domingo, abril 29, 2007

[Festivales] IX BAFF, Novena edición del Festival de Cine Asiático de Barcelona




Contra todo pronóstico y pese a que las circunstancias hacían preveer todo lo contrario, volvemos un año más al BAFF. Será la tercera ocasión consecutiva en la que nos enfrentaremos a lo más esperado del cine (d' auteur) asiático, una edición en la que se presentan cuatro de los más importantes realizadores orientales contempóraneos: Jia Zhang-ke, Hong Sang-soo, Tsai Ming-liang, y Apichatpong Weerasethakul. No obstante, tampoco hay que perder la pista a una segunda sobremesa de títulos que se agazapan tras los cabezas de cartel, donde destacan las nuevas propuestas de Djamshed Usmonov, Lou Ye, Ryuichi Hiroki o Yoo Ha. Y para los que no solo viven de actualidad, una extraordinaria retrospectiva de cine chino que recoge, desde algunos largometrajes del citado Jia Zhang-ke y de otros miembros de la Quinta y la Sexta Generación, hasta la posibilidad de acceder a títulos malditos como West of the tracks -el mayestático (e inaguantable) documental de más de 500 minutos rodado por Wang Bin- o Black Cannon Incident, de Huang Jianxin.

Aunque para ser sincero, todo esto no es más que una excusa para ver a un gran grupo de amigos.

Saludos

viernes, abril 27, 2007

[Próximo Estreno] "Spiderman 3" (2007) de Sam Raimi: Sam "Feuillade"



Pese a la oficial defunción hace ya unos cuantos lustros de las productoras de serie B, la pujanza de los direct-to-video de la década de los ’80, o las múltiples producciones que terminan lanzándose hoy en día al vasto mercado del dvd, las salas de cine/productoras no han permanecido ajenas a la proyección/financiación de títulos que disfrazan sus múltiples carencias artísticas con elevados presupuestos. Ejemplos hay muchos, aunque quizás podríamos citar al más famoso: ese delirio pulp enfundado en carcasa de diamantes que se marcó George Lucas con su trilogía-precuela de su saga galáctica, todo un derroche de medios y de economía al servicio de una gran nada cinematográfica, y cuya vigencia a nivel artístico se ha demostrado nula. Con la afirmación anterior no se pretende catalogar a Spiderman 3 (Sam Raimi, 2007) como una película de serie B con presupuesto de A, aunque haya momentos en los que se merezca tal etiqueta. De hecho, si tuviéramos que ajustar nuestra puntería, Spiderman 3 podría considerarse una pieza más –y acaso la más significativa- de lo que en el fondo Columbia, por medio del amigo Raimi, nos lleva vendiendo desde hace ya cinco años: el serial más caro de la historia del cine; una sucesión de entregas en la que, como si fuera una versión ditirámbica y fantasiosa de Dawson Crece (¡ups!), se nos narran las desventuras de un triángulo amoroso -ahora ya cuarteto- todavía anclado en una adolescencia que esta tercera pieza pretende en su epílogo dinamitar.

Ese aroma a serial (¿a cómic?) no sólo se evidencia desde los títulos de créditos iniciales, jalonados por la aparición de breves flashes de los films anteriores con el fin de ensamblar memorias, sino que todos los acontecimientos que afloran estrechan lazos emocionales con sucesos previos, negándole a esta entrega una autonomía de la que sí gozaba –tampoco mucho pero algo más- su segunda parte. Los muertos parecen jugar roles más significativos que los vivos, y tanto el Duende Verde como el tío Ben siguen ejerciendo una acusada influencia en sus respectivas castas. Por otro lado, conviene destacar dentro de este gran juguete el pomposo combate final, que renuncia al memorable sabor operístico del de Spiderman 2 (2004), y lo intercambia por una grandilocuencia sin reservas que se asemeja por su falta de vergüenza a alguna “monster smash” de aquellos decadentes títulos de la factoría de monstruos de la Universal. No obstante, es preciso recalcar que pese al circo de tres pistas montado para la ocasión, la saga sigue manteniendo ese regusto a película de personajes, aunque para los grandes estudios el sentido de la superación vuelva a manifestarse en la aglomeración de efectos digitales, de monstruos y de vicisitudes personales, dando la impresión que la tardanza en culminar esta tercera película se debe más a la esperada mejora de los F/X que a la concienzuda escritura de un guión.


