jueves, marzo 30, 2006

[Retro] "La noche de Halloween" (1978) de John Carpenter: La cotidianeidad del mal


Resulta lamentable que, de todos los aspectos positivos que posee La noche de Halloween (Halloween. John Carpenter, 1978) –que son muchos, créanme-, su influencia en el cine de terror posterior se haya limitado a la explotación de una serie de “tics” y clichés que el género solo ha sabido desvirtuar y ultrajar. Adolescentes copulando y consumiendo drogas, que terminaban siendo pasto de salvajes “psycho-killers” enmascarados sin otro leit-motiv que el “splatter” puro y duro. De esta manera, un género intrínsecamente trasgresor como el terror se terminó acomodando a los parámetros del establishment, aleccionando a modo de extensión cinematográfica de la política Reagan de los ’80, mediante el uso de tópicos acotados a la moral neoconservadora (la agrupación entre el sexo, las drogas y la muerte, la heroína virgen, etc…). Pero la intención de un cineasta siempre a contracorriente como John Carpenter estaba lejos de lo que derivó su obra. Inspirándose directamente en los métodos narrativos del “giallo”, Carpenter establece las bases temáticas de un nuevo subgénero (el "slasher"). Sin embargo, a diferencia del acabado formal de directores como Mario Bava o Dario Argento, cuyo cine se basa en una recargada puesta en escena, a través de abigarrados encuadres, hiperbólicos movimientos de cámara o excesos hemoglobínicos, Carpenter se decide por un tratamiento muy depurado, por un minimalismo formal que crea una inusitada sensación de desasosiego, un temor a lo cotidiano, incluso a lo neutro.

La noche de Halloween es el ejemplo de cómo hacer uso del espacio escénico para la creación de una atmósfera asfixiante y perturbadora, sin necesidad de acudir a convenciones clásicas como la noche o la mansión encantada. Ya no es necesario un paseo por los barrios proletarios del Londres victoriano, una ducha nocturna en un solitario motel de carretera o un trayecto motorizado por la América profunda, para palpar el peligro. Ahora el Mal está cerca, nos persigue de día, acecha en una comunidad burguesa donde los jóvenes aprovechan la salida de sus padres al mall más cercano, para fornicar con sus novias y luego ver películas de terror conscientes de que están a salvo. Carpenter establece un juego metalingüístico al decirnos que nosotros, voyeurs cinematográficos, consumidores de tragedias ajenas, estamos siendo observados por un merodeador, por otro voyeur aún más letal.


El estudio del Mal presente en La noche de Halloween está plenamente justificado. Carpenter lo presenta mediante tres factores. En primer lugar, a través de la puesta en escena, con el uso del plano-subjetivo como figura retórica estilizada, que por momentos rompe con una cierta ortodoxia narrativa, que subraya esa capacidad del psicópata para “poseer el espacio” (1), para demostrar que éste está bajo su control. También destaca el uso del formato scope, que unido a la profundidad de campo y a esos largos plano-secuencia, inciden en una visión decadente de las urbanizaciones norteamericanas: zonas solitarias, de aspecto mortecino, plagadas de personajes mezquinos y poco solidarios. En segundo lugar, Carpenter priva a su asesino de rostro adjudicándole una máscara blanca, fetiche que recalca al Mal como entidad abstracta e intangible. La máscara no es más que un elemento que dota a su propietario de un carácter anónimo, es decir, el asesino puede ser cualquiera.

Y en tercer lugar, el contexto. La elección de la noche de Halloween no es para nada casual o fortuita. Carpenter, en su intento por explorar el Mal en estado puro, sitúa la acción en el 31 de Octubre, que según leyendas célticas daba inicio a la despedida del Sol, y al anuncio del frío y la oscuridad. En ella, el Señor de la Muerte tomaba prisionero al Sol y convocaba a los espíritus. Por tanto, All Hallow Even, desprovista de sus matices festivos, procedía de una tradición pagana donde el Mal campaba a sus anchas durante toda la noche. Es por ello que Michael Myers se presenta como un asesino en serie casi sobrenatural, cuyo inquietante jadeo no se detiene a pesar de los disparos. Un psicópata que no atiende a motivaciones existenciales ni a traumas psicológicos, por mucho que las inevitables secuelas se dedicaran a explicitar.

(1) Gonzalo de Lucas, El cine de terror moderno, Dirigido por, nº 291, junio de 2000.

