miércoles, enero 31, 2007

[CineAsia Vol. 15] Clara Law



En el próximo volumen de la revista CineAsia (que debería estar ya a la venta) un servidor publica un artículo sobre la figura de la realizadora Clara Law, analizando varias de las constantes de su cine. La ocasión no sería tan especial si no fuera porque es mi primera publicación en papel escrito, algo por lo que, evidentemente, estoy muy contento.

La reciente edición en dvd por parte de Notro Films de "Luna de Otoño", que se une a la que ya editara de "La Diosa del Asfalto", nos permite ahondar un poco más en los directores que formaron parte de la llamada "Segunda Ola" del cine hongkonés, comandada por los reconocidos Wong Kar-Wai y Stanley Kwan. Una generación que nunca perdió de vista la mirada antropológica sobre un país que mutaba a pasos agigantados y, en este sentido, la que ocupa estas líneas, Clara Law, exploró la noción de pertenencia y de identidad de forma más directa y explícita que la mayoría de sus coetáneos....

Saludos

martes, enero 30, 2007

[Hollywood] "The Woods" (2006) de Lucky McKee: Pasos en falso


La historia del cine se encuentra marcada por numerosísimos casos de desavenencias entre el director y los productores, que dan como resultado desde el gracioso Alan Smithee, al no reconocimiento entre ambas instancias, o a una feroz lucha por los derechos finales sobre el trabajo en cuestión. Sin ánimo de entrar en la citación de algunos nombres ilustres, podemos afirmar que The Woods –traducida aquí como El bosque maldito- ya ha pasado a formar parte de este desgraciado club. La última película del talentoso Lucky McKee, financiada por United Artists, ha sufrido problemas desde el rodaje hasta su distribución, pasando por una interminable fase de remontaje que ha culminado en un corte de 81 minutos estrenado directamente en España en formato dvd, tras haber vagado durante unos cuantos años por el limbo de los productos sin salida comercial. Por ello, habría que preguntarle a Lucky McKee cuánto del producto final es suyo, en qué ha tenido que ceder y cuántos imponderables ha sufrido su trabajo, habida cuenta que lo que nos ha llegado a nuestro país es un largometraje irregular, atractivo pero deficiente, y con ciertos brochazos impropios de quien esperábamos muchísimo más.

The Woods, recordemos, no parte de un guión del propio McKee, pero se adapta a unas intenciones que se evidencian vista la escasa pero reconocible trayectoria del realizador estadounidense. Por encima de todo, pretende convertirse en un homenaje de McKee a Darío Argento, en particular a Suspiria –y no tanto La residencia, como se ha comentado en diversos foros. Un internado femenino alejado del núcleo urbano, una joven introvertida y problemática que se une al grupo de estudiantes, unas estrictas profesoras con mucho que esconder, y el abono del fantástico que poco a poco hace crecer la planta de lo enigmático y lo intangible. También es cierto que estamos alejados del hiperbólico formalismo de Argento, de su sobresaturación cromática, porque McKee es uno de esos pocos cineastas que sabe hacer uso de la cita sin convertirla en un cliché, imponiendo por encima de todo aquello que desea contar; un hecho manifestado en Sick Girl, su brillante trabajo para Masters of Horror, capaz de unir al Argento de Phenomena y al Cronenberg de Vinieron de dentro de… sin perder de vista las propias motivaciones.


¿Y cuáles son las motivaciones de McKee? Su universo, aún joven y en formación pero sobrado de energía, se adentra en la psique de la mujer para elaborar un discurso sobre las relaciones humanas, la necesidad mutua, la soledad, la envidia y la discriminación, e incluso el lesbianismo; un microcosmos que no está libre de perversidad y de insania, pero perfectamente barnizado por un esteticismo límpido, cristalino, destilado a través de un bello trabajo en la composición del plano.