Spiderman (2002) era un sencillo largometraje seminal que venía a esclarecer la génesis del superhéroe arácnido a la par que mostraba el proceso de aprendizaje ante la vida de un apocado e ingenuo adolescente. Spiderman 2 nos desvelaba cuáles son los sentimientos de aquellos que observan como nadie valora su trabajo diario. De algún modo, lo que esta sorprendente secuela venía a contarnos era que quienes levantan un país no son los Almodóvares, los Zapateros, o los Casillas, sino millones de currantes anónimos cuya labor pasa totalmente desapercibida para los grandes medios: un ajuste de cuentas evidenciado en ese clímax donde, tras perder su máscara, su anonimato, se descubre que el héroe no es más que un muchacho cualquiera. Spiderman 3 quiere ir un paso más allá para decirnos, en clave superheroica, que esos currantes que comienzan a recoger elogios pueden terminar inmersos en un microcosmos tan egotista que les haga olvidar quiénes son y cuál es el propósito de su misión. Por tanto, podría afirmarse que si Spiderman 2 es una película proletaria, Spiderman 3 es un film burgués, lo que se hace patente no sólo en la situación emocional de su protagonista, sino también en la manera acomodada, “facilona”, con la que Raimi ha encarado la dirección del film. La nueva entrega se convierte entonces en una suerte de cara B (¿cara oscura?) de la segunda parte, reciclando material y situaciones, pero subvirtiéndolas, dándoles la vuelta, repitiendo estructuras y digresiones humorísticas. Así, la situación de Sam Raimi podría considerarse equivalente a la de Peter Parker/Spidey, convertido ya en icono pop, mediatizado por el ente público y endiosado por sus fans, consciente de su estatus y vegetando en una burbuja social que lo aísla de los conflictos personales del exterior. Por tanto, la aparición del simbionte actúa a modo de proyección de la nueva personalidad arrogante de Peter –alimentada también por ciertos reveses que acontecen durante el largometraje-, lo que da lugar a una muy elemental lectura psicoanalítica: Peter, gracias al simbionte, despierta su personalidad reprimida (su Ello), para terminar luchando contra ella y desplazándola al exterior en la monstruosidad del archiconocido Venom, que se convierte en su otro Yo, en su antítesis materializada en la figura del fotógrafo -como él- rival, Eddie Brock.

Siguiendo el modelo de su predecesora, Spiderman 3 no quiere quebrantar ese frágil equilibrio entre la acción y el desarrollo de sus personajes, aunque sea a costa de reducir a los villanos –en esta ocasión, el Nuevo Duende Verde (Harry Osborn), el Hombre de Arena y Venom- al papel de comparsa dentro de un universo que pertenece en exclusiva a la dualidad Parker/Spiderman, una armonía endeble pero necesaria para una saga que siempre se ha vanagloriado de abarcar ambos frentes. Y así avanza Spiderman 3, a veces segura de sí misma, a veces por el mar de la ortodoxia, del formulismo, legándonos un resultado desigual; por un lado, la sensación de agotamiento (no sólo formal), y por otro la necesidad para el espectador por saber, por conocer, cual será el siguiente capítulo de este lujoso serial, cuya (por ahora) última entrega apenas nos obsequia con una escena para el recuerdo: la génesis, poética a la par que trágica, de un personaje tan finalmente desaprovechado como el Hombre de Arena.

Saludos

viernes, abril 20, 2007

[DOCS, Observaciones de lo real Nº 1] Monográfico confrontado: Dardenne vs Aranoa



Llega a los kioscos próximamente -si no lo ha hecho ya-, una nueva revista de cine, DOCS-Observaciones de lo Real, centrada en el mundo del documental y del cine de no-ficción (¿?). Para los interesados, se suceden los textos que analizan la situación actual del género, desde una óptica casi siempre condescendiente y poco crítica -salvo excepciones-. Además, conviven entrevistas a profesionales del mundillo junto a otros escritos sobre realizadores que tantean su geografía como Naomi Kawase, Joaquim Jorda o Johan Van der Keuken, así como reseñas de largometrajes como Juventude em marcha (Pedro Costa, 2006) o Fantasma (Lisandro Alonso, 2005), entre otros. Un servidor publica un ensayo a dos manos junto a su ex-compañero y amigo Miguel, en el que confrontamos a dos directores: Jean-Pierre & Luc Dardenne vs. Fernando León de Aranoa; un artículo breve pero intenso, sucinto pero incisivo, sin "compromiso" alguno y sí con voluntad de dejar las cosas claras (parezco Ramon Freixas...jejeje). Por cierto, ¿qué sucedió con el falso documental y demás?.......lolailola.....lolailolo....

