En algún momento hemos de asumir que nuestras vidas pueden resumirse en una suma de clichés. Ya lo hizo mi compañero y amigo Manuel Ortega en el primer párrafo de su texto sobre la última de Isabel Coixet, y yo he de reconocer que mi vida últimamente se asemeja bastante a una tragicomedia indie. Quizás por ello me veo identificado en sus arquetipos, sonrío con sus amores, suspiro con sus desdichas, y me regodeo en sus problemas. Incluso esa estética medio lo-fi medio high definition puede adecuarse a lo que mis nuevas gafas de pasta me transmiten de la realidad. De buen rollo escucho a The Wave Pictures, en las transiciones vitales doy un repaso a Yo La Tengo, y de bajona me da por Magnolia Electric. Co, Lambchop, o cualquier grupo folk que admita tendencias depresógenas. Vamos, que la BSO de cualquier película salida de Sundance puede describir perfectamente este momento vital, del mismo modo que el gangsta rap definió mi época de adolescente solitario, emigrante descreído, y empollón en la sombra. Supongo que a los 40 y cuando me echen del curro, revisaré Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002) y me pasaré a la canción protesta. No es el caso. Y el caso es que ser consciente de ese cliché es agradecido por lo que tiene de sátira, de irónica afrenta personal, e incluso para relativizar situaciones, y sobre todo, emociones. Porque está muy bien ponerse el tema de Joy Division de turno, actualizar el estado de Facebook, escribir desde la emoción, invocar a Bergman, montarse cada uno sus historias y construirse sus clichés, pero luego hay que salir a la calle, hacer las cosas, limitar las dosis de melodrama, afrontar los problemas con madurez y dejar la ficción para lo que vale, es decir, para rellenar espacios y dar un poco de color a la realidad. Y llorando, ojo, que no es incompatible.
El caso es que tanto Adventureland (Greg Mottola, 2009), como Supersalidos (Superbad, 2007), al convertirse en retazos del pasado, en arquetipos cinematográficos de un tiempo (vital) que ya pasó, logran activar esas huellas memorísticas que facilitan y provocan la identificación, y por tanto, la emoción. Greg Mottola, como Richard Linklater, parece erigirse en cronista generacional, en un arquitecto de momentos vitales, en un fabulador de esas etapas que, mejor o peor, todos hemos compartido. Lo consigue, al igual que Linklater, partiendo de relatos cuyo centro de gravedad, pese a tener un marcado carácter localista, logra trascender el contexto y apelar al mínimo común múltiplo emocional mediante la escenificación de sentimientos universales.
James —el protagonista de Adventureland— es un chico especial, aunque no lo sepa. Y no lo sabe porque nadie se lo ha dicho nunca. Porque sus amigos viven en un universo que él ha dejado atrás para adentrarse en otro que también desconoce por lo que tiene de inexplorado. No lo sabe porque sus padres comparten una realidad ajena a sus inquietudes, a sus miedos, a sus objetivos. Em —la protagonista de Adventureland— también es una persona especial, aunque no haga más que intentar negarlo con sus actos. Por mucho que intente reducirse al estereotipo de postadolescente rebelde y de hijastra incomprendida imbuida en una falsa madurez, Em es mucho más (distinta) de lo que cree. James conoce a Em; Em conoce a James, y entre ambos ocurre algo que sólo ocurre cuando dos personas realmente especiales chocan entre sí: un complejo alud, una ingente cascada de sentimientos, pensamientos, y sensaciones físicas cuya punta de lanza son cuatro miradas de soslayo entre los seis cristales de un coche al calor de Jack Johnson, perdón, de Lou Reed.