Saludos

martes, marzo 28, 2006

[Lo que no podemos ver] "Imprint" de Takashi Miike...su aportación a "Masters of Horror"


Mientras intento sacar tiempo para escribir las últimas cuatro reseñas de "Masters of Horror" -que por cierto, serán publicadas en sentido inverso-, me permito el lujo de colgar unas fotos del episodio "Imprint", dirigido por Takashi Miike, que como todos sabéis, ha sido censurado en U.S.A. para la televisión, pero que será recuperado en DVD y que al parecer, se estrenará en los cines de Japón.

La gran noticia saltó hace unas semanas, cuando una televisión británica compró los derechos del episodio para emitirlo a principios de Abril. De todos modos, no hay confirmación absoluta de lo que sería una grandiosa buena nueva. Así que más vale relamerse con estas imágenes, de lo que es el primer trabajo de este terrorista cinematográfico en Estados Unidos. La contundencia de las instantáneas bien vale esperar lo mejor.









Saludos

sábado, marzo 25, 2006

[Retro] "El acorazado Potemkin" (1925) de Sergei M. Eisenstein: ....ya salvaremos eso en el montaje.


Mediante esta máxima iniciaba Jean-Luc Godard uno de sus múltiples artículos que redactó para Cahiers du Cinema, en particular El montaje, mi hermosa inquietud (1), aquel en el que defendía el montaje como la última palabra de la dirección, a modo de rúbrica final, y como pieza inamovible del entramado fílmico que surge de manera (in)consciente mientras se planifica. Con esta afirmación tampoco destierro las teorías de Andre Bazin: su preferencia por reflejar las situaciones a través de las tomas largas y la prohibición del montaje como manera de trampear la realidad (¡bendito sea el plano-secuencia en el cine del nipón Kiyoshi Kurosawa!), pero el realizador, como ilusionista que es, necesita del montaje para engañar al espectador. El cine, incapacitado de reflejar una realidad objetiva, debe acudir al montaje como el medio preciso para deconstruirla y dotarla del sentido que el director quiera, que es al fin y al cabo el juego que nos propone el propio cinematógrafo.

Esta pequeña reflexión no tiene otro sentido que enlazarse con las ideas cinematográficas de Eisenstein acerca del montaje, así como con el uso que hace de ellas en su obra más conocida, El acorazado Potemkin. Al cineasta ruso se le podrá criticar su exacerbada ideología, así como una gran desfachatez a la hora de vendernos su discurso político (a veces más por las formas que por el contenido), pero hay que reconocer la vigencia de sus teorías y la coherencia con sus ideas; y es que en definitiva, para él el cine no era más que un vehículo ideológico con el cual era necesario comprometerse.



El acorazado Potemkin supone un paso más en el planteamiento de una idea revolucionaria, cuya semilla se hace palpable en el discurso de Lenin que abre la narración. Si en La huelga asistíamos al levantamiento de un grupo de obreros en una factoría, que terminaría con su posterior ejecución a manos de los soldados zaristas, en El acorazado Potemkin se vuelve a partir de un episodio histórico para posteriormente trascenderlo y erigirlo en una auténtica epopeya social. Desarrollada en cinco actos a modo de tragedia clásica, en ella se hace patente la posición ideológica del director, no solo a través de las numerosas consignas revolucionarias enmarcadas en los intertítulos o al dibujo de los antagonistas (esos generales erguidos y de mirada tiránica, o el aspecto caricaturizado del sacerdote), sino también a la puesta en escena, desde la manera de encuadrar a los propios generales, a menudo en semi-contrapicado para mostrar su carácter impositivo, a la demagógica secuencia en Odessa donde la madre sube las escaleras con su hijo muerto en brazos, mientras mira a la cámara y exhorta a la audiencia, pasando por la escena donde el marinero rompe el plato con la inscripción sacada de una oración religiosa. Eisenstein vuelve a hacer uso de su “montaje ideológico”, tanto en su vertiente meramente simbólica y algo discursiva (el plano de los gusanos mostrado a continuación de la caída al agua de un oficial y el posterior intertítulo), como integrado en la narración (el montaje alternado del sable del oficial, el crucifijo del sacerdote, y el pelotón de fusilamiento).