Fernando León y los hermanos Dardenne, dos valores consagrados en un tiempo cercano en la industria cinematográfica, dos de las cabezas más visibles del polémico -y cada vez más asentado como género propio- "cine social" europeo (...). Se trata de dos maneras de entender el cine completamente diferentes, y (...) todos los contrastes que analizaremos pueden resumirse o entenderse al observar sus comienzos; la escuela de León es el guión, la de los Dardenne es el documental. Es decir: la estructura, la preparación exhaustiva y la implicación personal de quien crea personajes e historias frente a la improvisación, la frialdad y la distancia "objetiva" de quien intenta captar un valor espontáneo y pasajero de la realidad.

Saludos

lunes, abril 16, 2007

[El plano] "La isla" (2000) de Kim Ki-duk: Pulsiones


Dos anzuelos se engarzan formando la figura de un corazón en mitad de un charco de sangre. Amor y Dolor, dos pulsiones que se solapan; en un plano, Kim ki-duk disfraza el sadomasoquismo con una hermosa metáfora.

Saludos

miércoles, abril 11, 2007

[Esteno] "El buen pastor" (2006) de Robert de Niro: Figuras de autoridad



Hace escasas fechas, un largometraje tan prescindible como El buen alemán (The Good German. Steven Soderbergh, 2006), volvía a poner en evidencia la inutilidad de rescatar un lenguaje, una pose, unas maneras, en definitiva todo un rosario de significantes pertenecientes al denominado clasicismo, que como toda corriente cinematográfica que se precie, está destinada a ser reformulada, redefinida. De hecho, la gran cantidad de contradicciones que atraviesan el film de Steven Soderbergh solo demuestran una cosa: que lejos de pretender homenajear a una forma de hacer películas, El buen alemán no dejaba de ser otra excusa más para que el cineasta norteamericano percutiera en su faceta lúdica de ensayos con la técnica cinematográfica, de experimentar con la imagen, como ya hiciera con el formato digital en Bubble (2005). Y es que si algo se ha comprobado con el tiempo es que la evocación nostálgica de un cine añejo no puede resultar otra cosa que un ejercicio de impostura. Porque aunque la gramática del cine clásico pueda parecer un lugar seguro, un refugio al que siempre acudir si uno desea encubrir ciertas carencias, sus cimientos deben ser remozados a riesgo de caer en lo caduco, como le sucede a casos como dispares como Stephen Frears en Mrs Henderson presenta (Mrs Henderson Presents, 2005) o a Narciso Ibáñez Serrador en su trabajo para la televisión, La culpa (2006). El clasicismo debe ser abordado con afán de renovación, algo que ya han entendido cineastas como Clint Eastwood –a partir de la reescritura de sus códigos-, John Carpenter –utilizando el género para introducir mecanismos subversivos en su seno- o Jean-Luc Godard –subrayando sus protocolos hasta que éstos quedan en evidencia, haciéndose visibles.

Robert de Niro parece haber tomado nota de lo anterior, y su carrera como director –escasa pero muy estimulante y esperanzadora de cara a un futuro inminente- se enmarca en una línea neoclásica. Así, en El buen pastor (The Good Shepherd, 2006) De Niro, en aras de una narración traslúcida, prefiere desaparecer tras la cámara, no deja entrever muecas autorales ni atiende a una voluntad de estilo. Parafraseando a Andre Bazin, su cine se construye sobre la idea de la transparencia, donde las imágenes sostienen una vocación “ontológica” que le permitan reproducir un mundo continuo y realista, acaso hiper. Su puesta en escena se edifica sobre una pasmosa confianza en la imagen, en la elocuencia del encuadre, en un poderoso sentido del relato tradicional. Incluso su sentido de la Historia no es superlativo, más bien la entiende como un flujo de historias pequeñas que forjan una realidad mayor. De Niro, por tanto, prefiere decirnos las cosas en voz baja, casi susurrando, aunque nos esté hablando de cosas importantes, y pese a que su discurso responda a las mismas inquietudes de su opera prima, Una historia del Bronx (A Bronx Tale, 1993), imagen especular del título que nos ocupa. En este sentido, De Niro le manda un recado a Scorsese, advirtiéndole que pese a haber ganado finalmente el tan ansiado Oscar, no por más gritar se dicen verdades más trascendentales.


