lunes, noviembre 16, 2009

Teniente Corrupto



Muy a su manera, Werner Herzog es un cineasta distópico. Quizás no en un sentido fantacientífico, pero sí desde una óptica naturista. Y lo es porque Herzog es un paisajista enamorado de un mundo imaginario en el que la naturaleza reinstaure una hegemonía que el progreso y la tecnología han abolido. Como si se tratase de un Caspar David Friedrich armado con una cámara de cine, Herzog es algo así como un romántico de la barbarie que en sus lienzos en scope destierra al hombre a ser un mero espectador, una pieza minúscula dentro de un entramado donde el paisaje, el entorno natural, es magnificado hasta engullir todo lo demás.

Desde sus inicios, el cine de Werner Herzog ha optado por resituar al hombre, por recolocarlo dentro de otro orden de las cosas, por privarle de ser el centro de atención de la ficción, y por lo tanto, de la vida. Por ello, el realizador alemán ha dotado a sus protagonistas de un halo demente, desclasado y desfasado, ajenos a las leyes de la civilización, y en perpetua busca de una nueva identidad primigenia. La locura, en su cine, es una herramienta de insurrección para aquel que no desea someterse a un sistema impúdico y clasista. Así, Herzog se ha alejado progresivamente de los entornos urbanos para alcanzar, en obras como The Wild Blue Yonder (2005) o Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007)), una particular cosmovisión donde el ser humano es una forma de vida más, microscópica y casi invisible ante el imparable y mayestático devenir del universo .

Teniente Corrupto (Bad Lieutenant: Port Call of New Orleans, 2009), su solipsista remake del film de Abel Ferrara, se abre con un elocuente prólogo donde una serpiente sacada de Cobra Verde (1987) se desliza por un escenario asolado por una catástrofe, la Nueva Orleans post-Katrina, hasta llegar a una celda donde un reo lucha por escapar. La cita es doble: el primitivo universo herzogiano acechando nuevamente al civismo, y la Naturaleza tomando el control del género policíaco. Nada puede detener su avance, podría afirmar Herzog, ni siquiera la ficción. Y el largometraje, no obstante, bascula sobre la figura de un ensimismado Nicolas Cage –ese teniente corrupto-, el producto de un sistema que deambula zarandeado por seísmos que no puede controlar. Herzog toma distancia, observa desde fuera -¿los planos subjetivos de los lagartos?-, y convierte a todos los actos de sus protagonistas en acciones que destilan una torpe incomprensión, que a su vez dota a la narración de una comicidad diríase abyecta, de un tono alucinado ante decisiones que la Naturaleza es incapaz de responder. De ahí que a diferencia de la película de Ferrara, atravesada por una moral férrea y plenamente humana, la obra de Herzog describa los comportamientos como simples actos (chocantes), derivados de una especie que no encuentra su lugar en ese nuevo entorno. En el fondo, si Ferrara realiza una película personal y del ahora, Herzog termina filmando un obra global sin precedentes, con la dificultad de partir de un género cerrado y al mismo tiempo desprovista de más grandilocuencias que ver a un alma bailando break.

En un mundo donde la Naturaleza ha oficializado su presencia, el hombre no posee el control porque ya no puede ejercitar sus reglas. Sólo puede convertirse en testigo, en simple espectador de un nuevo orden, un orden caótico y ajeno a explicaciones racionales/humanas, pero quizás más justo, más equilibrado, o a lo mejor más loco en su manera de reordenar la realidad. Un nuevo mundo donde uno debe sentarse a esperar el siguiente corrimiento, abandonar toda lógica, y fundirse con el medio. Werner Herzog, desde el corazón de la industria, desde las pelucas de Nicolas Cage y las curvas de Eva Mendes, saquea la moral, se ríe de Ferrara, y certifica su particular venganza contra el Mundo, contra la Humanidad y contra el cine que esa Humanidad ha parido en este Mundo. Eso, y utilizar la ficción como último recurso del loco que no puede derribar el orden establecido.

Saludos

miércoles, noviembre 11, 2009

Pack Bizarro



La salida a la venta hace escasas fechas del Pack Bizarro, editado por Avalon, es capaz de provocar una apacible mezcla entre agradecimiento, homenaje y elegía. Agradecimiento por la posibilidad de adquirir en un mismo pack cuatro obras importantes del fantástico oriental moderno. Homenaje porque estas cuatro películas consiguieron impulsar la vertiente más popular de una cinematografía que se relanzó con fuerza en el nuevo milenio. Y elegía por la sensación de no continuidad, o al menos de desaceleración manifiesta, de ausencia de un legado sólido en la senda que dichas obras marcaron en su momento. Cierto es que no nos encontramos ante los títulos de siempre, ante los Ringu o Ju-On de turno, pero sí ante trabajos que si bien no marginales, sí gozan de la aureola de culto, y que desde sus respectivas habitaciones han marcado directrices a seguir. Hoy en día, con el cine de género francés ocupando las portadas de los fanzines y copando las programaciones de los festivales especializados, quizás sea buen momento para revisar esa cierta tendencia del fantástico oriental instaurada a principios del milenio.