Liberada pues de su carácter de panfleto revolucionario, El acorazado Potemkin es todo un ejemplo de planificación sin acudir a banales movimientos de cámara, con el uso del montaje tanto como elemento de continuidad e inmediatez en la secuencia de la sublevación, o para dominar el tempo cinematográfico e incentivar el dramatismo de la matanza en las escaleras de Odessa. Puede que Eisenstein quisiera atacar a nuestro intelecto y convencernos con sus ideas, pero es innegable que el brío y la fuerza dramática de El acorazado Potemkin son ejemplares, provocando una intensidad indiscutible en su visionado, aún hoy, ochenta años después de su realización.

(1) Cahiers du Cinema, nº 65, diciembre de 1956

Saludos

miércoles, marzo 22, 2006

[Work in progress.....] Park Chan-wook


Como habréis comprobado, hace ya un tiempo que no actualizo el blog. Bueno, resulta que entre compromisos varios, acabo de empezar a redactar un breve escrito acerca del cine de Park Chan-wook (o Chan-wook Park), que debo terminar para principios de Abril (¡¡¡maldito Jacquemort!!!...jejeje). Así que eso, ruego mil perdones.....

Saludos

lunes, marzo 13, 2006

[Cine español] "Habana Blues" (2005) de Benito Zambrano: Falacias a son de nada


Desgraciadamente no somos impermeables, somos seres imperfectos, con filias y fobias, con grandezas y bajezas. Al enfrentarnos a ciertos films, cargamos con una serie de prejuicios que luego se detectan con facilidad en nuestros comentarios o críticas. Y es que a pesar que, desde este rincón, siempre he intentado abstraerme de estos factores para colocarme en una posición casi demiúrgica frente al largometraje, libre de impurezas para mostrarme lo más neutral posible, hay momentos en que esto es imposible. En esta ocasión es imposible no sólo por el tema que trata, sino por la manera con la que es tratado, y la hipocresía moral de la que hace gala. Porque señores, vamos a empezar dejándolo bien claro: Habana Blues (Benito Zambrano, 2005) es un auténtica vergüenza, una farsa, una mentira, un videoclip barriobajero que poco se distingue de un "Operación Triunfo" cualquiera, una película que va de "moderna", pero que no deja de ser distinta de cualquier blockbuster ñoño y sensiblero de nuestro querido y siempre criticado Hollywood.


Hace unas semanas, escribía una frase de David Lynch, que más o menos venía a decir que en el cine, uno nunca debe caer en el terreno de lo tibio. Es este el terreno que pisa Zambrano, que parece haber borrado de un plumazo las buenas expectativas que levantó Solas (1999), con su retrato "clean" y suavizado de la realidad cubana. No creo esta sea la Cuba que vió Zambrano, o si la vió, es una Cuba sesgada por la mirada del turista complaciente. Son mínimos los matices presentados para reflexionar acerca del estado precario en el que viven sus habitantes, detalles tan insubstanciales y hueros que lucen impostados, al igual que la mayoría de frases tendenciosas que inundan la narración, en un intento de dar seriedad a lo que las imágenes no muestran. Por falsedad, incluso son engañosos esos travellings que muestran las calles de La Habana a ritmo musical, que prefieren captar lo bello de ese espíritu retro, que la situación de miseria y de crisis material, social e ideológica que desprende el país.

La Cuba de Zambrano se divide en dos: aquella que desea irse del país malvendiendose al cruel capitalismo, o aquella otra que prefiere quedarse y vivir con ¿dignidad? y ¿libremente? al son de su música (arte). ¿Me está diciendo Zambrano que es mejor vivir con dignidad en una dictadura, donde ni siquiera uno puede expresarse sin sometimientos, a marcharse a un país libre y ser "esclavo" de una multinacional musical? ¿Acaso está comparando el Sr. Zambrano un régimen represivo y totalitario que fusila a personas por pensar de manera distinta, con las poderosas multinacionales, esas que coartan la "libertad" del artista? Pero es que lo peor no es que defienda esta postura -y de todos modos, le recomendaría que se fuera a vivir a Cuba, para que hiciera cine libre-, sino la manera en que lo hace, de forma maniquea y partidista, tras las figuras de dos amigos que forman un grupo de música. ¿Alguien se ha fijado cuantas secuencias dedica a cada postura? ¿O como dibuja esas maravillosas fiestas en las azoteas, con mulatas divinas de cuerpos esbeltos, ron y tabaco? ¿O como logra que el público empatice con ese "mulato" a lo Lenny Kravitz, en vez de construir de manera igualitaria a su falso amigo Tito, que desea convertirse en esclavo de la empresa española con tal de abandonar el país? La demagogia y la sensiblería se cogen de la mano en un final estúpido, donde el bueno de Ruy renuncia a firmar un contrato "explotador", y decide realizar ese concierto en una sala antaño derruida, con la presencia de su amigo, y de su mujer e hijos. Un final cinematográficamente espantoso, gracias a la torpe inclusión de flash-forwards que nos cuentan que ha sido de su amigo y de su mujer en el futuro, escenas que desaparecen rápidamente para que uno se quede con lo que importa: con la música, con el "buen rollo", con lo bonito de un país en ruinas...