En The Woods hay detalles que remiten a su cine, y en particular a la maravillosa May: estamos una vez más ante ese universo femenino, en esta ocasión exacerbado por la contextualización del film, la presencia de una adolescente inadaptada y especial, las dificultades para encontrar su sitio en un ambiente enrarecido, la poca predisposición del resto de personajes para que encuentre acomodo en la residencia, y también un conato de relación lésbica con otra estudiante, tan vagamente esbozado en imágenes que el espectador debe esforzarse en imaginárselo. Sin embargo, no hay profundidad ni apuntalamiento que eleve la trama de The Woods por encima de su convencional punto de partida. Los detalles se quedan en ello, en meras notas reconocibles; los personajes se adhieren a su superficie –a sus tics- sin ánimo de ir más allá; se echa de menos más tensión sexual, un ímpetu más carnal en sus actividades; porque a pesar de su conseguida atmósfera tenebrosa, The Woods es una obra demasiado pura, muy poco gamberra.

Pero el mayor problema radica en que The Woods es una película excesivamente narrativa para lo poco que tiene que contar. La trama se desespera en avanzar, en cumplir sus (muy) escasos 81 minutos para dar solución a un enigma que nunca termina de satisfacer. Se pierde en la respuesta a un mac-guffin que no deja tras de sí ningún elemento con el que reflexionar a posteriori. The Woods es un cuento sin moraleja, una fábula sin doble cara. Por ello se añoran los puntos de fuga de un film como May, sus digresiones narrativas que nos hablan de sus personajes, que los liberan de sus actitudes psicóticas y les confieren vida propia, al igual que a la pareja protagonista de Sick Girl. Y eso que The Woods tiene elementos para recordar, secuencias donde el talento de McKee aparece con cuentagotas, instantes álgidos que nos mantienen en vilo hasta que finalmente se rinde al culto inane al plano corto y al insípido flashback fotográfico. ¿Tendrá también McKee culpa de esto último?

Saludos

martes, enero 23, 2007

[Estreno] "Apocalypto" (2006) de Mel Gibson: El apocalipsis de la civilización


Apocalypto se abre con una cita de Will Durant que reza: “Una gran civilización no se conquista desde fuera hasta que se ha destruido desde dentro”. No deja de ser paradójico que mientras el último (y monumental) trabajo de Mel Gibson arranca con tan fehaciente sentencia, La caída del Imperio Romano de Anthony Mann da sus postreros coletazos a la vez que una voz en off pronuncia una frase muy parecida. Y es que hay no pocas coincidencias entre esa huida de Livius y Lucilla a través de una ciudad que se resquebraja carcomida por el fuego de la degradación moral, la opulencia y el odio, y el violento escape de Jaguar Paw, dejando atrás una metrópoli donde el hombre es masacrado por el hombre en pos de un supuesto bien elevado, y donde el desarrollo y la civilización van unidos a la marginación, la esclavitud y la humillación. Lejos de establecer fatuas comparaciones, la equivalencia no resulta nada baladí cuando estamos hablando de dos directores situados fuera del sistema: Anthony Mann se había marchado a rodar fuera de los Estados Unidos –si bien con dinero norteamericano- y su muerte rondaba próxima, mientras que a Mel Gibson no le ha faltado mucho tiempo para abandonar el manto castrante de las productoras de Hollywood tras Braveheart –película sobre la que por cierto, urge volver-, y posicionarse como un artista celosamente independiente, liberado por completo de cualquier corriente de pensamiento mayoritario. Ambos directores, a su manera, desde el suntuoso colossal o el género puro de aventuras, se acercan a la destrucción de grandes imperios, a su disolución desde el interior de sus entrañas impulsada por su propia ansia de poder y control, pero sobre todo, a la generalización de esta tesis, volviendo al pasado para mirar al presente...o al futuro.