Convertido en realizador de culto dada su ingente producción V-Cinema y sus delirios exploitation, y actualmente inclinándose hacia el mainstream más iracundo –ahí están ejemplos como Yatterman o el díptico Crows Zero- Takashi Miike ha sido uno de los cineastas fundamentales de la nueva ola de cine extremo nipón. Ichi the Killer, incluida en el Pack Bizarro, puede leerse como el Hana-bi de Kitano, es decir, su obra definitiva y sin vuelta atrás sobre el yakuza-eiga, donde lleva más allá del límite todos los elementos disfuncionales incluidos en sus anteriores acercamientos al género. Miike, que antes de trasgredir ya había practicado un cierto respeto hacia el género –la trilogía Young Thugs-, se embarca en la detonación absoluta del cine de yakuzas, lleva a cabo un ejercicio deconstructivo de un posmodernismo arrollador, que hace añicos las aportaciones más subversivas de Seijun Suzuki o Yasuzo Masumura. Porque Ichi the Killer es un film al mismo tiempo hiperrealista y fantástico, desnudo y grandguignoleso, grotesco y romántico en su acepción más trasgresora: atroz en la construcción de la violencia y esperpéntico en su resolución. O al igual que su incorregible protagonista, Kakihara, Ichi the Killer absorbe el humo de sus precedentes por la boca y lo expulsa a través de inexplicables orificios temáticos.

A diferencia de la cinematografía nipona, siempre activa pese a funcionar comercialmente a ráfagas, Corea del Sur ejemplifica la burbujeante y tintineante evolución del mercado asiático. En lo mejor, abasteció de briosos referentes a la producción genérica; en lo peor, engrosó listas acumulativas de tópicos deslucidos. En lo mejor encontramos dos propuestas que forman parte de este pack: por un lado, Salvar el Planeta Tierra es, con total seguridad, una de las películas más inclasificables que, sotto voce, nos ha legado la industria surcoreana. Como si se tratase de una versión bizarra de La muerte y la doncella, Jang Joon-Hwan construye un heterodoxo thriller a ras de sangre pero con hechuras finales de índole metafísica, sobre un desclasado que busca su lugar en el mundo mediante el secuestro y la tortura de un alto ejecutivo al que cree un alienígena. Su inicio, abiertamente cómico, da lugar a la crónica social y más tarde bascula hacia el horror vacui, en uno de esos melting pot genéricos que tan bien han cultivado recientemente los autores coreanos. Por otro lado, 2 Hermanas pertenece a otro corpúsculo de la industria coreana. Su base es la reinterpretación del kaidan eiga nipón mediante un estilizamiento de sus formas. En esta ocasión, Kim Jee-Woon, virtuoso que ha hecho del eclecticismo temático y el lustre visual sus mejores herramientas, retoma un cuento tradicional del folklore coreano y lo actualiza pertinentemente, elaborando una parábola sobre los lazos familiares pero enriqueciéndola con matices psicopatológicos.

Finalmente, la obra con menos entidad de las presentadas en el pack procede de una industria tan dispersa como la hongkonesa. Inner Senses, dirigida por Lo Chi-Leung, es un clásico relato de fantasmas en la línea de lo trabajado por los Pang Brothers. Mezcla lo atávico con lo racional, y no pierde de vista la abrumadora arquitectura del país que ha crecido siempre escindido entre dos valores. Una película que también sirve como despedida cinematográfica de Leslie Cheung, que se suicidó poco después.

Saludos

sábado, noviembre 07, 2009

Adventureland



James: “He sido un idiota
Em: “No, la idiota he sido yo

En algún momento hemos de asumir que nuestras vidas pueden resumirse en una suma de clichés. Ya lo hizo mi compañero y amigo Manuel Ortega en el primer párrafo de su texto sobre la última de Isabel Coixet, y yo he de reconocer que mi vida últimamente se asemeja bastante a una tragicomedia indie. Quizás por ello me veo identificado en sus arquetipos, sonrío con sus amores, suspiro con sus desdichas, y me regodeo en sus problemas. Incluso esa estética medio lo-fi medio high definition puede adecuarse a lo que mis nuevas gafas de pasta me transmiten de la realidad. De buen rollo escucho a The Wave Pictures, en las transiciones vitales doy un repaso a Yo La Tengo, y de bajona me da por Magnolia Electric. Co, Lambchop, o cualquier grupo folk que admita tendencias depresógenas. Vamos, que la BSO de cualquier película salida de Sundance puede describir perfectamente este momento vital, del mismo modo que el gangsta rap definió mi época de adolescente solitario, emigrante descreído, y empollón en la sombra. Supongo que a los 40 y cuando me echen del curro, revisaré Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002) y me pasaré a la canción protesta. No es el caso. Y el caso es que ser consciente de ese cliché es agradecido por lo que tiene de sátira, de irónica afrenta personal, e incluso para relativizar situaciones, y sobre todo, emociones. Porque está muy bien ponerse el tema de Joy Division de turno, actualizar el estado de Facebook, escribir desde la emoción, invocar a Bergman, montarse cada uno sus historias y construirse sus clichés, pero luego hay que salir a la calle, hacer las cosas, limitar las dosis de melodrama, afrontar los problemas con madurez y dejar la ficción para lo que vale, es decir, para rellenar espacios y dar un poco de color a la realidad. Y llorando, ojo, que no es incompatible.