Poco tiempo atrás, las cadenas públicas programaron el documental cubano Suite Habana (Fernando Pérez, 2003), una mirada triste y deprimente, de corte naturalista, a través de un solo día en la vida de varias personas, con sus preocupaciones y problemas; sin una sola línea hablada -¿metáfora de la falta de libertad de expresión?-, y con la única inclusión de los sonidos que inundan la cotidianeidad de los habaneros. Pero más allá de la fuerza del trabajo, fue interesante ver una entrevista realizada a continuación al realizador, en la cual, a través de un encuadre cerrado, se podía palpar el estado decadente en el que se halla el país: unas paredes desvencijadas, un viejísimo sillón medio roto, o la expresión cansada de un hombre que ama al cine, imbuido en una camisa zurcida y con más arrugas en la piel que cualquier folclórica española de más de 80 años. Tras esto, uno se pregunta como unos cineastas vigilados estrictamente por la censura son capaces de lanzar productos más comprometidos y reivindicativos que otros que trabajan libremente y sin coacciones políticas. Y ya no es sólo el film de Fernando Pérez -que es bastante explícito-, sino incluso ese brillante sarcasmo del desaparecido Tomás Gutiérrez Alea, Guantanamera (1995), que tras su irónico vestido cómico, esconde toda una serie de púas a la dictadura Algunos me dirán que Benito Zambrano quiere mantenerse al margen de la situación, pero uno no puede permanecer con los ojos cerrados ante una infamia, y más si ha visitado el país. Es necesario "mojarse", "ensuciarse", existe una deuda moral ante lo que está pasando, no se puede quedar uno con el son, con la playa y con las palmeras, porque sino, nos quedamos ya no solo en lo tibio, sino también en la hipocresía, en mostrar una imagen distorsionada de una sociedad fracturada.

Pero aparte de las valoraciones políticas, Habana Blues no deja de ser un bonito videoclip musical, con poco o ningún interés formal, con planos que sobran y miles que le faltan, con secuencias tan risibles como aquella en la que la familia se une a ritmo de un rap compuesto por el hijo, escena que de haber rodado Spielberg no se salvaría de la quema. Por ello, lo más interesante de Habana Blues queda sepultado: su capacidad para expresar los pensamientos y emociones de los protagonistas a través de la música.

No se engañen, Habana Blues es una mala película, no solo por sus personajes acartonados y el superficial estudio de las relaciones que se establecen entre ellos, sino por su falta de honestidad y la farsa que supone. También ruego que me perdonen por la visceralidad de esta reseña, por el cabreo que me produce ver algo como esto, que encima disfruta cuando cierra Un Certain Regard en Cannes, o es nominada para los Globos de Oro, desmintiendo todo lo que intenta plasmar en ella. Como bien comentaba mi estimado stauff en su blog, hay momentos en los que uno debe quitarse la máscara y mostrar un poco la piel. Supongo que hay ocasiones en las que no podemos permanecer impasibles.

Saludos

martes, marzo 07, 2006

[Midnight Xtreme] "Calvaire" (2004) de Fabrice du Welz: Infiernos rurales


Al amparo de películas decididamente comerciales -y no por ello de mala calidad-, como son El pacto de los lobos (Le pacte des loupos. Christophe Gans, 2001) o Los ríos de color púrpura (Les rivières pourpres. Mathieu Kassovitz, 2000), el cine francés nos ha brindado algunos títulos muy poco acomodaticios, siguiendo una línea menos condescendiente con el espectador, y alcanzando cotas de brutalidad difícilmente vistas en la gran pantalla. En particular me estoy refiriendo a obras como Alta tensión (Haute tension. Alexander Aja, 2003) o, porqué no, Irreversible (id. Gaspar Noé, 2002), que ofrecen una vision bastante cruel y despiadada de la naturaleza humana. En esta línea se mueve Calvaire (Fabrice du Welz, 2004), presentada en sendas ediciones del Festival de Cine de Sitges, y la Semana de Terror de San Sebastián, con un bagaje pobre en cuanto a la recepción por parte del público, reacción a todas luces incomprensible dada la calidad que atesora. Calvaire es otro de esos títulos que permanecen en el limbo de las distribuidoras (1), que sin embargo, se empeñan en traernos subproductos dañinos como Terror en la niebla (The Fog. Rupert Wainwright, 2005).