¿Por qué nos perturba el cine de Mel Gibson? ¿Por qué sus películas nos disgustan, nos irritan o por el contrario, nos fascinan? ¿Qué mecanismos pone en funcionamiento su arte más allá de los miopes y limitados juicios de valor sobre la figura social de su autor? Pues bien, allá por el 2004 el matrimonio formado por Yervant Gianikian y Ricci Lucchi presentaba Oh, Uomo!, un hiriente documental que recoge y remonta imágenes de archivo procedentes de soldados tullidos como consecuencia de la guerra, y en el que se muestra sin relativismos morales los rostros desfigurados de los supervivientes, sus miembros amputados, en definitiva, el horror de la guerra proyectada en las mutilaciones físicas que ella provoca. En uno de los actos de censura encubierta más lamentables que se recuerdan, el Museo Reina Sofía se negó a proyectar el trabajo bajo la repugnante excusa de que el film requería “una audiencia distinta del público del Reina Sofía”. Este hecho pone de manifiesto las barreras que actualmente ponemos al arte –y en particular al cine- para que reflexione sobre la realidad, para que nos hable sin tapujos sobre ella. Por un lado, diariamente somos capaces de digerir con la mayor indiferencia las imágenes más escalofriantes con las que los telediarios nos asedian, que buscan de manera efectista llamar nuestra atención para evitar que pulsemos otra tecla del mando a distancia, sin que ni siquiera nos preguntemos el porqué de su significado, deglutando sin pensar ni reflexionar sobre ellas. Sin embargo, cuando asistimos a una sala de cine, el menor atisbo de violencia ya nos incomoda, nos repulsa, evitamos y condenamos ipso facto al film en cuestión, tildándolo de gratuito. No ponemos trabas cuando la violencia se nos presenta de forma espectacularizada, vacía de significado, cuando es ejercida por una vengadora de pseudónimo La Novia, o cuando miles de coches chocan de manera grandilocuente en una autopista cualquiera dentro de una película de Michael Bay. En cambio, nos sentimos agredidos cuando nos enfrentamos al martirio de un hombre o a la cruda supervivencia de un nativo que solo pretende salvar a su familia.

El cine de Mel Gibson pone en práctica sus armas desde esta disyuntiva moral, nos enfrenta a la violencia ejercida sin motivo aparente, nos fuerza a mirar al abismo del ser humano, a contemplar sus peores demonios. Poco hay de razonable en la tortura sufrida por William Wallace, en el inhumano despliegue de sadismo que sufre Jesucristo durante su Pasión, o en los sacrificios religiosos de Apocalypto. Su arte nos incomoda porque esa delectación sádica en la carne que se desprende, en el rostro ensangrentado, en las piernas demolidas, nos obligan a buscar una justificación moral que lo explique, que lo absuelva. El cine de Mel Gibson es el precipicio al cual no queremos mirar, porque lo que hay en él es tan horrible y oscuro que no podemos soportarlo: es el Mal practicado desde la sinrazón, sin ningún tipo de coartadas. Lo detestamos porque sabemos que somos capaces de hacerlo, y eso nos aterroriza. Pero también existe algo personal y propio de su autor en esa catarsis de la sangre. Bulle por debajo cierta redención primitiva (y católica), una manera de purgar los pecados en base a la contemplación a veces ensimismada de la violencia; un ejercicio de exorcismo físico en forma de agónico martirio y doliente vía crucis demasiado repetido como para ser considerado venial.


Empero, esa misma repulsa es la base de su tremenda atracción, aquella que nos mueve de manera un tanto libidinosa a visionar sus películas. Tanto La Pasión de Cristo como Apocalypto hacen bueno el vocablo ambivalencia, término psicoanalítico acuñado por Bleuler que hace referencia a “la copresencia de afectos, tendencias o pulsiones opuestas y su conflicto en el psiquismo del sujeto” (1); es decir, sus largometrajes nos atraen tanto como nos repelen porque activan esas teclas escondidas que nos conectan con nuestros impulsos más primarios, con ese yo sepultado. ¿Y qué es Apocalypto sino la vuelta al principio, la necesidad de regresar al comienzo, de despojarnos de las malditas restricciones que la sociedad nos ha impuesto y volvernos así un poco más libres (2)? Apocalypto conecta precisamente a un nivel visceral porque nos devuelve a nuestro hábitat natural, actúa como un retorno del ser humano al lugar de dónde procede. Es un artefacto cinematográfico puramente primitivo, tremendamente básico, tan primario como puede serlo la lucha por la supervivencia en un entorno hostil, la persecución por parte de los propios congéneres, o la protección de nuestra progenie. Lo bueno y lo malo, lo que nos ayuda y lo que nos detiene. No hay más porque no tiene que haber más. De ahí que Gibson vislumbre esa urbe maya desde la decadencia, desde la putrefacción de sus cimientos: esa sociedad jerarquizada donde los pobres malviven y perecen en su periferia, los ancianos carecen de cabida porque ya no son válidos, las clases dominantes se entregan al espectáculo de la carne y lo usan como herramienta de dominación ante el populacho ignorante….aunque no por contraste el entorno selvático se convierte entonces en un lugar edénico mancillado por el hombre. No estamos pues ante el espíritu panteísta de Terence Malick en El nuevo mundo; la jungla no es precisamente un paraíso ni es divisado desde el esteticismo. Es un entorno peligroso, extremo, en el cual es necesario matar para sobrevivir. Incluso el uso del formato digital incrementa esa sensación de riesgo, de peligro: la cámara hace a los cuerpos más rápidos y ágiles, nos muestra sus imperfecciones, los hace más humanos, más cercanos, a diferencia de la estilización del celuloide.