James y Em saben que no comparten el mismo momento, saben que el verano significa algo diferente para cada uno, y eso los separa. James quiere perpetuar lo que Em pretende negar. Uno busca confirmar lo que la otra insiste en desmontar. Y ambos recorren un trayecto hacia un nuevo estadío. Adventureland, por tanto, y a diferencia de Supersalidos, no es la crónica del fin de una época, sino un relato sobre el descubrimiento personal, sobre la maduración y la aceptación de lo que somos y hemos sido, en definitiva, una colisión frontal contra uno mismo de la que emerge el insight que nos conduce a un nuevo Yo. Adventureland nos cuenta qué ocurre cuando es el otro quién pulsa esas teclas que nos hacen ser mejores, que nos obligan a crecer y a sacar lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros, a través del amor, del dolor, de la ilusión o la decepción. Por eso duele que Mottola sortee, sabemos que necesariamente, esos otros trayectos imaginarios de sus protagonistas: la duda o el arrepentimiento; trayectos que dibujarían a James no como un simple enamorado, sino como una persona que puede dudar de lo que está sintiendo porque nunca lo ha experimentado antes.
«Tú sabías que aquello no saldría bien, y aún así te metiste de lleno. Ahora no hay un lugar donde puedas estar suficientemente lejos». Esto lo canta Quique González en su último disco —que es el único que conozco, para ser honestos—. Hay amores que nos impiden ver más allá, y Adventureland, como diario de un amor verdadero, así lo refleja. No obstante, James no es un tipo cualquiera. El sentimiento lo empuja, pero no lo ciega. O lo ciega lo suficiente como para no ver lo que quiere obviar, porque no puede aceptarlo. De ahí que James, al igual que el protagonista de 500 días juntos (500 Days of Summer. Marc Webb, 2009) representen un rol idealizado, profundamente individual, del milagro amoroso. Y al convertirse en crónica de ese enamoramiento, Mottola lo describe como un hecho fugaz, como efímeros momentos de complicidad, de ahí que sus imágenes den la impresión de deslizarse constantemente entre nuestros dedos. Erigida sobre tópicos no tan tópicos, sobre instantes irrepetibles que forjan una relación, Adventureland es, en el mejor de los fondos, una película construida sobre el recuerdo, sobre la memoria, que no son más que clichés tergiversados de momentos que resumen lo mejor, o lo más significativo de cualquier proceso de nuestra existencia.
Y como buen trozo de ficción, tomemos de ella aquello que necesitemos, y luego dejémosla estar, sin convertirla en resumen de nada porque no es sino cliché de todo. Como este texto, y como ese relato. Así que lee, enfádate, llora, ríe y piensa un poco. Porque la realidad transcurre ahí fuera esperando el siguiente movimiento para empujarnos hacia delante o echarnos definitivamente a un lado. Y porque James y yo no nos hemos evaporado. Más bien seguimos estando ahí.
El caso es que tanto Adventureland (Greg Mottola, 2009), como Supersalidos (Superbad, 2007), al convertirse en retazos del pasado, en arquetipos cinematográficos de un tiempo (vital) que ya pasó, logran activar esas huellas memorísticas que facilitan y provocan la identificación, y por tanto, la emoción. Greg Mottola, como Richard Linklater, parece erigirse en cronista generacional, en un arquitecto de momentos vitales, en un fabulador de esas etapas que, mejor o peor, todos hemos compartido. Lo consigue, al igual que Linklater, partiendo de relatos cuyo centro de gravedad, pese a tener un marcado carácter localista, logra trascender el contexto y apelar al mínimo común múltiplo emocional mediante la escenificación de sentimientos universales.
James —el protagonista de Adventureland— es un chico especial, aunque no lo sepa. Y no lo sabe porque nadie se lo ha dicho nunca. Porque sus amigos viven en un universo que él ha dejado atrás para adentrarse en otro que también desconoce por lo que tiene de inexplorado. No lo sabe porque sus padres comparten una realidad ajena a sus inquietudes, a sus miedos, a sus objetivos. Em —la protagonista de Adventureland— también es una persona especial, aunque no haga más que intentar negarlo con sus actos. Por mucho que intente reducirse al estereotipo de postadolescente rebelde y de hijastra incomprendida imbuida en una falsa madurez, Em es mucho más (distinta) de lo que cree. James conoce a Em; Em conoce a James, y entre ambos ocurre algo que sólo ocurre cuando dos personas realmente especiales chocan entre sí: un complejo alud, una ingente cascada de sentimientos, pensamientos, y sensaciones físicas cuya punta de lanza son cuatro miradas de soslayo entre los seis cristales de un coche al calor de Jack Johnson, perdón, de Lou Reed.
