lunes, septiembre 25, 2006

[Reflexiones] La Crítica frente a las Nuevas Vanguardias


Reconozco que hacía muchísimo tiempo que pretendía redactar unas líneas sobre un tema tan peliagudo y difícilmente solucionable como la relación entre la crítica y las nuevas vanguardias cinematográficas, pero cada vez que intentaba articular el discurso en mi cabeza me encontraba con tal cantidad de información que mi visión se ofuscaba y me impedía darle siento sentido sintáctico. De hecho, todo aquel que escriba con frecuencia compartirá más o menos la opinión de que el ordenamiento de las ideas, la síntesis y la coordinación de la información son variables fundamentales a la hora de afrontar cualquier tesis, a riesgo de caer en la reiteración, el desorden o la desmesura, y en definitiva, provocar el aburrimiento. Por ello voy a intentar ir paso por paso pero sin excederme demasiado –aunque el tema da para mucho, ustedes ya se lo imaginan-, haciendo caso a las sabias palabras de Voltaire cuando afirmaba que “el secreto de ser aburrido es decirlo todo”.

Pues bien, hoy en día, cualquiera que esté interesado por los mecanismos del cine y de la crítica española, es consciente de las fracturas que se están sucediendo en el seno de esta última instancia. La revista Letras de Cine –publicación que compro y leo pero que está lejos de proporcionarme todo el goce intelectual que deseo-, con andares lentos, distribución limitada y contenidos “arriesgados”, junto a otros baluartes informativos como pueden ser el Festival de Cine de Gijón y sus publicaciones, el foro de Cinexilio, o la web Tren de Sombras, se ha erigido como el bastión de ese nuevo cine que parece decidido a romper con todo tipo de leyes narrativas y/o formales. Hablamos pues, de las nuevas vanguardias del cine, encabezadas por esos nombres recitados de memoria por modernos cinéfilos de pro y que forman una suerte de secta intelectual que segrega a quienes duden de su potencial cinematográfico: Tsai Ming-Liang, Claire Denis, Nobuhiro Suwa, Pedro Costa, Naomi Kawase, Lisandro Alonso o Apichatpong Weerasethakul. Tampoco confundamos términos: no estoy en contra de estos cineastas ni de quienes los adoran, entre otras cosas porque sería tirar piedras contra mi propio tejado ya que disfruto con muchos de ellos, pero si me parece peligroso y muy cuestionable establecer una cierta contracultura que en definitiva, marca unos criterios de calidad no demasiado distintos de aquellos a quienes vilipendian, al menos en el fondo. Una vez marcado el territorio recuperamos el discurso para incidir en pequeñas batallas dialécticas que han tenido lugar entre sectores del gremio: aprovechando el especial que publicó Miradas sobre la Crítica, fuimos testigos del duelo entre dos tipos “duros” de ambos frentes, contienda proseguida por una calma chicha que se ha roto hace escasas fechas debido a la lamentable y execrable actitud de los críticos españoles de los diarios durante el pasado Festival de Venecia, cuyas baratas excusas por no acudir al pase de la película a la postre ganadora -lo último de Jia Zhang-ke, otro del club- no podían esconder su desidia, su desinterés, y lo que es más significativo, su falta de argumentos para disentir sobre la calidad de estos autores y trabajos. Y esto me lleva a lo que realmente me interesa, ¿realmente podemos abordar estas nuevas corrientes con las herramientas comunes que todos poseemos?

Esta circunstancia, junto a otros sucesos como la digresión del amigo blogger Max Renn sobre Gerry (Gus Van Sant, 2002), o la reseña de Jorge-Mauro de Pedro en contra de Tropical Malady (Sud Pralad. A. Weerasethakul, 2004), me han empujado no solo a escribir este texto sino incluso a replantearme de manera profunda el ejercicio de la crítica, a lo que también deben unirse acontecimientos personales que ya no tienen cabida ni interés en este escrito. Así pues, vayamos por bloques.