Con Apocalypto, Gibson se alinea en una línea de pensamiento duro, cercano a los axiomas del anarcoprimitivismo o incluso a las teorías de John Zerzan. Sus postulados parecen partir de la frase de John Moore que resume así los principios de este radical estilo de pensamiento: “descubrir, desafiar y abolir todas las formas de poder que estructuran al individuo, a las relaciones sociales y a las interacciones con el mundo natural” (3). Y lo hace partiendo de un género tan poderosamente humano como la aventura de supervivencia, de conservación de la vida, donde, sin despreciar los dispositivos del relato de acción, expone su exaltada y nada conservadora visión del mundo. Apocalypto pertenece por méritos propios al territorio de obras maestras como Los Vikingos de Richard Fleischer, a largometrajes que sin dejar de lado el poso reflexivo, no tienen miedo de convertirse en apasionantes tratados de aventuras.

Mucho le costó a David Cronenberg entrar en un supuesto Olimpo de los creadores. Tuvo que pasar mucho tiempo para que muchos dejaran de ver en sus obras un simple montón de llagas supurantes, de dolorosos eczemas, de aberrantes mutaciones. De hecho, él también tuvo que poner de su parte y convertirse en un intelectual de pose afectada (AJ Navarro dixit) para demostrar a la crítica que su arte iba un poco más allá. Pero mucho nos tememos que Mel Gibson está demasiado loco como para aplacarse a estas alturas del juego. Y eso no deja de ser una extraordinaria noticia.

(1) Gubern, Román. La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. Anagrama. 2005. Pág. 285.
(2) Atención en este sentido a la frase que cierra literalmente la película, donde Jaguar Paw le dice a su esposa: “volvamos al principio”.
(3) Extraída de http://www.eco-action.org/dt/primer.html


Saludos

miércoles, enero 10, 2007

[Estreno] "María Antonieta" (2006) de Sofia Coppola: Jooo tía, ¡que fuerte lo de ser reina!



Tras la muy difícil acogida que buena parte de los medios le dispensaron en su premiére mundial durante el pasado Festival de Cannes, esperábamos ver en María Antonieta (Marie-Antoinette, 2006) una obra transgresora que finalmente no ha sido, aunque es normal que la crítica francesa arremetiera frontalmente contra el film de Sofia Coppola como si de una cuchillada prometida se tratase, al conocer que la hija mimada de Francis Ford Coppola pretendía atreverse a revisitar el pasado histórico de Francia a través de uno de sus personajes más icónicos. Este hecho no hace más que deslegitimar a ese sector de la crítica que gusta rasgar más allá de la mera recepción artística –que viene a ser igual que aquellos que machacaron a La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ. Mel Gibson, 2004) simplemente porque Mel Gibson es un católico ortodoxo y ultraconservador-, y que al mismo tiempo realza el descaro de una jovencita engreída y malcriada en su afán por seguir llamando la atención. Pero lo que sí está claro es que más allá de vituperios y escarnios colectivos sobre la figura personal de Sofia Coppola, María Antonieta, aún plegada a ciertas concesiones, es una obra muy personal, fruto de una mirada única y difícilmente equiparable a cualquier otra, algo que se agradece mucho en la actualidad, sobre todo tratándose de un género tan codificado como el cine histórico. Es decir, que no estamos frente a Romeo y Julieta de William Shakespeare (Romeo + Juliet. Baz Luhrmann, 1996) ni mucho menos Lancelot du Lac (id. Robert Bresson, 1974), pero sí ante un largometraje con no pocos extraordinarios detalles, aunque tampoco esté exento de sinuosas trampas.

