Además de poseer una extraordinaria vis cómica —ejemplificada en su particular habilidad para la mimesis y su capacidad para la réplica aguda—, y de estar bien dotado para convertirse en el perfecto entertainer, Sacha Baron Cohen ha demostrado tener vocación de especialista en marketing. No hay dudas, es un tipo listo. Tan listo que ha logrado reciclarse de cara al gran público y volver a vender su producto presentado en un digipack doble con funda en relieve y libreto de análisis incluido. Atrás quedaron los tiempos del dvd5 y la caja de plástico a secas de Ali G anda suelto (Ali G Indahouse. Mark Mylod, 2002), porque Baron Cohen advirtió que ese ruta ya estaba tomada y algunos la asfaltaban mejor que él.
Así, recogió su humor grosero, zafio y provocador y decidió mezclarlo con el documental —o mejor dicho, cine de no ficción—, las bromas de cámara oculta, y la sátira de diversos tópicos de la sociedad norteamericana. Dio forma a un género nuevo —ni siquiera la saga Jackass, que es solamente una cita a pie de página, puede igualarlo—, y consiguió, gracias a la supuesta subversión sociológica (perdón por la cacofonía) de las situaciones, que hasta un cierto sector más intelectual se tragara sus chiste de pedos, penes, y mariquitas. Y al mismo tiempo, reelaboró la arquetípica trama del intruso, es decir la de esa figura que penetrando en una sociedad, remueve sus cimientos y deja en evidencia su podrida arquitectura. En definitiva, Baron Cohen le coló un gol al humor buscándole una coartada, o logró que el humor le metiera un gol a quienes han menospreciado sus especimenes más básicos.
Con Brüno (Larry Charles, 2009), Baron Cohen presenta formalmente a un muy homosexual presentador austriaco aspirante a formar parte del star system de Hollywood. Retoma así la senda del John Doe extranjero que busca la integración mientras es humillado, y termina siendo redimido a través de una catarsis social. Porque como en el caso de Borat, el reportero kazako, Brüno es un inadaptado que lleva al límite ciertas normas sociales que son puestas en evidencia por su salvaje primitivismo. Pero hay más: dada su faceta de locaza, Brüno es un estupendo ejemplo de cómo ciertos arquetipos deben permanecer siendo arquetipos. Sobre todo en su gloriosa primera mitad —la segunda no deja de ser un Borat 2 cambiando a los personajes—, Brüno pone de relieve la restricción categorial a la que somete la sociedad a sus estereotipos. La magnífica secuencia en la que Brüno presenta un trailer de su show frente a un grupo de productores ejemplifica de manera cristalina este hecho. La trasgresión de algunos patrones sólo se permite hasta un cierto punto, hasta un límite consensuado en el que todos nos encontremos cómodos, porque de superarlo podría producir grietas y dudas que la sociedad no desea consentir. Un no consentimiento que conduce a una progresiva estratificación mediática, y al mantenimiento de tópicos, en este caso, el homosexual – ¿a alguien le suena el Día del Orgullo Gay? -, que facilitan su integración por parte de la masa. Brüno, al igual que una particular tendencia del humor, supone en cierto modo la pastilla roja del Matrix contemporáneo.
Pablo Vázquez y un servidor firmábamos hace escasos meses un decálogo que resumía diez reglas con las que enfrentarse a una buena parte de ese movimiento que viene a llamarse “Nueva Comedia Americana”. En su primer mandamiento hacíamos hincapié en la necesidad de que el gag pudiera liberarse y ser simplemente gag. Podríamos apostar que a Sacha Baron Cohen sólo le importa el humor, aunque tenga que disimularlo bajo capas y capas de maquillaje sociológico. De ahí que los gags funcionen en su plenitud una vez se retuercen del continente, cuando sólo vemos a un hombre enfrentado a otro que está armado con dos penes de goma, o cuando alguien simula practicar una mamada a una estrella de la música difunta en plena sesión de espiritismo. Seamos honestos, tanto Borat (Larry Charles, 2006) como Brüno son películas (de humor) bajo sospecha porque a Baron Cohen no le hace falta que le rían las gracias políticas, ni tiene que venir a desmontar aquello que ya está desmontado, porque únicamente los mediocres se escudan en obviedades colectivas cuando sólo quieren llamar la atención y no tienen nada que vender. Y no lo necesita porque Sacha Baron Cohen está ungido con un don: el de convertir la regla en excepción reventando en mil pedazos el lustroso escaparate de nuestra moral burguesa y judeocristiana.