1. El tardío estreno de Tropical Malady propiciará de nuevo un combate acerca del cine como arte abstracto. Desde su paso triunfal por el Festival de Cannes de hace dos años, la película tailandesa ha dividido a la audiencia: obra maestra, cine del futuro, dominio del lenguaje, ruptura de cánones, abstracción en su segunda mitad, cine como tabula rasa donde el espectador lee lo que quiere VS aburrimiento, incontinencia autoral, onanismo creativo, más aburrimiento, hermetismo incoherente, absurda “paja” cinematográfica, me aburro todavía más. El problema es que difícilmente he leído una crítica destructiva de Tropical Malady que no caiga en los mismos lugares comunes, bien sea la de mi madre o la de un “experto”. Jorge-Mauro de Pedro, trasunto de Boyero de los bajos fondos, fundamenta su ¿análisis? en que le causa una somera somnolencia, en que le aburre y que no le interesa. Como esa, miles de reseñas más. Sus defensores, amén de algunas que otras frases míticas por su ininteligibilidad (1), nos proveen de un amplio abanico de interpretaciones, algunas suculentas, otras imposibles de aprehender. ¿Será que realmente Tropical Malady es una auténtica obra maestra, una pieza magistral imposible de desmontar?

Lo interesante es que la mayoría de ensalzadores del film se basan en la conexión emocional, más sensorial que racional, y que en este caso convierte a la crítica más que nunca, en un total ejercicio subjetivo carente de cualquier herramienta científica. El problema es que este cine de vanguardias se basa, casi intuitivamente, en el poder de sugestión, en su intensa carga de abstracción que limita su interés a aquellos que conecten con la propuesta, de ahí las deserciones masivas de quienes no comulguen con lo presentado. Si no “conectas”, difícilmente podrás aguantar una hora entera de paseos por la selva, de charlas con animales y de planos interminables. Así, largometrajes como L’intrus (Claire Denis, 2004), Los muertos (Lisandro Alonso, 2004), o Eli, Eli, Lema Sabachtani (Shinji Aoyama, 2005) ejemplifican este complejo proceso de deconstrucción al que se está sometiendo el lenguaje cinematográfico, una revolución que no ha hecho más que dar sus primeros pasos. Personalmente, siempre he entendido el disfrute de una película como la mezcla entre lo sensitivo y lo intelectual porque considero que ese intermedio es lo que nos hace precisamente humanos, de ahí que la acusada tendencia a la abstracción provoque en mí indiferencia y hastío, pero esto seguramente no os interesa y soy consciente de ello. Sin embargo, ¿si yo baso mi crítica en lo que me ha sugerido el film en cuanto que he conectado, por qué no destrozarlo en base a este mismo parámetro?


2. Otra de las películas sobre la que no he conseguido encontrar ni una crítica negativa distinta –en castellano, of course- ha sido Three Times (Zui hao de shi guang. Hou Hsiao Hsien, 2005), más que aquellas que denuncian su lentitud, sus pocos movimientos de cámara –y eso que no han visto obras más antiguas de Hou, porque ahora es que empieza a mover algo más la cámara (sic)-, o su efecto como somnífero. Entonces vuelvo a preguntarme si realmente nos encontramos ante una película imposible de desmantelar. Pero la citación de Three Times es meramente coyuntural, ya que a propósito de ella pasaré a comentar un hecho curioso que tuvo lugar durante el pasado BAFF, y que pone de manifiesto la risible autoritis de ciertos seguidores de estos autores. En la sección oficial a concurso se presentó Reflections (Ai li si de jin zi. 2005), un largometraje dirigido por Hung-i Yao, ayudante de producción del propio Hou Hsiao-Hsien durante varios años. El punto de partida de Reflections no variaba mucho al de la tercera historia de Three Times con una estética muy parecida a esta y a la de Millenium Mambo (2001): una relación de amor a tres bandas con el paisaje hipertecnificado y gélido del Taiwán contemporáneo; a saber, la incomunicación, cierta abulia existencial, la fragilidad de las relaciones... Nosotros, seguidores de la obra de Hou –aunque luego ruede una película tan irregular como Café Lumiere (Kojhi Jiko, 2004)-, nos preguntamos como el alumno podía seguir la senda del maestro, o si Hung-i Yao había sido capaz de encontrar ese toque personalísimo y rodar un film a lo Hou pero sin él. Fue curioso por tanto leer una gran cantidad de reseñas negativas sobre Reflections, tildándola de copia, de repetición, de vampirización, de su nula aportación. Paradójicamente ocurrió todo lo contrario, ambos films se rodaron de forma paralela, y fue Hou quién copió la estructura de Reflections para el episodio moderno de Three Times. Pero claro, quién va a cuestionar al maestro….


