo malo, lo que nos ayuda y lo que nos detiene. No hay más porque no tiene que haber más. De ahí que Gibson vislumbre esa urbe maya desde la decadencia, desde la putrefacción de sus cimientos: esa sociedad jerarquizada donde los pobres malviven y perecen en su periferia, los ancianos carecen de cabida porque ya no son válidos, las clases dominantes se entregan al espectáculo de la carne y lo usan como herramienta de dominación ante el populacho ignorante….aunque no por contraste el entorno selvático se convierte entonces en un lugar edénico mancillado por el hombre. No estamos pues ante el espíritu panteísta de Terence Malick en El nuevo mundo; la jungla no es precisamente un paraíso ni es divisado desde el esteticismo. Es un entorno peligroso, extremo, en el cual es necesario matar para sobrevivir. Incluso el uso del formato digital incrementa esa sensación de riesgo, de peligro: la cámara hace a los cuerpos más rápidos y ágiles, nos muestra sus imperfecciones, los hace más humanos, más cercanos, a diferencia de la estilización del celuloide.
Con Apocalypto, Gibson se alinea en una línea de pensamiento duro, cercano a los axiomas del anarcoprimitivismo o incluso a las teorías de John Zerzan. Sus postulados parecen partir de la frase de John Moore que resume así los principios de este radical estilo de pensamiento: “descubrir, desafiar y abolir todas las formas de poder que estructuran al individuo, a las relaciones sociales y a las interacciones con el mundo natural” (3). Y lo hace partiendo de un género tan poderosamente humano como la aventura de supervivencia, de conservación de la vida, donde, sin despreciar los dispositivos del relato de acción, expone su exaltada y nada conservadora visión del mundo. Apocalypto pertenece por méritos propios al territorio de obras maestras como Los Vikingos de Richard Fleischer, a largometrajes que sin dejar de lado el poso reflexivo, no tienen miedo de convertirse en apasionantes tratados de aventuras.
Mucho le costó a David Cronenberg entrar en un supuesto Olimpo de los creadores. Tuvo que pasar mucho tiempo para que muchos dejaran de ver en sus obras un simple montón de llagas supurantes, de dolorosos eczemas, de aberrantes mutaciones. De hecho, él también tuvo que poner de su parte y convertirse en un intelectual de pose afectada (AJ Navarro dixit) para demostrar a la crítica que su arte iba un poco más allá. Pero mucho nos tememos que Mel Gibson está demasiado loco como para aplacarse a estas alturas del juego. Y eso no deja de ser una extraordinaria noticia.
(1) Gubern, Román. La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. Anagrama. 2005. Pág. 285.
(2) Atención en este sentido a la frase que cierra literalmente la película, donde Jaguar Paw le dice a su esposa: “volvamos al principio”.
(3) Extraída de http://www.eco-action.org/dt/primer.html
Saludos