En su reseña para la Guía del Ocio y a propósito de
300 (Zack Snyder, 2007), Roberto Piorno firmaba la siguiente frase:
«Snyder busca reclutar a la platea adolescente con un lenguaje afín a sus filias multimedia, incrustando monstruos y criaturas feroces en la faena magníficamente vendible en miniaturas de merchandising» . De esta sentencia pueden extraerse toda una serie de fobias y acartonadas disquisiciones que ponen de manifiesto el gradual, y posiblemente irreversible, proceso de degradación de la crítica cinematográfica. En primer lugar, supongo que el susodicho crítico no pretenderá afirmar que aquellos que disfruten/disfrutamos de
300 seamos unos adolescentes —término entendido con un sesgo particularmente peyorativo—, o si es así, quien suscribe estas líneas no debe haber madurado mucho porque ha caminado durante casi 120 minutos con Leónidas y sus 300 espartanos a la cruenta batalla frente al ejército persa. En segundo lugar, nos enfrentamos una vez más a la enésima mueca de disgusto en contra del
“videojuego”, que al igual que el
“videoclip” en su tiempo, parece convertirse en el culpable de los males actuales del cine. Se hace evidente que existen demasiadas mentes obtusas incapaces de vislumbrar un futuro de mestizaje multimedia —algo que por cierto adelanta un visionario David Lynch en
Inland Empire (2006). Y es que parece que muchos no se han enterado todavía que el cine no es un arte disecado ni dispuesto para su autopsia, sino un ente vivo y cambiante, que no sólo se nutre de la literatura, la pintura o el teatro, sino también de todo tipo de manifestaciones audiovisuales, aunque éstas puedan ser tan poco
distinguidas como el
“videojuego”. ¿Hasta cuando tendremos que aguantar las constantes descalificaciones que se vierten sobre este formato? ¿Cuándo aquellos que hemos crecido en su regazo emprenderemos una enconada defensa –y esta vez sí, “resistencia”- contra aquellos que lo critican posiblemente sin conocerlo? Y por último, habría que preguntarle a Frank Miller si esa peculiar propensión a la deformidad y las taras físicas responden a un simple afán mercantilista. A lo mejor resulta que el crítico tiene razón en sus afirmaciones.
Largometrajes como
300 ejemplifican la persistencia de un estado comatoso, de un profundo raquitismo argumental, que unido a una endeble capacidad analítica, no solo distorsionan el noble ejercicio de la crítica —oficio que entendido como género literario supone creación y reflexión; del mismo modo que el artista parte del mundo para concebir una obra de arte, el crítico parte de esa obra para crear a su vez otro mundo— sino que terminan por embrutecer a un lector cuyo alimento cultural se reduce al acatamiento de unas tesis “opinativas” que carecen de todo valor. Sin entrar a considerar todo el daño que la crítica gacetillera y periodística ha hecho a este oficio —espacio reducido al SÍ y al NO, a una guía de consulta a modo de
“fast food” que el reformado urbanita consume de forma atropellada para evitar el cine comercial y abrazar el
cinema d’auteur, y que en ocasiones ni se entiende, rebosada de estructuras adjetivales y de palabrejas que buscan disimular su nula voluntad de razonamiento—, la crítica de cine parece reducirse de manera creciente a un total subjetivismo que incluso niega cualquier valor, por mínimo que éste sea, de una obra de arte en detrimento de los gustos del personaje de turno. Así pues, el lector, engullido por tal torbellino de mentecatez termina por consentir aquellas reseñas que mejor conecten también con sus gustos, aunque estén privadas de un acerado estilo interpretativo de la obra en cuestión. Este hecho, claramente trasladable al mundo del cinematógrafo —aceptamos mejor las obras que comulguen con nuestro estilo de pensamiento, pese a que puedan ser tibias o carentes de virtudes artísticas, mientras que condenamos a aquellas que atacan o ponen en cuestionamiento nuestros principios éticos, morales— solo puede engendrar un universo ensimismado, agresivo, individualista y poco tolerante, en definitiva, un universo maniqueo, curiosamente plasmado por un largometraje como
300.
De este modo, el gran porcentaje de textos que pueden leerse sobre
300 se restringen a la exaltación o vilipendio de sus (no) logros, a si es una película épica o no lo es, a si es
“como un videjuego” o no lo es, a si emociona o no emociona, como si la emoción fuera algo cuantificable o medible, y que recuerda a la peor versión de esos escritos sobre “cine sensorial” que apelan a la conexión
emocional con el espectador para que la película funcione (¡¡puaj!!). Y no hablemos de las odiosas comparativas con los peplums de Pietro Francisci, Vittorio Cottafavi, o Riccardo Freda, como si fuera imposible disfrutar al mismo tiempo del
Ulises (
Ulisse. 1955) de Mario Camerini o del
Ercole al centro della terra (1961) de Mario Bava, como de
300, resucitando fantasmas que deberían estar ya enterrados
[1]. Siempre nos quedará la duda de saber si quienes afirman lo anterior habrían aplaudido toda esta cosecha genérica en su momento, o si esto no deja de ser un entrañable ejercicio de pose.