3. El malayo Tsai Ming-Liang pasa por ser otro de los tótems modernos. Su cine se basa en leves variaciones de unos postulados temáticos y estéticos que se mantienen constantes durante sus más de diez años de carrera. Mismo actor protagonista, diálogos reducidos al mínimo, encuadres vacíos, planos extremadamente alargados…un aspecto este último que me sirve para preguntarme/preguntaros sobre la duración de los planos. Cada vez que veo una película de Tsai Ming-Liang me da la sensación que si los planos duraran diez minutos más tampoco pasaría nada, y seguiríamos elogiándole o criticándole. Me pregunto cuantos minutos de un plano general estático son necesarios para transmitir la sensación de soledad o aislamiento, de incomunicación y apatía; cuanto tiempo tenemos que ver a un tipo en una cama dando vueltas para comprender lo que el director intenta contarnos, algo que conecta (y nunca mejor dicho) con ese cine sensorial que apela a nuestra capacidad sensitiva. Claro, que si Tsai se limitara a contar una historia –porque cuenta historias, eso de cine no narrativo es toda una falacia salvo en el cine más experimental- dedicando un tiempo concreto a las (absurdas) actividades de sus personajes, posiblemente tendría que dedicarse al medio o al cortometraje. Sí, el cine de Tsai aburre, es un hecho que casi nadie negará, pero eso nos llevaría a otro debate aún más resbaladizo: ¿acaso el cine para ser bueno tiene que ser divertido? ¿puede una película ser buena y aburrida al mismo tiempo? Vayamos un poco más lejos: ¿debe el crítico tachar a un film de bueno o de malo si éste le ha aburrido mucho? ¿cómo abordar entonces la filmografía de Tsai Ming-Liang sin caer en las convenciones de la crítica más conservadora? Lo que sí sé es una cosa, si criticamos a Michael Bay porque monta cuarenta planos por segundo, también tenemos derecho a criticar a Tsai Ming-Liang porque demora sus planos hasta la exasperación, y lo peor es que podría alargarlos todavía más: si el objetivo es captar el hastío de sus personajes, la dilatación del plano podría no tener límites.


Al respecto hay todavía más casos: me entero que hay una película de una directora que simplemente rueda colas de gente que espera…el problema es que la película dura más de una hora: ¿Cuántas colas son necesarias para demostrar lo que pretende el autor en este caso? ¿Cuántos paseos por el instituto y por el desierto deben dar los protagonistas de Elephant (Gus Van Sant, 2003) y de Gerry respectivamente? El travelling ya no es una cuestión moral, es…otra cosa. El cine más que nunca se convierte en un objeto interactivo que funciona en la medida que el receptor pueda asimilar lo que está viendo en pantalla, y se convierta en un ser estoico que soporte la gratuitad del metraje en aras de un fin mayor y más ¿rico?, de una interpretación enteramente subjetiva capaz de negar incluso al artista que firma la obra ¿Quizá la palabra concisión ya no significa nada? ¿No podemos reprochar esto pero sí en cambio lamentar la excesiva duración de King Kong (Peter Jackson, 2005)? En el pasado festival de Venecia, la pareja Straub y Huillet presentan un trabajo de una hora donde diversas personas leen de espaldas a la cámara textos de Cesare Pavese, sin atender a ninguna norma de puesta en escena, simples planos medios y a declamar. Uno de los primeros trabajos de Joaquim Jordá consistía en una persona leyendo una novela mientras la cámara deambulada por la habitación. ¿Cómo podemos desmitificar este tipo de trabajos sin que se nos tache de poco instruidos, de que no entendemos nada, de que nos hemos quedado anclados en el cine clásico? ¿Por qué aquellos que parecen tener las herramientas para analizar estas obras siempre las alaban?