El caso es que tanto Adventureland (Greg Mottola, 2009), como Supersalidos (Superbad, 2007), al convertirse en retazos del pasado, en arquetipos cinematográficos de un tiempo (vital) que ya pasó, logran activar esas huellas memorísticas que facilitan y provocan la identificación, y por tanto, la emoción. Greg Mottola, como Richard Linklater, parece erigirse en cronista generacional, en un arquitecto de momentos vitales, en un fabulador de esas etapas que, mejor o peor, todos hemos compartido. Lo consigue, al igual que Linklater, partiendo de relatos cuyo centro de gravedad, pese a tener un marcado carácter localista, logra trascender el contexto y apelar al mínimo común múltiplo emocional mediante la escenificación de sentimientos universales.

James —el protagonista de Adventureland— es un chico especial, aunque no lo sepa. Y no lo sabe porque nadie se lo ha dicho nunca. Porque sus amigos viven en un universo que él ha dejado atrás para adentrarse en otro que también desconoce por lo que tiene de inexplorado. No lo sabe porque sus padres comparten una realidad ajena a sus inquietudes, a sus miedos, a sus objetivos. Em —la protagonista de Adventureland— también es una persona especial, aunque no haga más que intentar negarlo con sus actos. Por mucho que intente reducirse al estereotipo de postadolescente rebelde y de hijastra incomprendida imbuida en una falsa madurez, Em es mucho más (distinta) de lo que cree. James conoce a Em; Em conoce a James, y entre ambos ocurre algo que sólo ocurre cuando dos personas realmente especiales chocan entre sí: un complejo alud, una ingente cascada de sentimientos, pensamientos, y sensaciones físicas cuya punta de lanza son cuatro miradas de soslayo entre los seis cristales de un coche al calor de Jack Johnson, perdón, de Lou Reed.

James y Em saben que no comparten el mismo momento, saben que el verano significa algo diferente para cada uno, y eso los separa. James quiere perpetuar lo que Em pretende negar. Uno busca confirmar lo que la otra insiste en desmontar. Y ambos recorren un trayecto hacia un nuevo estadío. Adventureland, por tanto, y a diferencia de Supersalidos, no es la crónica del fin de una época, sino un relato sobre el descubrimiento personal, sobre la maduración y la aceptación de lo que somos y hemos sido, en definitiva, una colisión frontal contra uno mismo de la que emerge el insight que nos conduce a un nuevo Yo. Adventureland nos cuenta qué ocurre cuando es el otro quién pulsa esas teclas que nos hacen ser mejores, que nos obligan a crecer y a sacar lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros, a través del amor, del dolor, de la ilusión o la decepción. Por eso duele que Mottola sortee, sabemos que necesariamente, esos otros trayectos imaginarios de sus protagonistas: la duda o el arrepentimiento; trayectos que dibujarían a James no como un simple enamorado, sino como una persona que puede dudar de lo que está sintiendo porque nunca lo ha experimentado antes.

«Tú sabías que aquello no saldría bien, y aún así te metiste de lleno. Ahora no hay un lugar donde puedas estar suficientemente lejos». Esto lo canta Quique González en su último disco —que es el único que conozco, para ser honestos—. Hay amores que nos impiden ver más allá, y Adventureland, como diario de un amor verdadero, así lo refleja. No obstante, James no es un tipo cualquiera. El sentimiento lo empuja, pero no lo ciega. O lo ciega lo suficiente como para no ver lo que quiere obviar, porque no puede aceptarlo. De ahí que James, al igual que el protagonista de 500 días juntos (500 Days of Summer. Marc Webb, 2009) representen un rol idealizado, profundamente individual, del milagro amoroso. Y al convertirse en crónica de ese enamoramiento, Mottola lo describe como un hecho fugaz, como efímeros momentos de complicidad, de ahí que sus imágenes den la impresión de deslizarse constantemente entre nuestros dedos. Erigida sobre tópicos no tan tópicos, sobre instantes irrepetibles que forjan una relación, Adventureland es, en el mejor de los fondos, una película construida sobre el recuerdo, sobre la memoria, que no son más que clichés tergiversados de momentos que resumen lo mejor, o lo más significativo de cualquier proceso de nuestra existencia.

Y como buen trozo de ficción, tomemos de ella aquello que necesitemos, y luego dejémosla estar, sin convertirla en resumen de nada porque no es sino cliché de todo. Como este texto, y como ese relato. Así que lee, enfádate, llora, ríe y piensa un poco. Porque la realidad transcurre ahí fuera esperando el siguiente movimiento para empujarnos hacia delante o echarnos definitivamente a un lado. Y porque James y yo no nos hemos evaporado. Más bien seguimos estando ahí.

James: “Are we doing this?
Em: “Yeah, I think we are

Saludos