En María Antonieta, Sofía Coppola traslada el grueso corpus de Las vírgenes suicidas (The Virgen Suicides, 1999) a la Francia de finales del s. XVIII, un imaginario estético y conceptual ya asentado desde su debut y más relacionado con su primer trabajo que con Lost in Translation (id, 2003). En un mismo espacio conviven por tanto, la opulencia de la realeza, la pomposa escenografía y el recargado vestuario, junto con las estancias vaporosas, el espíritu indie de las reuniones de adolescentes, y la liviandad de sus mismos cuerpos, encorsetados en un mundo de leyes y servilismos que sin embargo terminan aceptando porque así está estipulado –aunque, si tanto se quejan de esto, poco hacen por rebelarse ante ello. Este choque dialéctico le sirve a Coppola para realizar una doble exposición: por un lado, para la joven cineasta la adolescencia (femenina) se sustenta sobre una base transhistórica y continuista; básicamente no existen diferencias entre este período vital para aquellos que vivieron en la Francia del s. XVIII que para las jóvenes norteamericanas que acuden al instituto en pleno s. XXI: sus preocupaciones son las mismas –al menos para la clase acomodada/aristocrática, el target de la realizadora-, solo que mientras ahora se exige un esfuerzo intelectual por terminar una carrera y buscar un trabajo que de mucho dinero, en el pretérito las obligaciones se concentraban en casarse y tener una rápida descendencia. Todo lo demás permanece casi inalterable: los bailes de máscaras sustituyen a las raves y a las discotecas, las drogas varían en su constitución que no en su uso, los cuchicheos y rumores prejuiciosos persisten de forman sibilina, los valientes caballeros ocupan el lugar como amantes de los quaterbacks del equipo de fútbol americano, el entusiasmo ante la bisutería, el peinado y la zapatería –excepto las Converse (sic)-, la evasión como estrategia frente al universo de los adultos, etc… Coppola no entiende de “efectos cohorte” o generacionales: si las adolescentes (repetimos, burguesas) de ambas épocas respondieran el mismo test o cuestionario los resultados apenas variarían; un punto de vista tan debatible como respetable.

Por otro lado, esa miscelánea de texturas le permite también ir construyendo una figura histórica de manera un tanto anacrónica, y por tanto, desplazada. Las dificultades que sufre María Antonieta para adaptarse en un ambiente hostil que nunca está conforme con su presencia –primero por su origen no francés, segundo porque parece incapaz de satisfacer a su marido, y por último porque no consigue darle un hijo- es análoga al sentimiento de extrañeza del público que se enfrenta a una obra que no pretende establecer la enésima construcción rigurosa de un período histórico, sino que quiere romper (no totalmente) con las limitaciones de sus códigos. La desconexión de la soberana ante el universo que la rodea (¿ante el mundo adulto?) se palpa en la elección de los encuadres y de su composición que utiliza Coppola, más rígidos, fríos y distanciados cuando ésta se encuentra incómoda o atrapada, y que sin embargo se transforman en cálidos y suaves acompañamientos cuando, ahora sí, María Antonieta se libera de sus mínimas obligaciones para ejercer como adolescente desinhibida y vital, como sucede durante su bucólica estancia en la casa de campo, o cuando comparte fiestas y divertimentos con sus acompañantes de edad. Este brutal distanciamiento, esta creación de un microcosmos profundamente artificioso se extiende también a su faceta como representante social, a su desinterés casi ingenuo por la plebe, a la cual inteligentemente Coppola esquiva salvo en los últimos minutos de metraje, cuando esta se personifica ante la reina reclamando su cabeza. Al fin y al cabo, cuando a la María Antonieta de Sofia Coppola se le comenta que sus considerables gastos harán inevitable la entrega de donaciones al pueblo, ella está más preocupada por escoger los setos que vayan a juego con el resto del decorado natural. Su frivolidad solo puede ser explicada por su inmadurez y desconocimiento del puesto que ocupa, una visión nada extraña ni incongruente para una niña que se casó con catorce años y que a los diecinueve fue nombrada reina.