¿Será que si el cine está mutando a pasos agigantados, el crítico también debe mutar? ¿Acaso ya no nos valen las técnicas que nos legaron los franceses, que parecen haberse quedado estancadas ante la proliferación de este nuevo cine de vanguardias? ¿Por qué todavía sigo sin leer un estudio que destroce literalmente al vitoreado Abbas Kiarostami y a “cosas” tan sospechosas como Five (2003)? Lamento no poder responder a la mitad de preguntas que planteo, quizás ustedes puedan ayudarme.

(1) a)«...las zonas de incertidumbre aniquilan a los de verdades transparentes haciendo de la pieza una masa orgánica y de núcleos múltiples». Juan Pablo Fernández.

b)«… visionar los films de Apichatpong es sumergirse en una experiencia sensorial, al mismo tiempo que aceptar la lógica del caos y de lo mágico. Por eso visionar los films de Apichatpong es entender la irrupción del inconsciente colectivo en el encuadre». Lorena Cancela.
Ambas extraídas de la crítica de Miradas.


Saludos

miércoles, septiembre 20, 2006

[Películas para no dormir] A propósito de "Para entrar a vivir" (2006) de Jaume Balagueró: El cine de Terror y la Posmodernidad




En su libro “El cine de terror” (1), Carlos Losilla afirmaba que el cine de terror moría como tal en 1993 con El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs. Jonathan Demme, 1993) debido a que las constantes revoluciones que había afrontado el género lo habían condenado a su pronta destrucción, a una incapacidad para seguir evolucionando más allá de la revisitación de las constantes de períodos pretéritos. Si bien desde esta tribuna no compartimos los catastróficos augurios del crítico catalán –habría que ver como éste incorporaría a su discurso la explosión del horror oriental, así como los axiomas teóricos que manejan sus cineastas-, sí adoptamos varias de sus conclusiones sobre la ambivalente influencia que la posmodernidad ha ejercido sobre el cine de terror. Según Losilla, la posmodernidad ha lisiado al género, en el sentido que ha desprovisto a sus variables iconográficas de todo su valor. El símbolo –entendido éste como signo que encarna algo abstracto, como imagen convencional o sublimada de representación- ha perdido su carácter de arquetipo evocador para convertirse en un objeto carente de vida, manipulado hasta la saciedad con el indeliberado propósito de transformarlo en un guiño juguetón y desvergonzado que cualquiera puede identificar. Sin embargo, esta falta de creencia en el símbolo tendría su génesis en el “descreimiento absoluto con respecto a las estructuras sociales y éticas, la falta de confianza en el progreso de la raza humana (…), el fracaso de cualquier tipo de intento evolutivo, el convencimiento de que cualquier utopía sociopolítica o estética está condenada de antemano a su propia autodestrucción” (2). El trasvase ideológico de esa sociedad desencantada a su universo cultural –y cinematográfico en este caso- equivaldría a la descomposición del género en base a la saturación visceral de sus convenciones.