Así, recogió su humor grosero, zafio y provocador y decidió mezclarlo con el documental —o mejor dicho, cine de no ficción—, las bromas de cámara oculta, y la sátira de diversos tópicos de la sociedad norteamericana. Dio forma a un género nuevo —ni siquiera la saga Jackass, que es solamente una cita a pie de página, puede igualarlo—, y consiguió, gracias a la supuesta subversión sociológica (perdón por la cacofonía) de las situaciones, que hasta un cierto sector más intelectual se tragara sus chiste de pedos, penes, y mariquitas. Y al mismo tiempo, reelaboró la arquetípica trama del intruso, es decir la de esa figura que penetrando en una sociedad, remueve sus cimientos y deja en evidencia su podrida arquitectura. En definitiva, Baron Cohen le coló un gol al humor buscándole una coartada, o logró que el humor le metiera un gol a quienes han menospreciado sus especimenes más básicos.
Con Brüno (Larry Charles, 2009), Baron Cohen presenta formalmente a un muy homosexual presentador austriaco aspirante a formar parte del star system de Hollywood. Retoma así la senda del John Doe extranjero que busca la integración mientras es humillado, y termina siendo redimido a través de una catarsis social. Porque como en el caso de Borat, el reportero kazako, Brüno es un inadaptado que lleva al límite ciertas normas sociales que son puestas en evidencia por su salvaje primitivismo. Pero hay más: dada su faceta de locaza, Brüno es un estupendo ejemplo de cómo ciertos arquetipos deben permanecer siendo arquetipos. Sobre todo en su gloriosa primera mitad —la segunda no deja de ser un Borat 2 cambiando a los personajes—, Brüno pone de relieve la restricción categorial a la que somete la sociedad a sus estereotipos. La magnífica secuencia en la que Brüno presenta un trailer de su show frente a un grupo de productores ejemplifica de manera cristalina este hecho. La trasgresión de algunos patrones sólo se permite hasta un cierto punto, hasta un límite consensuado en el que todos nos encontremos cómodos, porque de superarlo podría producir grietas y dudas que la sociedad no desea consentir. Un no consentimiento que conduce a una progresiva estratificación mediática, y al mantenimiento de tópicos, en este caso, el homosexual – ¿a alguien le suena el Día del Orgullo Gay? -, que facilitan su integración por parte de la masa. Brüno, al igual que una particular tendencia del humor, supone en cierto modo la pastilla roja del Matrix contemporáneo.
Pablo Vázquez y un servidor firmábamos hace escasos meses un decálogo que resumía diez reglas con las que enfrentarse a una buena parte de ese movimiento que viene a llamarse “Nueva Comedia Americana”. En su primer mandamiento hacíamos hincapié en la necesidad de que el gag pudiera liberarse y ser simplemente gag. Podríamos apostar que a Sacha Baron Cohen sólo le importa el humor, aunque tenga que disimularlo bajo capas y capas de maquillaje sociológico. De ahí que los gags funcionen en su plenitud una vez se retuercen del continente, cuando sólo vemos a un hombre enfrentado a otro que está armado con dos penes de goma, o cuando alguien simula practicar una mamada a una estrella de la música difunta en plena sesión de espiritismo. Seamos honestos, tanto Borat (Larry Charles, 2006) como Brüno son películas (de humor) bajo sospecha porque a Baron Cohen no le hace falta que le rían las gracias políticas, ni tiene que venir a desmontar aquello que ya está desmontado, porque únicamente los mediocres se escudan en obviedades colectivas cuando sólo quieren llamar la atención y no tienen nada que vender. Y no lo necesita porque Sacha Baron Cohen está ungido con un don: el de convertir la regla en excepción reventando en mil pedazos el lustroso escaparate de nuestra moral burguesa y judeocristiana.
Saludos