James y Em saben que no comparten el mismo momento, saben que el verano significa algo diferente para cada uno, y eso los separa. James quiere perpetuar lo que Em pretende negar. Uno busca confirmar lo que la otra insiste en desmontar. Y ambos recorren un trayecto hacia un nuevo estadío. Adventureland, por tanto, y a diferencia de Supersalidos, no es la crónica del fin de una época, sino un relato sobre el descubrimiento personal, sobre la maduración y la aceptación de lo que somos y hemos sido, en definitiva, una colisión frontal contra uno mismo de la que emerge el insight que nos conduce a un nuevo Yo. Adventureland nos cuenta qué ocurre cuando es el otro quién pulsa esas teclas que nos hacen ser mejores, que nos obligan a crecer y a sacar lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros, a través del amor, del dolor, de la ilusión o la decepción. Por eso duele que Mottola sortee, sabemos que necesariamente, esos otros trayectos imaginarios de sus protagonistas: la duda o el arrepentimiento; trayectos que dibujarían a James no como un simple enamorado, sino como una persona que puede dudar de lo que está sintiendo porque nunca lo ha experimentado antes.
«Tú sabías que aquello no saldría bien, y aún así te metiste de lleno. Ahora no hay un lugar donde puedas estar suficientemente lejos». Esto lo canta Quique González en su último disco —que es el único que conozco, para ser honestos—. Hay amores que nos impiden ver más allá, y Adventureland, como diario de un amor verdadero, así lo refleja. No obstante, James no es un tipo cualquiera. El sentimiento lo empuja, pero no lo ciega. O lo ciega lo suficiente como para no ver lo que quiere obviar, porque no puede aceptarlo. De ahí que James, al igual que el protagonista de 500 días juntos (500 Days of Summer. Marc Webb, 2009) representen un rol idealizado, profundamente individual, del milagro amoroso. Y al convertirse en crónica de ese enamoramiento, Mottola lo describe como un hecho fugaz, como efímeros momentos de complicidad, de ahí que sus imágenes den la impresión de deslizarse constantemente entre nuestros dedos. Erigida sobre tópicos no tan tópicos, sobre instantes irrepetibles que forjan una relación, Adventureland es, en el mejor de los fondos, una película construida sobre el recuerdo, sobre la memoria, que no son más que clichés tergiversados de momentos que resumen lo mejor, o lo más significativo de cualquier proceso de nuestra existencia.
Y como buen trozo de ficción, tomemos de ella aquello que necesitemos, y luego dejémosla estar, sin convertirla en resumen de nada porque no es sino cliché de todo. Como este texto, y como ese relato. Así que lee, enfádate, llora, ríe y piensa un poco. Porque la realidad transcurre ahí fuera esperando el siguiente movimiento para empujarnos hacia delante o echarnos definitivamente a un lado. Y porque James y yo no nos hemos evaporado. Más bien seguimos estando ahí.
James: “Are we doing this?”
Em: “Yeah, I think we are”
Em: “Yeah, I think we are”
Saludos
4 comentarios:
Muy bien el texto, Roberto. Me ha gustado mucho!!
Me alegro que te haya gustado Tonio. Me ha costado sacarlo adelante.
Saludos
He parado en este blog por casualidad y me ha gustado. Lograr reflexiones atinadas a partir de casos tan kitch como "Le llaman Bodhi" tiene mérito. En realidad, toda la cultura de masas, la denominada "cultura-basura", tiene un sedimento sobre el que es preciso pararse a reflexionar -como en su momento hicieron Andy Warhol, Frank Zappa, los dadaístas y algunos otros-, y en ocasiones puede ser tan ilustrativa como la denominada cultura "seria".
Mis sinceras felicitaciones,
Federico F. Giordano
Mi blog:
http://www.saturnalia-cultura.blogspot.com/
Muchas gracias Federico por tu comentario.
Saludos
Publicar un comentario