De alguna manera Para entrar a vivir, último trabajo de Jaume Balagueró, se desvela como un vástago inconsciente más de una posmodernidad que ya se encuentra en estado de coma. A diferencia de obras cumbre del período como El héroe anda suelto (Targets. Peter Bogdanovich, 1968), La noche de Halloween (Halloween. John Carpenter, 1978) o Henry: retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer. John McNaughton, 1990), el film de Balagueró –como otros muchos trabajos hasta la fecha, por supuesto- no es consciente de la manipulación de los arquetipos, ni pretende modernizar un discurso, sino simplemente los regurgita –una vez más- a modo de juego díscolo con toda la carga estética del cine del realizador catalán. Si en la obra maestra de Bogdanovich su protagonista asume la imposibilidad de que el terror vuelva a generar monstruos, debido a que el horror cotidiano ha superado a cualquier forma de monstruosidad primigenia –ya sean vampiros, hombres lobo, fantasmas, etc…-, en Para entrar a vivir el asesino no puede ser otro que un ser humano, en este caso, una casera psicótica que pretende devolver la vida a un destartalado edificio de apartamentos en la periferia barcelonesa, mediante el rapto y posterior inclaustración de jóvenes parejas. Por otra parte, si en Halloween el Mal ya no adquiría presencia física en forma de demonio y se hacía corpóreo en una figura humana, en el trabajo de Balagueró el edificio se construye a modo de tela de araña infernal –cfr. esos contrapicados que muestran el techo como entramado de barras metálicas; la localización del propio complejo, aislado del núcleo urbano-, de donde no se puede escapar, y el acoso viene por parte de una psicópata que sangra pero jamás desfallece, de su hambrienta progenie de perros y de un hijo tarado mentalmente, todo un grupo de seres acólitos del maligno. Y por último, si en la mejor película de McNaughton se plantea un paralelismo entre el asesino y el espectador, donde éste último se ve forzado a compartir el punto de vista del agresor de manera naturalista, en el segundo trabajo de Películas para no dormir se consigue, mediante una ligera vis cómica –la elección de la actriz que encarna a la psicópata; el absurdo leiv-motiv de sus acciones; ciertas elecciones formales como el primer ataque de ésta al joven marido, utilizando un primerísimo plano deformante de ella- y un menosprecio sádico y continuado de los protagonistas, la leve identificación del espectador con la asesina, o al menos el distanciamiento emocional hacia con las víctimas, lo cual deriva en la broma macabra, en la burla fina, en una leve ironía característica de la posmodernidad.



Para no quedarse en la mera acumulación de guiños, Balagueró barniza el largometraje mediante su esteticista puesta en escena –p.e. el intento de tensionar las situaciones mediante las vibraciones del encuadre, recurso explotado hasta el hartazgo-, así como con la inclusión de pinceladas temáticas que se repiten a lo largo de su filmografía: los largos pasillos cuyo aspecto amenazante se ve potenciado con el uso de la profundidad de campo, la casa como estructura que engendra al Mal, la presencia de la infancia maltratada, o toques truculentos del agrado de los incondicionales del género.

En su adhesión inconsciente a la posmodernidad, Para entrar a vivir tampoco es ajena a los intentos de fragmentación narrativa, de cuestionamiento del punto de vista de lo contado, aunque en esta ocasión deviene claramente en impostura, en improvisación engañosa y pasajera –cfr. la secuencia del supuesto sueño de la protagonista, donde Balagueró repite las acciones aunque reelaborando los planos y el montaje entre ellos-. Detalles, o más bien argumentos que desvelan su afán lúdico, su interés por ofrecer un simplista ejercicio de estilo, con un Balagueró que aparece disfrazado de malabarista que juega con clichés pero sin desmontarlos, porque éstos ya han sido completamente volatilizados. Para algunos, su brutalidad y falta de pretensiones esconderá las carencias. Para otros, evidentemente, no.