Si bien el sustrato reflexivo del film no deja de ser bastante controvertido, en particular porque las semejanzas entre María Antonieta y la propia Sofia Coppola pueden llegar a ser tan indiscutibles que se podría pensar que la realizadora exculpa moralmente a la soberana por el derrumbe de una nación cuando ésta, por mucho que se recalque su inconsciencia y bisoñez, formaba parte de aquel mundo, éste es un terreno demasiado pantanoso sobre el que aventurarse puede convertirse en un viaje sin retorno. En cambio, ateniéndonos simplemente a lo cinematográfico –si acaso es posible desligarlo de lo ideológico-, es necesario aplaudir a Sofia Coppola porque ante todo ella es una gran directora de cine, con un dominio cada vez más firme de su lenguaje y de la puesta en escena. Coppola manifiesta una confianza absoluta en la imagen, y en una época donde la imagen ha sido ya tan vulnerada pero paradójicamente sigue siendo subexplotada por un importante número de cineastas, uno de los mayores halagos que un artista puede recibir es que parece estar dotado con el don de contar una historia solo mediante fotogramas, sin necesidad de subrayarlos o acompañarlos con diálogos. En este sentido Coppola es capaz de concederle al film el tono que cree más idóneo en cada momento, en cada secuencia: desde el espíritu contemplativo en su retiro campestre, la estructura repetida de acciones de María Antonieta en su vida de palacio que deviene en sempiterna rutina, o el ocaso final de su modo de vida, narrado mediante bruscos cortes en negro, por momentos desgarradores –y que incluye una grandiosa elipsis dentro de plano-, hechos que no hacen más que dejar constancia de la inequívoca fuerza visual del largometraje. Incluso los momentos musicales plenamente ochenteros (1), menos cuantiosos y exagerados de lo que se preveía, tienen una función liberadora tanto para su protagonista como para el film, ya que rompen con las convenciones más tipificadas del género y al mismo tiempo se erigen como constatación del estado mental de los propios personajes.

Parece obvio que, aparte de reacciones encontradas y posicionamientos más o menos extremos, María Antonieta será fuente de múltiples análisis y lecturas desde los más heterogéneos puntos de vista, quizá demasiados para lo que pretendía la realizadora norteamericana. Es evidente que desde aquí no buscamos limitar el estudio de una película, ya que ésta, como obra de arte que es (que debería ser) debe trascender las pretensiones de su autor para posicionarse en la historia y adquirir un carácter polisémico que la libere de acotaciones normalizadas. Sin embargo, hay en María Antonieta algunos detalles que desvelan su ligereza, o al menos una cierta falta de coherencia hacia aquello que aparentemente se desea contar. Para empezar, el hecho de filmar en Versalles ya se manifiesta como algo injustificado porque, ¿acaso la construcción de un universo tan artificioso e irreal no es incompatible con el rodaje en escenarios naturales? ¿No será esto un mero capricho por rodar en el interior del lujoso palacio? Es innegable que Sofia Coppola no posee la lucidez de Eric Rohmer, ni María Antonieta puede compararse por ejemplo a La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc. Eric Rohmer, 2001) en su trabajo con los decorados. Además, el hecho de que todos los actores hablen en inglés –con la clara diferenciación del inglés con acento británico para los constreñidos adultos y el norteamericano para los jovenzuelos- contrasta con el gratuito uso de locuciones en francés, cuya única explicación radica en que suena “cool”. Son tics verdaderamente molestos, porque de algún modo nos obligan a pensar que, por encima de interpretaciones de alto calado, María Antonieta no deja de ser un bonito juguete para su directora, del mismo modo que la función de reina lo es para su protagonista. Quizás porque mientras muchos siguen luchando por un mísero presupuesto para sacar adelante su proyecto, jugándose su futuro en una indescifrable recepción de la taquilla, Sofia Coppola sigue comiendo deliciosos pasteles cortesía de American Zoetrope. Y eso es algo que da mucha tranquilidad.

(1) Un detalle, el de utilizar canciones contemporáneas en el cine “de época” nada novedoso por otro lado. Solo debemos retrotraernos a un caso tan reciente como Destino de caballero (A Knight’s Tale. Brian Helgeland, 2001), pero claro, ¿quién va a prestar atención a un trabajo pasto de multicines y de consumo adolescente? Suponemos que su realizador no irá nunca a Cannes ni tendrá el glamour de Sofia Coppola, de ahí que apenas nadie haya reparado en el mismo.


Saludos