A Marcus Nispel habría que agradecerle que abriera la veda para la propagación de esta nueva corriente de horror de “línea dura”, que supuso un balón de oxígeno ante la mojigatería y puritanismo del
slasher para teenagers que copó las carteleras durante gran parte de la década de los ’90, y los epígonos del terror elíptico promulgado por
El sexto sentido (
The Sixth Sense. M. Night Shyamalan, 1999) y por las modernas
ghost-stories –el
neo-kaidan eiga para los más puristas- procedentes de Asia. Su valioso
remake de
La matanza de Texas (
The Texas Chainsaw Massacre, 2003), aparte de poner de relieve la necesidad del público por experimentar sensaciones “fuertes”, se alejaba convenientemente del manoseado original de Hooper en base a su cuidado empaque formal, que sin desdeñar el “realismo sucio” abrazaba una cierta imaginería de lo bizarro, condimentado con un notable sentido de lo truculento y arropado por la contemplación explícita de una violencia pergeñada por el ya legendario matarife aficionado a las “armas blancas”. Revisada hoy,
La matanza de Texas (2003) quizá se resienta debido a unas carencias –en particular, las relacionadas con la descripción de sus protagonistas- que en su momento fueron solapadas ante el ávido recibimiento de este esteta de lo tenebroso que personificaba el propio Nispel, un realizador en el fondo más atraído por la deformidad, por lo siniestro, que por esos jóvenes de cuerpos esculturales violentados por el psicópata; un aspecto que emerge nuevamente en
El guía del desfiladero (
Pathfinder, 2007)
(1).
Con su interesantísimo y finalmente abortado proyecto televisivo de
Frankenstein (2004) –del que sólo quedó su capítulo piloto- se evidenció la presencia de una personalidad fuertemente fascinada por la contemplación de lo macabro, a través de una fetichista filiación por las agujas, sierras o cuchillas, objetos punzantes con los que proporcionar dolor, así como por la visualización de cuerpos ahorcajados en ganchos de carnicero. Hay un Marcus Nispel muy oscuro, marcado por el sadismo y los sentimientos torcidos, representados a través del barroquismo de los escenarios, casi siempre recargados de elementos escénicos como si se tratase de una versión actualizada del imaginario gótico.
¿Y qué ocurre cuando una personalidad así se encuentra con otra psique tan tormentosa como la del escritor Robert E. Howard, con su prosa impulsiva y volátil? Pues que se produce un choque de proporciones primitivas, de emociones atávicas que dan como resultado una actualización de un género tan discutido como la “Fantasía Heroica”
(2). El propio Stephen King afirmaba que dicho género
“no es la manifestación más baja de la fantasía, pero aún así destila una sensación bastante chabacana”, debido a que
“la ficción de fantasía mediocre –en referencia a la “Fantasía Heroica”-
gira en torno a gente que tiene poder y nunca lo pierde, sino que sencillamente se sirve de él (…) Atrae a gente con un agudizado sentimiento de carencia de poder en el mundo real, que obtiene una inyección directa de éste leyendo relatos de forzudos bárbaros cuya extraordinaria habilidad con la espada sólo se ve superada por su extraordinaria habilidad con la polla”(3) (sic); unas afirmaciones que obviamente no comparto por su reduccionismo y simpleza, si bien King podría haber generalizado tras el análisis de la figura inestable de Howard –al que sin embargo salva de la quema debido a su talento literario-, un adolescente enclenque y retraído, objeto de crueles bromas por parte de sus compañeros de clase, y que entendía la escritura como un acto de exorcismo en el que asumía el rol de un todopoderoso e invencible guerrero enfrentándose sin descanso a las huestes del mal, ya fuera en la piel de Kull, Solomon Kane o el célebre Conan el Cimerio
(4).
Tomemos por ejemplo un breve fragmento de su formidable relato “Los gusanos de la tierra”:
“El romano hizo un gesto a los ejecutores. Uno de ellos agarró un clavo y, colocándolo contra la muñeca de la víctima, lo golpeó con fuerza. La punta de hierro se hundió profundamente a través de la carne, crujiendo contra los huesos. (…) La víctima se convulsionó y forcejeó instintivamente. Las venas se hincharon en sus sienes, el sudor perló su frente, los músculos de sus brazos y piernas se retorcieron y anudaron. (…) La sangre manó en un río negro sobre las manos que sujetaban los clavos, manchando la madera de la cruz, y se pudo oír el sonido inconfundible de los huesos astillándose” (5). Es éste el espíritu que impregna la atroz narración de Nispel, no sólo a través del despiadado regodeo –amparado en un hiriente detallismo- en los cráneos fracturados, los miembros amputados o los torsos ensartados, sino también mediante la descripción visual de un paisaje que parece fundirse con los personajes y que los impulsa a la barbarie, donde cuevas, lagos helados, bosques o montañas se convierten en los mejores aliados para la planificación de una emboscada, para ejecutar el golpe de gracia que acabe con el enemigo. En el fondo no andamos muy desviados del espíritu de films neo-impresionistas como
Blissfully Yours (
Sud Sanaeha. Apichatpong Weerasethakul, 2002),
Old Joy (Kelly Reichardt, 2006), o más recientemente
El bosque del luto (
Mogari no mori. Naomi Kawase, 2007), donde el argumento se reduce a anécdota para confrontar al ser humano ante las inclemencias del medio natural, y de esta manera despojarlo de los pesados estigmas de la civilización, todo ello pasado por el filtro del más avezado relato de aventuras.