Calvaire parte de una idea ya manida, pero supera sus restricciones genéricas en base a una serie de matices, y a una elaborada puesta en escena. Es la historia de un joven cantante, que tras abandonar la residencia donde actúa, sufre una avería con su furgoneta en una noche lluviosa, que le obliga a refugiarse en un hostal rural. Pero el pueblo que acaba de visitar no parece el mejor sitio para descansar...

A pesar de lo convencional que podría parecer su punto de partida, ya desde la secuencia de presentación somos conscientes que el tema va por otros derroteros. Un plano fijo del cantante maquillándose frente al espejo; la performance de su número en una sala desangelada, ante un grupo de ancianos; o la insinuación más bien explícita que sufre por parte de una "fan" en el camerino, nos advierten que estamos ante un fracasado, un tipo solitario y frustrado, que todo lo que posee descansa en la trastienda de su humilde furgoneta.


Calvaire es un largometraje de ritmo pausado, muy del gusto europeo, siempre más pendiente de la atmósfera que del susto fácil. Se podría decir que le cuesta arrancar, ya que su realizador prefiere introducirnos poco a poco en esa pesadilla rural, con no poco ecos de 2000 maníacos (Two thousand maniacs!. Herschell Gordon Lewis, 1964). La mayor parte de la acción transcurre en el apartado hostal, donde Marc Stevens -el nombre del protagonista- compartirá palabras con Bartel, su propietario, un hombre adolorido al haber perdido a su mujer, Gloria; y Boris, un introvertido muchacho, con rasgos esquizoides. No es hasta el encuentro de Marc con otros habitantes del pueblo, cuando la película pasa de ser una obra inquietante a mostrar toda su crudeza.

Fabrice du Welz demuestra que sabe manejar una cámara, tanto a la hora de planificar secuencias -magnífico aquel travelling circular, a modo de proceso desquiciante del protagonista- como en la construcción de planos que captan toda la "belleza" del horror -me estoy refiriendo al plano nocturno, donde gracias a una mínima iluminación, da la impresión que Boris juega con la cabeza de Marc entre sus piernas-. A diferencia de la plasticidad del film de Aja, du Welz dota a su trabajo de una estética feísta, desgarbada, de una cierta tosquedad formal, gracias en parte a una fotografía monocromática, que le emparenta más al cine de Gaspar Noé (2). Sin ir más lejos, una de las últimas secuencias de Calvaire rivaliza en dureza con la ya inolvidable escena de Irreversible, aquella en la que somos testigos del asedio al hostal de Bartel, y que culmina con el escape de Marc, tras ser sodomizado por uno de los lugareños, todo ello seguido a través de un terrible plano-secuencia en asfixiante picado -acción que haría palidecer hasta a la mismísima Defensa (Deliverance. John Boorman, 1972)-.


Pero quizás lo más interesante de Calvaire no radica sólo en su fuerza visual, sino también en una doble lectura a nivel argumental. Casualidad o no, este cantante venido a menos abandona una institución donde es acosado por varias mujeres -tanto una anciana como una enfermera- para aterrizar en un pueblo donde solo conviven hombres, y en el que la ausencia de la esposa del propietario del hostal, cobra una importancia inusitada. De hecho, se puede hablar de la existencia de una antigua sociedad matriarcal, que tras la desaparición de la mujer, se sume en un proceso de involución sociológica, cayendo en un estado primitivo. ¿Podría estar hablando Fabrice du Welz acerca de la importancia de la mujer, todo ello perfectamente pervertido bajo las apariencias de un survival de horror? Es más, el realizador potencia un cierto aire onírico, no solo desde el momento en el que la bruma engulle la furgoneta de Marc y le guía a través de un camino nebuloso, sino también hacia el final, cuando la huida del cantante se antoja imposible, remarcada por lo abrupto del terreno que debe superar.

En definitiva, y alejándome de las dobles vías de interpretación, recomendar Calvaire a los aficionados a esta clase de propuestas, ya que encontraréis un trabajo de un gran empaque, pero que dada su naturaleza, está destinado a vagar por ahí, hasta que algún día aparezca en las estanterías de cualquier videoclub de barrio. Es nuestra misión recuperarlo y darlo a conocer como se merece.