Por ende, El buen pastor, es más el retrato de una personalidad destructiva en su hieratismo, de vampirizadora en su menudencia, que la reconstrucción precisa y fidedigna de una época (que también). Como en el cine clásico, los acontecimientos históricos son entendidos como catalizadores de la existencia de su protagonista, se transmutan en variables que afectan a la evolución (¿para mal?) de Edward Wilson (Matt Damon), un joven captado por los servicios de inteligencia de Estados Unidos durante su periplo universitario, y que se convirtió en uno de los pesos pesados del contraespionaje norteamericano durante varias décadas. Ya afirmamos antes que la Historia se cimienta en base a historias, y en esta ocasión, el devenir histórico de la CIA va de la mano de la impasible figura de Wilson, de su progresiva deshumanización e incipiente paranoia, del desprecio hacia sus seres queridos, en definitiva, de su negativa a ver en sí mismo la semilla de una figura paterna débil. Como en Una historia del Bronx, los hijos siempre se rebelan contra el modelo paterno.

No obstante, como lacónico film de espías, El buen pastor no es ajeno a conflictos internacionales ni a vaivenes sociopolíticos, aunque lo asuma desde una visión soterrada, casi fuera de campo. Y ese esqueleto genérico da pie a un largometraje construido sobre eufemismos y metonimias, con su propia y elaborada criptografía, pero que lejos de adscribirse a una moda retro, se atreve a articular un discurso denso y moderadamente subversivo. De hecho, El buen pastor se encarga de derribar de forma sibilina la red de estructuras tradicionales que apuntalan el modelo de vida norteamericano, poniendo en entredicho la familia –entendida aquí como formulismo social, como frágil fachada-, la religión –o la ausencia de ella, El buen pastor puede considerarse casi una película blasfema: CIA=Dios-, o el trabajo –ente ominoso que absorbe al individuo negando los dos valores anteriores. A fin de cuentas, los Estados Unidos que representa Robert de Niro son una mera entelequia, un país sin pasado, sin valores, que se sustenta sobre el materialismo y la ambición desmesurada, solapado bajo un nebuloso sentimiento patriótico, proyectando su esencia en el propio protagonista.

El buen pastor podría formar perfectamente parte de una doble sesión de cine junto a Algunos días en Septiembre (Quelques tours en septembre. Santiago Amigorena, 2006), para así descubrir como dos cinematografías distintas construyen a su manera ficciones sobre espionaje. Sin embargo, aunque una parta de grandes acontecimientos para perfilar a sujetos individuales, y la otra tome como referencia acciones mundanas o directamente insulsas para abarcar reflexiones globalizadoras, ambos discursos gravitan sobre un mismo eje: las amargas relaciones entre los padres y sus hijos.

Saludos

viernes, abril 06, 2007

[Estreno] "300" (2007) de Zack Snyder: En paños menores




Texto en MIRADAS DE CINE

En su reseña para la Guía del Ocio y a propósito de 300 (Zack Snyder, 2007), Roberto Piorno firmaba la siguiente frase: «Snyder busca reclutar a la platea adolescente con un lenguaje afín a sus filias multimedia, incrustando monstruos y criaturas feroces en la faena magníficamente vendible en miniaturas de merchandising» . De esta sentencia pueden extraerse toda una serie de fobias y acartonadas disquisiciones que ponen de manifiesto el gradual, y posiblemente irreversible, proceso de degradación de la crítica cinematográfica. En primer lugar, supongo que el susodicho crítico no pretenderá afirmar que aquellos que disfruten/disfrutamos de 300 seamos unos adolescentes —término entendido con un sesgo particularmente peyorativo—, o si es así, quien suscribe estas líneas no debe haber madurado mucho porque ha caminado durante casi 120 minutos con Leónidas y sus 300 espartanos a la cruenta batalla frente al ejército persa. En segundo lugar, nos enfrentamos una vez más a la enésima mueca de disgusto en contra del “videojuego”, que al igual que el “videoclip” en su tiempo, parece convertirse en el culpable de los males actuales del cine. Se hace evidente que existen demasiadas mentes obtusas incapaces de vislumbrar un futuro de mestizaje multimedia —algo que por cierto adelanta un visionario David Lynch en Inland Empire (2006). Y es que parece que muchos no se han enterado todavía que el cine no es un arte disecado ni dispuesto para su autopsia, sino un ente vivo y cambiante, que no sólo se nutre de la literatura, la pintura o el teatro, sino también de todo tipo de manifestaciones audiovisuales, aunque éstas puedan ser tan poco distinguidas como el “videojuego”. ¿Hasta cuando tendremos que aguantar las constantes descalificaciones que se vierten sobre este formato? ¿Cuándo aquellos que hemos crecido en su regazo emprenderemos una enconada defensa –y esta vez sí, “resistencia”- contra aquellos que lo critican posiblemente sin conocerlo? Y por último, habría que preguntarle a Frank Miller si esa peculiar propensión a la deformidad y las taras físicas responden a un simple afán mercantilista. A lo mejor resulta que el crítico tiene razón en sus afirmaciones.

