Se dice que los grandes autores se pasan toda una vida rodando la misma película, que su obra sólo puede entenderse como un conjunto homogéneo de obsesiones que disfrazan bajo diversas máscaras, pero que en el fondo, todo se relativiza a su particular manera de entender el mundo. No sabemos si John Ford –un hombre que quemó etapas en la industria siendo testigo de cómo su sociedad iba cambiando- se planteaba su carrera como una larga maratón, o si por el contrario cada largometraje tomaba forma por sí mismo hasta integrarse en un corpus temático uniforme. Lo que sí sabemos, o al menos lo que desvelan dos de sus más grandes películas –y recordemos a Jean Mitry cuando afirma que el cine sólo vive en la pantalla-, es que en ambas Ford rueda dos planos muy similares, con el mismo personaje recorriendo la misma senda final.
John Ford era al western lo que el western era a John Ford, y no puede entenderse el uno sin el otro. De hecho, el realizador norteamericano es uno de los pocos que anduvo junto al género desde su apogeo hasta su decadencia, retratando esta última no desde un crepúsculo deprimente como lo haría Sam Peckinpah, sino con un cierto halo de añoranza y afecto no exento de mirada crítica –lo que le emparenta a un realizador tan lejano geográficamente como es Yasujiro Ozu, más allá de sus “estilos invisibles” como algunos lo han catalogado-, mostrándose escéptico desde el cinismo frente al avance del progreso, del cual dejaría constancia inequívoca en una de las obras que comentamos en esta ocasión. De ahí que tanto Ethan Edwards como Tom Doniphon sean su bastión existencial de un universo en decadencia, que rehuye progresivamente de un estado de barbarismo arcaico –personificado en el déspota y violento Liberty Valance-, pero que al mismo tiempo se deshace de otros valores tan nobles de la raza humana, como son el honor, la amistad o el heroísmo, frente a la hipocresía y mezquindad de los “nuevos ricos”.
El Ethan Edwards de Centauros del Desierto (The Searchers, 1956) comparte con el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) su condición de antihéroe y ganador moral ante el espectador, pero de perdedor único –también en el amor- en una contienda cuyo destino le está prohibido conocer. Por ello a ambos se les cierra la puerta de la civilización, se quedan atrás esculpiendo el tiempo pero olvidados por la gloria……..y John Ford vuelve a rodar el mismo plano seis años después. Pero hay una diferencia, en Centauros del Desierto Ford deja atrás a Ethan, lo condena al desierto a morir como lo hizo Tom Doniphon, sin revólver ni botas, sin honor ni humanidad, y el director avanza hacia el interior, se apunta al futuro junto a Martin y Debbie. En El hombre que mató a Liberty Valance –rodada en B/N, otro detalle que conviene no olvidar- Ford ya no parece comulgar con los nuevos valores, por eso no permanece dentro de esa sala que con anterioridad ha descrito como un vodevil grotesco, sino que acompaña a su otro yo hacia la salida, se identifica con él. Quizás Ford también deseó acompañar a Ethan Edwards en su forzado exilio, pero igualarse a un confederado xenófobo y desbordante de odio, hubiera menguado todavía más una reputación de racista que muchos seguimos sin comprender.
A lo largo de sus westerns elegíacos, John Ford decidió homenajear no solo a una forma de vida que daba sus últimos coletazos, que exhalaba sus postreros alientos, sino rendir tributo a esos hombres anónimos sobre los que se erigió Norteamérica, cuyos nombres no aparecen en ningún libro de historia y cuyos cuerpos descansan en humildes ataúdes decorados con un áspero cactus; a aquellos que según U2 fueron “the hands that built America”.
Saludos
John Ford era al western lo que el western era a John Ford, y no puede entenderse el uno sin el otro. De hecho, el realizador norteamericano es uno de los pocos que anduvo junto al género desde su apogeo hasta su decadencia, retratando esta última no desde un crepúsculo deprimente como lo haría Sam Peckinpah, sino con un cierto halo de añoranza y afecto no exento de mirada crítica –lo que le emparenta a un realizador tan lejano geográficamente como es Yasujiro Ozu, más allá de sus “estilos invisibles” como algunos lo han catalogado-, mostrándose escéptico desde el cinismo frente al avance del progreso, del cual dejaría constancia inequívoca en una de las obras que comentamos en esta ocasión. De ahí que tanto Ethan Edwards como Tom Doniphon sean su bastión existencial de un universo en decadencia, que rehuye progresivamente de un estado de barbarismo arcaico –personificado en el déspota y violento Liberty Valance-, pero que al mismo tiempo se deshace de otros valores tan nobles de la raza humana, como son el honor, la amistad o el heroísmo, frente a la hipocresía y mezquindad de los “nuevos ricos”.
El Ethan Edwards de Centauros del Desierto (The Searchers, 1956) comparte con el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) su condición de antihéroe y ganador moral ante el espectador, pero de perdedor único –también en el amor- en una contienda cuyo destino le está prohibido conocer. Por ello a ambos se les cierra la puerta de la civilización, se quedan atrás esculpiendo el tiempo pero olvidados por la gloria……..y John Ford vuelve a rodar el mismo plano seis años después. Pero hay una diferencia, en Centauros del Desierto Ford deja atrás a Ethan, lo condena al desierto a morir como lo hizo Tom Doniphon, sin revólver ni botas, sin honor ni humanidad, y el director avanza hacia el interior, se apunta al futuro junto a Martin y Debbie. En El hombre que mató a Liberty Valance –rodada en B/N, otro detalle que conviene no olvidar- Ford ya no parece comulgar con los nuevos valores, por eso no permanece dentro de esa sala que con anterioridad ha descrito como un vodevil grotesco, sino que acompaña a su otro yo hacia la salida, se identifica con él. Quizás Ford también deseó acompañar a Ethan Edwards en su forzado exilio, pero igualarse a un confederado xenófobo y desbordante de odio, hubiera menguado todavía más una reputación de racista que muchos seguimos sin comprender.
A lo largo de sus westerns elegíacos, John Ford decidió homenajear no solo a una forma de vida que daba sus últimos coletazos, que exhalaba sus postreros alientos, sino rendir tributo a esos hombres anónimos sobre los que se erigió Norteamérica, cuyos nombres no aparecen en ningún libro de historia y cuyos cuerpos descansan en humildes ataúdes decorados con un áspero cactus; a aquellos que según U2 fueron “the hands that built America”.
Saludos