Saludos

(1) Como también lo estuvo Alta tensión, estrenada de forma minoritaria un año después de su paso por Sitges, a pesar de haber arrasado en el reparto de premios.

(2) No en vano, tanto Irreversible como Calvaire cuentan con Benoît Debie como director de fotografía.

lunes, marzo 06, 2006

[El plano] "Old Boy" (2003) de Chan-wook Park


...o como un solo plano vale, para demostrar la furia y la locura de un hombre que busca respuestas, tras haber sido encerrado durante 15 años en una habitación........ahh, y por cierto, sí, son dientes.

Saludos

domingo, marzo 05, 2006

Apichatpong Weerasethakul: Mysterious object at noon



Mi compañero en tijeretazos.net, Álvaro Alda ha redactado un brillante ensayo acerca de esta obra de ¿ficción?, ¿documental? de uno de los creadores más vanguardistas del panorama cinematográfico actual, el tailandés Apichatpong Weerasethakul. Os invito a adentraros en este "misterioso objeto fílmico".....

"Buena parte del cine actual más interesante se mueve entre las fronteras de lo real y no lo no real en el cine, entre el documental y la ficción... Directores imprescindibles como Jia Zhang-ke o Kore-Eda... Apichatpong Weerasethakul, realiza una película (misterioso objeto), que es quizás un cuaderno de notas de esa moviemiento, de esa búsqueda, un día, un mediodía. Álvaro Alda parte a su encuentro, sigue los trazos, las huellas, que el director tailandés a ido dejando a lo largo del negativo, en un ensayo apasionante, serie noir...."

"El relato (re)interpretado: Mysterious Object at noon"

Saludos

[Retro] "Umberto D" (1952) de Vittorio De Sica: La vejez de un John Doe


Comentaba José Enrique Monterde en su capítulo dedicado al cineasta nipón Akira Kurosawa en el dossier publicado por la revista “Nosferatu” que, “en Vivir (Ikiru, 1952), (…) deberíamos remitirnos a otra película de De Sica-Zavattini, Umberto D (id, 1952) con la que tiene ciertas concomitancias” (1). Pero de hecho, podríamos dar un paso más y añadir un nuevo título, El último (Der letzte mann; F. W. Murnau, 1924), para así cerrar una especial “trilogía” acerca de la insatisfacción de la vejez. A pesar de las obvias y diversas líneas de fuga que presentan cada uno de ellos (2), hay una serie de características comunes que los encauzan hacia un discurso parecido y decididamente devastador. Para empezar, sus protagonistas son hombres de avanzada edad, cuyo ciclo laboral parece haberse cerrado por su longevidad, y que deben adecuarse a un papel insignificante en la sociedad a la que pertenecen. Sobre ellos planea la sombra de la resignación, y con gran escepticismo vital se enfrentan al futuro. Además, los tres largometrajes se encuadran en una corriente “realista”, desde el marco social del Japón de posguerra en Vivir, la adscripción neorrealista de Umberto D, o el espíritu de El último, más cercano al “Kammerspielfilm” que al expresionismo. Sin embargo, en Umberto D es donde la penalidad alcanza un punto más álgido, ya que adolece del acto redentor de Vivir, y de ese epílogo onírico a modo de pastiche bienintencionado de El último.

En Umberto D, De Sica apuesta por un “realismo” más directo, sin apenas concesiones, reflejando la calamitosa cotidianeidad de sus personajes, lejos del espíritu poético de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1950) o de los excesos melodramáticos de la genial, pero algo sobrevalorada Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948). Si en esta última, se seguía una estructura narrativa clásica para mostrar la Italia de posguerra, en Umberto D no son necesarias cortapisas para recrear el día a día de Umberto (Carlo Battisti), un profesor retirado que malvive junto a su perro Flike en un viejo cuarto, incapaz de llegar a fin de mes debido a su escasa pensión, y a punto de ser desahuciado por su casera. La mirada cansada de su protagonista nos guía a través de la congregación en los comedores públicos, de esos hospitales donde los enfermos se encuentran hacinados y todos son partícipes de las desgracias ajenas, en una sociedad en la cual la picaresca pasa por ser la única forma de sobrevivir, y donde la supervivencia individual no deja sitio a intereses mayores (cf. “¿Habrá guerra?”, le pregunta un compañero a Umberto, mientras éste le observa de manera escéptica y totalmente desengañado). Al igual que en Ladrón de bicicletas, ni siquiera la religión parece sofocar el triste entorno. Si en aquella, Antonio transgredía una celebración religiosa para continuar la búsqueda de su bicicleta robada, en ésta, su protagonista le pide un rosario a una monja con el objetivo de alargar su estancia en el hospital.