Largometrajes como 300 ejemplifican la persistencia de un estado comatoso, de un profundo raquitismo argumental, que unido a una endeble capacidad analítica, no solo distorsionan el noble ejercicio de la crítica —oficio que entendido como género literario supone creación y reflexión; del mismo modo que el artista parte del mundo para concebir una obra de arte, el crítico parte de esa obra para crear a su vez otro mundo— sino que terminan por embrutecer a un lector cuyo alimento cultural se reduce al acatamiento de unas tesis “opinativas” que carecen de todo valor. Sin entrar a considerar todo el daño que la crítica gacetillera y periodística ha hecho a este oficio —espacio reducido al SÍ y al NO, a una guía de consulta a modo de “fast food” que el reformado urbanita consume de forma atropellada para evitar el cine comercial y abrazar el cinema d’auteur, y que en ocasiones ni se entiende, rebosada de estructuras adjetivales y de palabrejas que buscan disimular su nula voluntad de razonamiento—, la crítica de cine parece reducirse de manera creciente a un total subjetivismo que incluso niega cualquier valor, por mínimo que éste sea, de una obra de arte en detrimento de los gustos del personaje de turno. Así pues, el lector, engullido por tal torbellino de mentecatez termina por consentir aquellas reseñas que mejor conecten también con sus gustos, aunque estén privadas de un acerado estilo interpretativo de la obra en cuestión. Este hecho, claramente trasladable al mundo del cinematógrafo —aceptamos mejor las obras que comulguen con nuestro estilo de pensamiento, pese a que puedan ser tibias o carentes de virtudes artísticas, mientras que condenamos a aquellas que atacan o ponen en cuestionamiento nuestros principios éticos, morales— solo puede engendrar un universo ensimismado, agresivo, individualista y poco tolerante, en definitiva, un universo maniqueo, curiosamente plasmado por un largometraje como 300.


De este modo, el gran porcentaje de textos que pueden leerse sobre 300 se restringen a la exaltación o vilipendio de sus (no) logros, a si es una película épica o no lo es, a si es “como un videjuego” o no lo es, a si emociona o no emociona, como si la emoción fuera algo cuantificable o medible, y que recuerda a la peor versión de esos escritos sobre “cine sensorial” que apelan a la conexión emocional con el espectador para que la película funcione (¡¡puaj!!). Y no hablemos de las odiosas comparativas con los peplums de Pietro Francisci, Vittorio Cottafavi, o Riccardo Freda, como si fuera imposible disfrutar al mismo tiempo del Ulises (Ulisse. 1955) de Mario Camerini o del Ercole al centro della terra (1961) de Mario Bava, como de 300, resucitando fantasmas que deberían estar ya enterrados [1]. Siempre nos quedará la duda de saber si quienes afirman lo anterior habrían aplaudido toda esta cosecha genérica en su momento, o si esto no deja de ser un entrañable ejercicio de pose.