(1) Losilla, C. El cine de terror. Una introducción, Ed. Paidós Studio, 1993.
(2) Op. cit. nº1, pág. 165


Saludos

martes, septiembre 12, 2006

[Estreno] "Silent Hill" (2006) de Christophe Gans: El Infierno está aquí



Para quien suscribe estas líneas los videojuegos, desde sus inicios, se han encargado de proporcionar un placer puramente lúdico, más ocioso que intelectual, con la justa excepción de géneros tan particulares como la estrategia o las aventuras gráficas. Bien es cierto que con el vertiginoso desarrollo de las nuevas tecnologías, los videojuegos han ido ganando en solidez argumental y en una mayor preocupación por parte de los programadores en dotar a los mismos de una estructura más coherente y rica en matices. Solo hay que echar un vistazo por ejemplo a la evolución del “beat’em up”, desde la linealidad narrativa y temática de un Golden Axe a la densidad guionística de un Onimusha, por más que actualmente –y curiosamente, en un proceso paralelo al del cine- los géneros puros se hayan difuminado poco a poco, y todos los juegos terminen por incorporar convenciones o aspectos originarios de otros. Mas volviendo a la primera cuestión, habría que colocar a la saga Silent Hill dentro de ese grupo que prioriza las sensaciones físicas, en este caso, el miedo, la paranoia, la extrañeza o el escalofrío, al esfuerzo mental, aunque como en toda buena aventura que se precie no falten los consabidos puzzles. Dentro de toda esa maraña de influencias que rodea a los juegos de Konami –las sectas satánicas, el advenimiento del Apocalipsis, las conjuras colectivas de carácter esotérico-, el usuario finalmente recordará más esos avernos metálicos, la extensa galería de espeluznantes criaturas, la sensación de opresión causada por una elección nada confortante de los encuadres, o esos escenarios cotidianos que terminan por desvelar un auténtico hades.

Podría afirmarse entonces que Silent Hill es un videojuego más preocupado en el “cómo se cuenta” que en “lo que se cuenta”, y es precisamente esto lo que ha plasmado el realizador francés Christophe Gans en el film de nombre homónimo. Silent Hill the movie se configura por tanto como un cruel y malsano ejercicio de estilo de terror, cuyo objetivo no es otro que estremecernos, provocar nuestra más intensa repulsa, en definitiva, incomodarnos ante la supuración constante de fotogramas perversos donde el horror –y el dolor- se manifiesta de manera inexplicable, obligándonos a cuestionar si hay lugar para la cordura en el ejercicio del Mal, de la misma forma que lo hace su protagonista, una madre que se adentra en un fantasmagórico pueblo en busca de su hija perdida. Es esta concepción del Terror la que dota de autonomía propia a un largometraje tan inspirado como Silent Hill y a su vez lo diferencia de gran parte del cine de género contemporáneo, más preocupado por mostrarnos el ensañamiento de brutales psicópatas ante sus víctimas, porque hoy en día parece improbable creer que el Mal pueda ser causado por otro ente que no sea el propio ser humano. Sin embargo, es el Mal en estado primigenio, su abstracción más pura la que asola la población de Silent Hill, sumiéndola en un caos de proporciones demoníacas.


De igual forma que en La niebla (The Fog. John Carpenter, 1979), nos encontramos ante una comunidad devastada por lo fantástico, pero cuyo origen es siempre el producto de las pecados del hombre. Los escalofriantes actos cometidos por un grupo de exaltados religiosos hacia una inocente niña –tomando como base otra preocupación tan moderna como es el miedo al Otro, aquel que es distinto, que no forma parte de la norma, y que incluso ha motivado atrevidas lecturas sociopolíticas del film (1)- son el caldo de cultivo para que el Mal ejerza su abominable influencia, alimentándose del odio acumulado por la pequeña y condenando al pueblo a un purgatorio perpetuo de estructura cíclica. De hecho, la vida de sus ciudadanos se basa en la exploración de sus ruinas, hasta que el aterrador ruido de una sirena advierte sobre la “transformación” del pueblo y obliga a estos a resguardarse en un templo. Una deformación física de los decorados que juega con los conceptos de realidad, deconstruyendo los ambientes góticos de las distintas estructuras hasta convertirlos en una pesadilla surreal y amenazante imposible de racionalizar ni detener, poblada por entes polimorfos –bebés sin rostro, un cuerpo humano con cabeza de pirámide, trozos de carne andantes que expelen líquidos corrosivos- que solo buscan infligir dolor. Una visión del infierno de la cual no hay escapatoria y que engulle a todos aquellos que se adentran en su realidad negándoles cualquier posibilidad de escape o redención, escenificada finalmente en un oportuno epílogo, tan hermoso como trágico.