Pero, ¿por qué
300 es como es? ¿Qué puede aportar el lenguaje digital a este tratado sobre la valentía y el heroísmo? La virtud de
300 descansa en que pretende acariciar lo glorioso mediante una puesta en escena que adopta el paroxismo, la hipérbole. De este modo, la pomposa escenificación digital es capaz de edificar un universo legendario que mitifique unos valores, una esencia del Ser que va más allá de la Historia, de la simple representación de unos hechos pasados. El barroquismo formal del film, su exagerada artificiosidad nos introduce deliberadamente en una epopeya irreal, arcaizante, carente de amarras con la reconstrucción fidedigna de una batalla histórica, y por tanto sin ningún interés por perfilar una confrontación realista.
300 no quiere narrar, desea ilustrar, trascender, epatar. El largometraje de Zack Snyder acomete el ejercicio de la Épica
[2] a través de una sublimación de todas sus constantes: la narración en
off, a modo de poema homérico, contada por un superviviente de la feroz contienda; la firme predisposición de sus personajes, sin dudas, sin temores, dispuestos a entregar su vida por su empresa; la enaltecida caracterización de Leonidas —un inconmensurable Gerard Butler—, cuya presencia física, sentido del deber y bravo aliento guerrero rememora a héroes de la talla de Hércules o Maciste, pero con la sabia condición del mejor estratega; el terreno de combate, que a diferencia del largometraje de Maté, es en esta ocasión apenas un opresivo y angosto desfiladero; los grandilocuentes diálogos, que vaciados de todo realismo, reclaman la trascendencia del sacrificio… En
300, por tanto, el hombre no existe como tal, su figura se encuentra difuminada en un entorno ilusorio que lo transforma en un ideal abstracto, donde se exalta —guste o no; se busque o no— la familia, las relaciones paterno-filiales —que hermosa es la correspondencia entre ese padre que se siente orgulloso de ver a su hijo a su lado, combatiendo escudo con escudo—, el honor, la camaradería, el militarismo o la abnegación. Detrás de su naturaleza de somera adaptación de una novela gráfica, de divertimento intrascendente, de film apolítico,
300 es un tajante panegírico, un rotundo apólogo ideológico, pero encarado con arrojo y convencimiento, sin remilgos ni medias tintas.
(Leonidas en las Termópilas; Jacques-Louis David, 1814)
Al igual que
Apocalypto (Mel Gibson, 2006),
300 ya ha sufrido el estigma de ser considerada una película
simple, chata y maniquea. Pero no deja de ser curioso que ambas se erijan como portavoces de una sociedad contemporánea que sufre de un notable maniqueísmo, fracturada entre buenos y malos, terroristas y no terroristas, nacionalistas y no nacionalistas, entre el sentirse español o no (!!!!). Es más, calificamos a estos trabajos de planos cognitivamente hablando, cuando el ser humano, en su cotidiano conductismo, tiende a simplificar su vida y sus relaciones mediante estos términos, como bien expone el famoso
sesgo de atribución; es decir, cuando nosotros cometemos un error lo atribuimos a la situación, a causas externas, pero si lo comete el prójimo lo imputamos a su personalidad.
300 sí es un largometraje maniqueo, pero no pretende ser otra cosa. Expone su dualidad desde el principio: los cuerpos apolíneos de los espartanos frente al perfil dionisiaco de los persas; la sosegada monogamia de unos frente a las orgías de lujuria y desenfreno de los otros; la ortodoxia religiosa del espartano en contraste con el paganismo de los persas; o la oposición entre un testosterónico Leonidas y un afeminado Jerjes.
300 no trata de vendernos un mundo ambiguo, con aristas, lo suyo es exponer un enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Y del mismo modo que la obra maestra de Mel Gibson,
300 deja de ser
simple en el momento que pretende radiografiar a un ser humano enfrentado a una situación extrema, que pone en peligro la existencia de un hombre y la de los suyos. En ambas películas se obliga al civilizado espectador, apaciblemente sentado en su segura butaca de cine, a experimentar una regresión a un estado primitivo, a confrontarse con su
yo más primario cuando se cuestiona su seguridad, su hogar, su familia. En este momento
300 no solo no es una película simple, sino de un humanismo cuyos valores parecen ser vetados/reprimidos por el urbanita contemporáneo.
Domenico Paolella, malogrado artesano, prestigioso realizador dentro del cine de aventuras italiano, afirmaba que
«(…) Los films mitológicos atraen a las masas en épocas de escasa evolución o en períodos de clara involución» [3] . A la vista pues de la repercusión que está trayendo consigo la recuperación actual del
peplum y del
kolossal, sería oportuno preguntarnos qué sostienen títulos como
300, o si lo que nos narran es tan intrascendente como podrían aparentar. Quizás porque detrás de su
vacuidad, de su
falta de alma, se enmascaran afirmaciones que en este mundo tan crispado que compartimos, tememos afrontar.
[1]Lo mismo ocurre con la comparativa con El león de Esparta (The 300 Spartans. 1962), dirigida por Rudolph Maté, cuyo acercamiento a la Batalla de las Termópilas es (afortunadamente) equidistante de la versión Snyder/Miller, pese a que compartan puntos en común.
[2]Otra cosa es que a uno no le parezca épica por la razón que sea. Lo importante no es esto, sino explicar el porqué de esta recepción.
[3]Extraído de El peplum italiano; Más rápido, más alto y más fuerte; por Antonio José Navarro. Revista Dirigido por…nº354; Marzo 2006; pág. 40.
Saludos