Pero, ¿por qué 300 es como es? ¿Qué puede aportar el lenguaje digital a este tratado sobre la valentía y el heroísmo? La virtud de 300 descansa en que pretende acariciar lo glorioso mediante una puesta en escena que adopta el paroxismo, la hipérbole. De este modo, la pomposa escenificación digital es capaz de edificar un universo legendario que mitifique unos valores, una esencia del Ser que va más allá de la Historia, de la simple representación de unos hechos pasados. El barroquismo formal del film, su exagerada artificiosidad nos introduce deliberadamente en una epopeya irreal, arcaizante, carente de amarras con la reconstrucción fidedigna de una batalla histórica, y por tanto sin ningún interés por perfilar una confrontación realista. 300 no quiere narrar, desea ilustrar, trascender, epatar. El largometraje de Zack Snyder acomete el ejercicio de la Épica [2] a través de una sublimación de todas sus constantes: la narración en off, a modo de poema homérico, contada por un superviviente de la feroz contienda; la firme predisposición de sus personajes, sin dudas, sin temores, dispuestos a entregar su vida por su empresa; la enaltecida caracterización de Leonidas —un inconmensurable Gerard Butler—, cuya presencia física, sentido del deber y bravo aliento guerrero rememora a héroes de la talla de Hércules o Maciste, pero con la sabia condición del mejor estratega; el terreno de combate, que a diferencia del largometraje de Maté, es en esta ocasión apenas un opresivo y angosto desfiladero; los grandilocuentes diálogos, que vaciados de todo realismo, reclaman la trascendencia del sacrificio… En 300, por tanto, el hombre no existe como tal, su figura se encuentra difuminada en un entorno ilusorio que lo transforma en un ideal abstracto, donde se exalta —guste o no; se busque o no— la familia, las relaciones paterno-filiales —que hermosa es la correspondencia entre ese padre que se siente orgulloso de ver a su hijo a su lado, combatiendo escudo con escudo—, el honor, la camaradería, el militarismo o la abnegación. Detrás de su naturaleza de somera adaptación de una novela gráfica, de divertimento intrascendente, de film apolítico, 300 es un tajante panegírico, un rotundo apólogo ideológico, pero encarado con arrojo y convencimiento, sin remilgos ni medias tintas.


(Leonidas en las Termópilas; Jacques-Louis David, 1814)

Al igual que Apocalypto (Mel Gibson, 2006), 300 ya ha sufrido el estigma de ser considerada una película simple, chata y maniquea. Pero no deja de ser curioso que ambas se erijan como portavoces de una sociedad contemporánea que sufre de un notable maniqueísmo, fracturada entre buenos y malos, terroristas y no terroristas, nacionalistas y no nacionalistas, entre el sentirse español o no (!!!!). Es más, calificamos a estos trabajos de planos cognitivamente hablando, cuando el ser humano, en su cotidiano conductismo, tiende a simplificar su vida y sus relaciones mediante estos términos, como bien expone el famoso sesgo de atribución; es decir, cuando nosotros cometemos un error lo atribuimos a la situación, a causas externas, pero si lo comete el prójimo lo imputamos a su personalidad. 300 sí es un largometraje maniqueo, pero no pretende ser otra cosa. Expone su dualidad desde el principio: los cuerpos apolíneos de los espartanos frente al perfil dionisiaco de los persas; la sosegada monogamia de unos frente a las orgías de lujuria y desenfreno de los otros; la ortodoxia religiosa del espartano en contraste con el paganismo de los persas; o la oposición entre un testosterónico Leonidas y un afeminado Jerjes. 300 no trata de vendernos un mundo ambiguo, con aristas, lo suyo es exponer un enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Y del mismo modo que la obra maestra de Mel Gibson, 300 deja de ser simple en el momento que pretende radiografiar a un ser humano enfrentado a una situación extrema, que pone en peligro la existencia de un hombre y la de los suyos. En ambas películas se obliga al civilizado espectador, apaciblemente sentado en su segura butaca de cine, a experimentar una regresión a un estado primitivo, a confrontarse con su yo más primario cuando se cuestiona su seguridad, su hogar, su familia. En este momento 300 no solo no es una película simple, sino de un humanismo cuyos valores parecen ser vetados/reprimidos por el urbanita contemporáneo.

Domenico Paolella, malogrado artesano, prestigioso realizador dentro del cine de aventuras italiano, afirmaba que «(…) Los films mitológicos atraen a las masas en épocas de escasa evolución o en períodos de clara involución» [3] . A la vista pues de la repercusión que está trayendo consigo la recuperación actual del peplum y del kolossal, sería oportuno preguntarnos qué sostienen títulos como 300, o si lo que nos narran es tan intrascendente como podrían aparentar. Quizás porque detrás de su vacuidad, de su falta de alma, se enmascaran afirmaciones que en este mundo tan crispado que compartimos, tememos afrontar.

[1]Lo mismo ocurre con la comparativa con El león de Esparta (The 300 Spartans. 1962), dirigida por Rudolph Maté, cuyo acercamiento a la Batalla de las Termópilas es (afortunadamente) equidistante de la versión Snyder/Miller, pese a que compartan puntos en común.
[2]Otra cosa es que a uno no le parezca épica por la razón que sea. Lo importante no es esto, sino explicar el porqué de esta recepción.
[3]Extraído de El peplum italiano; Más rápido, más alto y más fuerte; por Antonio José Navarro. Revista Dirigido por…nº354; Marzo 2006; pág. 40.

