Cuando G. K. Chesterton escribió “El dragón en el escondite” quizás no se dio cuenta que su relato, más allá de su espíritu cafre y su apariencia de narración nonsense —Óscar Sacristán dixit— contribuía a poner en liza la dificultad del héroe para encontrar su sitio en el mundo. El cuento, que narra los avatares de un proscrito de nombre Sir Laverok, revela que el héroe es siempre la excepción, la acotación moral dentro de un universo que se viene abajo. Por eso héroe siempre rima con sacrificio, porque su función es la de esa tirita que absorbe la hemorragia para terminar cayendo al suelo empapada en sangre. Al héroe hay que olvidarlo pronto, porque introduce la duda en una comunidad que no quiere negociar su ambigua moral.
Mamet coincide con Chesterton en que el héroe siempre gana en off, lucha y vence en el contraplano, lejos del ruedo mainstream. Su victoria es pírrica, a menudo insignificante, y ya nunca deviene en aprendizaje colectivo porque su código moral es un conjunto de plegarias pasadas de moda. Reformulando a Chesterton, cuando el héroe sale de su escondite el universo tropieza, pero sin enseñanza, sin moraleja, solo queda el propio sacrificio y lo que uno pueda asimilar de ello. Si el mundo ya no quiere aprender, más vale que al menos aprendas tú algo. Por eso los héroes de Mamet solo pueden contentarse con superar sus propios miedos, con salir ilesos de la batalla a la que han sido abocados.
Cinturón rojo (Red Belt, 2008), como Spartan (2004)—e incluso como “The Unit (2006-¿?)”— es una gran parábola moral creada por un director que se está haciendo viejo. La historia de este instructor de jiu-jitsu que se ve obligado a cuestionar su propio sistema de valores a raíz de un acontecimiento azaroso, es análoga al soldado que abandona su unidad para hacer lo que él cree que tiene que hacer: elecciones personales dentro de un código ético rígido. Lo que nos dice Cinturón rojo es que David Mamet está tan hastiado del mundo, que se encuentra tan decepcionado de lo que en él ha encontrado, que en lugar de rodar un film nihilista, sublima sus deseos y construye una obra total donde lo inverosímil cumple una labor redentora. Si estás desencantado con la realidad, encuentra en la ficción algo que mitigue tu dolor. Por ello Cinturón rojo es una ficción imposible, donde lo representado no asume una labor de descripción realista, sino que tiene como objetivo expiar un pecado colectivo. Todo lo que tiene de utópico la decisión final del film, lo tiene de limpia de conciencia.
Yo no creo que Cinturón rojo sea una película sobre el jiu-jitsu, y tampoco sé si Mamet practica algún arte marcial. Pero tampoco creo que Campeón de campeones (Best of the Best. Robert Radler, 1989) sea una película sobre el karate, sino una tramoya en celuloide con fin de panfleto político. Pero sí creo una cosa, y es que el film nos termina transmitiendo un doble mensaje: si Mamet ha tenido que acudir a un código externo para guiar a un personaje de dudoso pasado, es porque cree que dentro de nosotros no hay nada de lo que podamos partir. Sin embargo, el personaje de Chiwetel Ejiofor, consciente que aquello que lo guía se ha transformado en un circo, en una farsa artificiosa despojada de toda ética, termina encontrando en sí mismo la razón de esa moral. Porque no importa qué nos guíe, si el jiu-jitsu, las reflexiones de Savater, o la religión: al final, la moral la construimos nosotros mismos. Una enseñanza que nos concede un último suspiro de independencia dentro de una sociedad en la que parece imposible asumir nuestra propia individualidad.
Saludos