¿Y como un cineasta de currículum tan discutible como Christophe Gans plasma en imágenes esta desasosegante realidad? Pues recurriendo a la fuerza visual del videojuego, a una imaginería virtual que ha colocado a la saga de Konami en ambientación muy por encima de otros clásicos del “survival horror” como los Resident Evil de Capcom. Gans plantea todo el trayecto de la joven Rose a través del pueblo como una violenta sinfonía del horror, entregándola a una experiencia al límite del equilibrio mental, mediante la explotación de esa densa neblina (2) que dota a los escenarios de un aspecto feérico, más onírico que real, y del efecto pavoroso del claroscuro cuando la oscuridad devora las calles y edificios de la ciudad. El realizador francés desestima la posibilidad de trivializar el horror, no compone un vulgar circo de efectos digitales sino que aprovecha las ventajas de posproducción para complementar una puesta en escena entre asfixiante y alucinada, que ejecuta sus estrategias en base a su poderío visual y sonoro.

Poco importa reconocer con posterioridad los (múltiples) defectos de la película: su excesivo débito de los patrones narrativos del videojuego basado en la superación creciente de los diferentes niveles/edificios, la desafortunada inclusión de un flashback a modo de material vetusto encontrado –y precedido por un pantallazo en blanco más voz en off que recuerda el final de un videojuego malo de NES o Master System-, o el exceso de discursividad que aflora de manera inevitable en todo film de género occidental sustrayendo parte de la carga enigmática del propio largometraje. Con todo ello, Silent Hill es un trabajo más que digno, rodado con esmero e intencionalidad, que se aleja convenientemente de ese terror de diseño –banalmente esteticista y sin afán de sacudir emocionalmente al espectador-, y que guarda momentos tan notables como la inhumana muerte de una joven a manos del hombre-pirámide, o el montaje en paralelo igualando las acciones de Rose y las de su marido Christopher que recorren un mismo emplazamiento, pero cuyas opuestas realidades hacen patente la entelequia del happy end: quien se adentra en el infierno de Silent Hill se encuentra sentenciado hasta la eternidad.


(1) Alarcón, Tonio L.; Orfeo en los infiernos del videojuego; Págs. 34-35; Dirigido Por nº 358.
(2) Efecto ambiental que ha caracterizado al videojuego desde su primera entrega, pero cuyo abuso se explica para esconder defectos gráficos muy comunes en la Playstation –y también en la PS2- como el “popping”, que viene a ser la aparición súbita de estructuras poligonales en pantalla, y que la niebla enmascara levemente.

Saludos

martes, septiembre 05, 2006

[Retro] "Duelo en la alta sierra" (1962) de Sam Peckinpah: El inicio del crepúsculo



El nombre de Sam Peckinpah parece relacionarse ipso facto con un estilo visual enérgico, con un arrojo estilístico que a menudo tiende al frenesí exacerbado, dando como resultado toda una serie de títulos tan atractivos como irregulares, tan vibrantes como desbordados. La fragmentación del espacio escénico y del tiempo fílmico gracias a su particular uso del montaje, los ásperos zooms ópticos, el regodeo nada gratuito en los resultados que provoca la violencia física; características que abarcan grandes obras como Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), Perros de paja (Straw Dogs, 1971), o La cruz de hierro (Cross of Iron, 1977). Por ello, acercarse a un largometraje en apariencia tan clásico y contenido como Duelo en la alta sierra (Ride the High Country, 1962) puede descolocar a más de uno. Su carácter apacible, incluso diáfano de la primera hora de metraje contrasta con una filmografía donde la agresividad y la decadencia toman el control de los personajes y de los escenarios. Empero, Duelo en la alta sierra está lejos de ser un film complaciente y olvidable, más bien todo lo contrario, ya que su subtexto nos dice mucho más de lo que las imágenes parecen explicitar. De hecho Peckinpah nos brinda, a través de un estilo transparente y reposado, cargado de lirismo, otra de sus melancólicas historias sobre la amistad, el honor, y ese universo mítico que se apaga paulatinamente.