La aspereza emocional del largometraje se acentúa dado el dibujo de Umberto, que intenta salvaguardar su dignidad como persona evitando la mendicidad, hasta el límite de acudir al suicidio para librarse de una existencia que ya ha dejado de tener sentido. Pero, ¿acaso no es la muerte la salida más sencilla? ¿No es más duro el hecho de sobrevivir y enfrentarse un día más a una situación imposible? Por si esto no fuera suficiente, hay algo más en Umberto D que la convierte en una obra intemporal y aún vigente: su adecuación al momento actual, donde los mayores apenas llegan a fin de mes con unas míseras pensiones, y terminan muriendo solos en el seno de esta sociedad del bienestar que todos compartimos.

(1) Monterde J. E., “Compromiso con el humanismo; el cine de A. Kurosawa”; en Revista “Nosferatu” 44-45.
(2) Vivir reflexiona acerca de cómo proporcionar un sentido a la existencia, así como de la búsqueda de una redención, mientras que El último expone de modo irónico la tragedia ante la deshonra por perder el uniforme (objeto de orgullo y prestigio social), e incluye una sutil burla acerca de la vanidad/condición humana.

Saludos

jueves, marzo 02, 2006

[Retro] "Harry el sucio" (1968) de Don Siegel: Una áspera crónica social


Durante las décadas de los 60 y los 70, un grupo de indómitos realizadores expresaron su disconformidad ante una sociedad ideológicamente fracturada, un país envuelto en un clima beligerante y de tensión. Francotiradores cinematográficos como Sam Peckinpah, Nicholas Ray, Samuel Fuller o Don Siegel se encargaron de facturar productos crudos, difíciles de digerir, imbuidos de una rebeldía que en múltiples ocasiones les obligó a refugiarse en las catacumbas de la serie B, donde podían dar rienda suelta a su reacción ante un mundo desestructurado. Su cine, plagado de antihéroes nihilistas y de reprobada individualidad, atrapados en ese universo violento que los consumía, chocó frontalmente contra una serie de sectores críticos que no dudaron en tildarlos de reaccionarios o fascistas. El tiempo, siempre el tiempo, ha puesto a cada uno en su sitio, pero también ha establecido una injusta jerarquía que no duda en olvidar a algunos nombres, en este caso, Don Siegel.

Antes de firmar Harry el sucio (Dirty Harry. 1971), película que puso de moda el género de policías con métodos expeditivos, y que actúan al margen del cuerpo, Siegel ya había dirigido obras notables, como esa parábola social revestida de sci-fi que es La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the body snatchers. 1956), o una estupenda adaptación de un relato de Ernest Hemingway, Código del hampa (The Killers. 1964). En Harry el sucio retoma uno de sus géneros favoritos, el policíaco, a través de una adecuada puesta al día de las convenciones de la novela hardboiled –el detective duro y desengañado- sustituyendo ese look claroscuro derivado del expresionismo por una visión “hiperrealista”, en la línea de títulos como Bullitt (id. Peter Yates, 1968). Ambas películas comparten –al igual que muchos thrillers de la década de los 70- una mirada escéptica ante una sociedad en estado de descomposición, enfatizado por una dirección distanciada, áspera, con aspecto de crónica periodística, plagada de zooms y planos rodados con teleobjetivo.


A diferencia de plagios e inspiraciones posteriores, desde las olvidables películas protagonizadas por Charles Bronson hasta los delirios postmodernos de Quentin Tarantino, el detective Harry Callahan está muy lejos de ser un apóstol del “ojo por ojo”. El personaje interpretado por Clint Eastwood es de algún modo una víctima más del sistema, un policía que, en otro tiempo, se adivina disciplinado y comprometido, pero cuyo progresivo desencanto le ha conducido al terreno del “outsider”. Es interesante apreciar como se presenta el propio Harry al público, no a través de una acción violenta, sino ejecutando su trabajo de manera ordenada. Incluso en la secuencia del robo del banco, su resignación le invita a llamar por teléfono a la central de policía, pero finalmente debe participar en la refriega, viéndose obligado a disparar, no sin antes haber recibido varias descargas. ¿Acaso Harry no sufre el desenfreno de unos ciudadanos, que no dudan en apalearlo sin preguntar, mientras éste intenta perseguir a un sospechoso? ¿O no está a punto de morir, debido a su intervención como negociador frente a un suicida?