Saludos

domingo, abril 01, 2007

[Hollywood] "Declaradme culpable" (2006) de Sidney Lumet: Depuración, vejez y escepticismo



Rescato este texto aparecido en el especial 2006 de Miradas, y me disculpo por la falta de actualizaciones. En breves fechas, "300", de Zack Snyder.

Texto en Miradas

De entre toda la (notable) cosecha fílmica de 2006, ahora que se acercan las fechas de hacer repaso, de redactar listas y de recuperar esos títulos que por una u otra razón se nos escaparon en su debido momento, da la sensación de que todo el mundo parece haber olvidado uno de los manifiestos cinematográficos más serios —pero narrado con un sentido del humor de lo más hilarante— del año. En un curso donde varios de los más grandes cineastas norteamericanos nos han deleitado con sus últimos trabajos —Spielberg, Mann, De Palma, Altman…— el viejo Sidney Lumet ha pasado desapercibido, quizás porque su anterior obra, Gloria (id.1999), pudo servir como un anticipado epitafio de su carrera, o quizás porque a pesar de su cuantiosa filmografía, Lumet siempre será considerado un cineasta del montón, de esos nombres olvidados cuyo recuerdo producirán —y producen— una mueca de recelo y reconcomio en la cara de algún que otro cinéfilo extraviado.

Con Declaradme culpable (Find Me Guilty. 2006) Lumet estrecha vínculos artísticos con dos grandes nombres que curiosamente también han estrenado largometrajes durante el 2006, Martin Scorsese y Clint Eastwood. Tanto en la parcela formal como en la conceptual sus trabajos se entrecruzan cuales líneas perpendiculares pese a que la rúbrica estilística (y moral) de cada uno termine por imponer el sello personal propio. Con Infiltrados (The Departed. 2006), Declaradme culpable comparte una depuración visual inaudita hasta el momento en ambos autores. Es momento para no dejarse engañar por los aspavientos de Jack Nicholson, con sus salidas de tono tan habituales como necesarias en el cine de Scorsese, siempre al borde del narcisismo gesticular y hemoglobínico. Porque con Infiltrados, Scorsese ha armonizado un discurso y su aparataje formal, retornando una vez más a la contemplación trágica pero en esta ocasión teñida de un crudo distanciamiento que se palpa en la limpieza del encuadre, en la permisividad que el cineasta del Bronx concede a los espacios para que estos hablen de los personajes sin llenarlos de elementos que enturbien al discurso. En ese sentido Infiltrados, con sus múltiples defectos, condena a unos personajes y a un modo de vida ya sepultado desde ambas facetas (estética y argumental), sin la ambigüedad de títulos anteriores [1]. Scorsese vuelve a caminar entre irlandeses, pero donde antes se imponía un respeto por lo que estos habían erigido —cf. el plano final de Gangs of New York (id. 2002)—, ahora solo queda la mentira, el engaño y la desconfianza. Del rudo sentido del honor se ha pasado a un mundo de informantes, soplones y ratas de áticos.


Al igual que Martin Scorsese, Sidney Lumet vuelve a su género favorito, el cine judicial, para lanzar una descreída mirada sobre él. Y lo hace encarando un proceso de despojamiento visual que evita fáciles anexiones y arengas partidistas. Declaradme culpable hace alarde de un exquisito rigor formal, dando la impresión que Lumet no ha dejado ni un solo plano en el tintero, que ha rodado todo lo que pretendía ya que las piezas encajan con suma precisión. Esta aproximación rigurosa, que para nada debe ser confundida con un lenguaje rígido, academicista o telefílmico, superpone la puesta en escena a un guión que en ocasiones parece desmentir lo que visualmente se intenta transmitir —como la figura un tanto desdibujada del fiscal—. Así pues, en las abundantes secuencias del juicio, Lumet se decanta por el trabajo de planos casi simétricos, con encuadres especulares de igual carga ética que le permiten equilibrar el discurso sin caer en la realización tendenciosa. Su distanciamiento también le sirve para evitar un tono solemne, y sí en cambio ejercer de veterano socarrón, que visualiza el ejercicio de la Justicia, de la Ley —y por ende, también al género humano— desde una óptica sardónica pero que al final se desvela como decepcionante y cansada.