El personaje principal de Duelo en la alta sierra responde al nombre de Steve Judd, un cowboy veterano, curtido en un oficio que ya no le reclama, dedicándose entonces a transportar (y defender) cargamentos de oro para ganarse la vida. La imposibilidad de acomodarse a las estructuras del nuevo Oeste se ejemplifica en un extraordinario prólogo, donde el vaquero recorre con extrañeza las calles de la ciudad: un recibimiento áspero por parte de la población, una carrera de caballos entre las vías de la ciudad que resulta ser ganada por un camello (¡!), y el inesperado encuentro con un antiguo amigo, cuya puntería con el revólver solo le sirve para ganarse unos centavos en una barraca de feria. Steve termina aceptando otro transporte de oro y contrata a un veterano (Gil Westrum), un ex-compañero de fatigas para que le acompañe en su misión. A ambos se une el imberbe Heck Longtree, lo que permite a Peckinpah teorizar sobre la dialéctica entre el impulso juvenil y la madurez de los vaqueros de antaño.


La primera parte de su viaje parece extraída de un western de Budd Boetticher, en particular uno de aquellos que formaban parte del Ciclo Ranow. La asimilación de sus personajes, que forman parte de arquetipos tan rígidos que rozan la abstracción –tanto Judd como Westrum son viejos experimentados, inteligentes e incólumes, mientras que Longtree no es más que chico impetuoso e irreverente, enamorándose de una joven pueblerina (Elsa Knudsen) que vive enclaustrada por la ortodoxia religiosa de su férreo padre-, o la puesta en escena concisa, sin devaneos innecesarios, alcanzando una depuración inesperada para un realizador que luego apostó por casi todo lo contrario, apoyan estas similitudes. Sin embargo, la llegada al pueblo minero, acompañados finalmente por la joven que termina huyendo del hogar, comienza por infectar una narración que hasta entonces había discurrido con espíritu afable, acatando unas convenciones que Peckinpah se dedicará a subvertir, enfatizando el drama y subrayando el crepúsculo de sus dos protagonistas. Hay dos secuencias que resultan particularmente incómodas: la llegada de Elsa a la choza de su prometido Billy, un buscador de oro que convive junto a otros cuatro hermanos; y la posterior boda de ambos en la casa de citas del pueblo, un antro que Peckinpah recorre en suaves travellings para comprobar la inmundicia de sus moradores, que culmina en un infructuoso intento de violación a la joven por parte de dos de los hermanos del novio. Detrás de ello se esconden reflexiones del cineasta: el temor a la civilización y al barbarismo que provoca la búsqueda del vil metal, así como el intento de emancipación de la mujer, aunque en este caso sea más producto de la rebeldía adolescente.

Es entonces cuando los personajes comienzan a llenarse de matices. Para empezar, Steve Judd ha perdido la rapidez mental de otros tiempos, su instinto permanece intacto pero olvida comprobar los rifles antes de enfrentarse a un imprevisto combate; Gil Westrum no es un tipo tan fiel como aparenta, sino que su verdadero objetivo es robar el oro; y Heck Longtree se desvela como un hombre sensato y con sentido del honor. Pero Peckinpah no puede traicionarse a sí mismo, y nos ofrece uno de los finales más emotivos de la historia del género: Joel McCrea y Randolph Scott expirando sus últimos alientos y enfrentándose pistola en mano con el grueso de los hermanos en un duelo a cara de perro. Desgraciadamente no hay sitio para los hombres de honor, y mientras uno fallece, al otro le espera un futuro incierto.

Saludos