La aparición del “serial-killer” Scorpio –cuyas características hacen pensar en un wasp- es la baza de Don Siegel para criticar abiertamente a diversas instituciones, tanto al departamento de policía como a los medios de comunicación. La maniobra de Harry por dar caza a un criminal que se escuda en los entresijos legales para salir indemne, no nos hace sino replantearnos las carencias de un sistema judicial que es perfectamente aplicable al presente. Y es que al final, a pesar de que el orden social es reestablecido, uno tiene una sensación agridulce, desalentadora, la de un combate ya perdido. Algo está fallando, parece decir Siegel, y realmente no sé si es demasiado tarde para repararlo.

Saludos

miércoles, marzo 01, 2006

[Retro] "Atraco a las tres" (1962) de José María Forqué: Los contrapuntos amargos de la comedia


Se dice que las mejores películas son aquellas que trascienden a su época, y que aún hoy en la actualidad mantienen su frescura intacta, no solo como testimonio de tiempos pretéritos, sino como obras visionarias que fueron más allá de su adscripción temporal. Eso sí, si existe un género que por lo habitual parece perder parte de su encanto, esa es la comedia, o al menos dada la concepción del humor que suele manifestarse en la actualidad. Y es que los cánones que rigen el género humorístico hoy en día, (al menos, en la parcela hollywoodiense) se decantan por la escatología o la broma fácil. Malos tiempos para la lírica, que diría Golpes Bajos, y también mala época para un género, que lució sus mejores galas en los años de los Lubitsch, los Wilder, los Hawks, o los McCarey, en largometrajes donde la preocupación por dotar de la acidez e ironía necesaria a los diálogos, suponía la clave del éxito.

Atraco a las tres (José María Forqué, 1962), sin llegar al nivel de los grandes, asume una curiosa mezcla entre los diálogos atropellados de la comedia absurda y los gags visuales del slapstick, pero su mejor baza radica en su áspera radiología de la sociedad española, solapada bajo las risas de la más intrascendente de las comedias. La premisa argumental del largometraje no deja de ser una parodia castiza de las grandes películas de robo, apuntando con precisión telescópica a Atraco Perfecto (The Killing. Stanley Kubrick, 1956) o Rififi (Du rififfi chez les hommes. Jules Dassin, 1955), y tomando de ellas el aspecto humano que caracteriza -o debería caracterizar- a este subgénero. A diferencia de obras actuales como Ocean’s eleven (id. Steven Soderbergh, 2001) o Un golpe maestro (The Score. Frank Oz, 2001), dónde la preparación del robo parece desdeñarse ante la propia ejecución del mismo, en Atraco a las tres lo interesante no supone comprobar el resultado del plan –que se adivina fallido-, sino estudiar el componente humanístico de este heterogéneo y variopinto grupo de desheredados, que intentan perpetrar un golpe a la oficina bancaria donde trabajan, ante el despido de su anterior director, y la llegada de un auténtico capitalista al sillón de la dirección. Resulta curioso como durante las reuniones que mantienen para planificar el asalto, los protagonistas prestan más atención a quimeras inalcanzables, en un futuro plagado de lujosos coches, chalets en Alicante, o lavadoras de último diseño, contrapunto de una realidad hiriente donde deben alquilar la televisión a un vecino, para ver el programa de moda junto al resto de su comunidad.

José María Forqué filma con elegancia y clasicismo las vicisitudes de estos asalariados, haciendo uso de sutiles movimientos de cámara que reencuadran a sus protagonistas en el espacio fílmico, espacio que se asemeja más a un decorado teatral, en los momentos que se desarrollan en el interior del banco. La sobriedad de la dirección contrasta sin embargo con el desvarío formal de la set-piece final, donde el realizador se pierde en una selva de golpes y patadas, haciendo (des)aparecer a sus personajes sin razón aparente. Una narración algo monocorde, unida a la pérdida de frescura de muchos de sus gags y situaciones, restan varios puntos a una comedia que parecer haber dilapidado parte de su punch humorístico con el paso del tiempo, pero que sin embargo, se sostiene por su sutil crítica a la realidad de la época, y su reflejo de una España que, no olvidemos, no se encuentra tan atrás.

Saludos