Declaradme culpable parte de un suceso real, de un proceso judicial de casi dos años de duración que terminó con la exculpación de la familia mafiosa Luchese. Lumet y sus guionistas exploran el contencioso a través de la figura de Giacomo “Jackie” DiNorscio, un miembro que ya estaba en prisión al inicio del proceso y que permaneció allí hasta poco antes de su muerte, ya que sus cargos anteriores no le fueron eximidos. Encarnado por un sensacional Vin Diesel —capaz de dotar al mafioso de esa ingenuidad que necesita—, es un personaje atípico que, rayando lo histriónico y lo extravagante, decide defenderse a sí mismo ante la “inutilidad” de su abogado. DiNorscio es algo así como un marciano entre terrícolas, un ignorante que no duda en apelar a lo básico, incluso a lo vulgar, en disonancia con los formulismos y los protocolos de la Justicia. Esto le sirve a Lumet para articular un discurso acerca de las contrariedades del sistema, de su parcialidad e hipocresía. DiNorscio actúa entonces como afilado estilete: su dignidad y visión romántica de la mafia —DiNorscio pertenece a la mafia como podría pertenecer a cualquier otro grupo: simplemente es lo que único que sabe hacer— colisionan con la manipulación y la mezquindad del resto de personajes.

Es aquí donde el film de Lumet enlaza con Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers. Clint Eastwood, 2006). El penúltimo trabajo de Eastwood relata la eterna gira por los Estados Unidos de los héroes de la batalla de Iwo Jima; un descenso a un infierno de flashes y entrevistas, de reuniones gubernamentales y congregaciones públicas, de tres jóvenes degradados a la categoría de objetos nacionales, vaciados de una humanidad perdida en ambas contiendas, la bélica y la “victoriosa”. La contención emocional de todo el metraje, su acercamiento al docudrama más desabrido se rompe hacia su segmento final, cuando Eastwood se derrumba literalmente tras la cámara, acercándose a sus personajes, dándoles cobijo, comprendiéndolos. En cierto modo, Eastwood se identifica con ellos porque ve en esos chicos el espíritu virgen de una nación joven que se pudrió demasiado pronto.


De igual forma, en Declaradme culpable, Lumet se acerca a su protagonista, que no deja de ser un oasis en mitad de un universo árido. El director intenta desarrollar la indefensión de DiNorscio tanto ante sus compañeros del crimen organizado —es constantemente humillado por uno de los jefes del clan— como ante los cuerpos legales —su relación con el fiscal; la paliza que le propinan los guardias del correccional; la reunión con su ex-mujer interrumpida de forma grosera—. Lumet termina identificándose con DiNorscio cuando al final, una vez concluido el proceso y absueltos todos sus protagonistas, éstos salen victoriosos del juzgado. Mediante un elocuente juego de planos DiNorscio es encuadrado en plano americano mientras vuelve al furgón policial para terminar de cumplir su anterior condena. El contraplano siguiente, filmado desde la lejanía, corresponde al grupo de mafiosos que agradecen a DiNorscio todo su esfuerzo. Entonces, éste esboza una leve sonrisa, entra en el vehículo y regresa a su celda, acompañado muy de cerca por la cámara del cineasta. DiNorscio vuelve a sonreír consciente de su victoria, pero lo hace entre rejas. En un universo de máscaras, Lumet busca la autenticidad, aunque ésta no siempre sea premiada.

Lo que diferencia a Declaradme culpable de los otros dos largometrajes citados es, sin embargo, un cáustico sentido del humor, tan necesario dado el grado de surrealismo que adquieren ciertas situaciones. No obstante, y como hemos afirmado con anterioridad, esto no oscurece el pozo pesimista que subyace bajo su apariencia ligera, que desvela un fuerte escepticismo y resignación ante todos los estamentos de la sociedad en particular, y ante el ser humano en general. Lumet, con Declaradme culpable, parece asociado en su vejez a cineastas de la categoría de Ingmar Bergman o el propio Clint Eastwood. Sin tanto estatus ni tanta pose de autor, y partiendo de una obra de una sencillez abrumadora, Sidney Lumet termina abarcando sus mismas conclusiones. Todavía muchos ni se han enterado.

[1] Nos referimos a películas como Uno de los nuestros (Goodfellas. 1990) o Casino (id. 1995), donde su desmitificación del entorno gangsteril choca con el engolamiento formal y la apoteosis de la violencia.

Saludos