No obstante, a diferencia de los territorios habituales de la “Fantasía Heroica”, en
El guía del desfiladero nos encontramos lejos de esos mundos arcaicos regidos por el caos, la autocracia y poblados por las más fantásticas criaturas. Nispel contextualiza la acción en unos imaginarios quinientos años antes de la llegada de Colón a Norteamérica para desplegar la feroz lucha entre los indios autóctonos –un poblado cuya existencia se revela
“naif” y pacífica- y los invasores vikingos, entregados al culto a la espada y a la violencia como forma de vida. Así, el protagonista del film, un joven vikingo abandonado por su padre, liderará la resistencia del débil ante el fuerte, y un poco a la manera del Tom Stall de
Una historia de violencia (
A History of Violence. David Cronenberg, 2005)
(6), la Novia del díptico
Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003-2004) o la de tantos y tantos héroes del
western de pasado oscuro, deberá efectuar un ejercicio regresivo casi esquizofrénico para combatir al intruso, que no es otro que su yo oscuro, su
ello, o concretando aún más, ese
No Yo que proclamaba H. S. Sullivan en sus teorías, es decir, aquello que mantenemos oculto porque no deseamos que salga a la luz. Nuestro héroe necesitará invocar lo olvidado, lo reprimido, para luchar en igualdad de condiciones contra el villano, y para ello deberá volver a hablar su lengua –que se asemeja en su articulación vocal a un gruñido, recordando aquello que afirmaba Slavoj Zizek del lenguaje como representación cinematográfica/figurada del
ello-, recordar sus estrategias, y consumar un simbólico parricidio para borrar la mácula del pasado. Un pasado salpicado por la violencia que siempre vuelve hacia nosotros y nos impide descansar.
En su crítica de
El perro mongol (
Die Höhle des Gelben Hundes. Byambasuren Davaa, 2005), Tonio L. Alarcón nos recordaba que los pobladores de aquel paisaje indómito al menos podían dar caza a los lobos que atacaban su rebaño de ovejas, mientras que
“ante los que venden hipotecas a 40 o 50 años, con posibilidad de que las herede la familia, sólo nos atrevemos a agachar la cabeza y tragar bilis”(7). Quizás en este sentido no habría que obviar el valor terapéutico que puedan tener películas como
El guía del desfiladero,
Apocalypto (Mel Gibson, 2006) o
300 (Zack Snyder, 2006), no solo como un refugio ante el sometimiento psíquico que engendra el adocenamiento intelectual o lo “políticamente correcto”, sino como una derivación adulterada de la catarsis, cuando en la actualidad ésta solo es satisfecha a través de vías indirectas tales como el propio cine, los videojuegos o incluso las relaciones sexuales. Es aquí donde opera este nuevo
revival del cine primitivo: el bien contra el mal, el héroe contra el villano, desterrando por un rato el molesto relativismo y proyectando en la pantalla esa mitad oscura que todos poseemos y que la “civilización” persiste en intentar desactivar.
(1) Largometraje que toma como base al film noruego pseudo-ecologista Pathfinder, el guía del desfiladero (Ofelas. Nils Gaup, 1987), pero cuyas similitudes se reducen a algunas licencias narrativas.
(2)Aspecto sobre el que basa su análisis el crítico Antonio José Navarro desde las páginas de Dirigido por: «El guía del desfiladero. Recordando la “Heroic Fantasy”», en Dirigido por, nº 369, pág. 18.
(3) King, Stephen. Danza macabra. Ed. Valdemar, Madrid, 2006. Pág. 493.
(4) Con el paso de los años Robert E. Howard se interesó por la práctica del boxeo, moldeando su cuerpo hasta convertirse en un joven musculoso. Quienes lo conocieron, lo veían como una versión “en carne y hueso” de su Conan. Manifestaba una enfermiza relación de dependencia hacia su madre, hasta el extremo de suicidarse pegándose un balazo en la sien después de que ésta sufriera un colapso y cayera en coma. Howard apenas contaba con 30 años de edad, y su atribulada vida lo coloca dentro del malditismo de toda una generación de escritores norteamericanos, desde Ambrose Bierce hasta H.P. Lovecraft pasando por Henry S. Whitehead.
(5) Howard, Robert E. "Los gusanos de la tierra"; en La piedra negra y otros relatos de horror sobrenatural. Ed. Valdemar; Madrid; 2007. Pág 111.
(6) En una comparativa –la del film de Cronenberg- que tomo de las reflexiones de mi acompañante durante el pase de prensa de la película.
(7) Tonio L. Alarcón: “El perro mongol. Tradición contra modernidad”, en Dirigido por, nº360, pág 19.Saludos