Es justo afirmar que el género ha mantenido siempre una tensa relación con la crítica. A lo largo de la historia del cine, han sido muchos y variados los casos de cineastas cuyo acercamiento a cierto tipo de largometrajes los ha condenado a vagar en el limbo de los desahuciados. Basta remontarse un poco al pasado para asegurarse de como los westerns de John Ford, el cine negro del Lang norteamericano, o incluso el fantástico de Mario Bava han sido ninguneados vilmente por un amplio sector crítico. Afortunadamente, el tiempo ha colocado a estos directores en el lugar que les corresponde, pero no se podría decir lo mismo de la valoración que se hace de géneros supuestamente menores como el terror o el policíaco. En la actualidad, un amplio abanico de realizadores son infravalorados por este hecho, ya sea el cine del norteamericano de origen hindú M. Night Shyamalan (cuyo éxito comercial al parecer debe ser incompatible con la extraordinaria calidad de sus películas) o el del japonés Takashi Miike, si bien en este caso toda la telaraña freak que le rodea le está haciendo un flaco favor.
¿Se debe arrojar al foso del artesanado más cumplidor a aquellos que practican el cine de género, o por el contrario, éste puede ser la mejor estrategia para el autor? (1) Hay un aspecto que hace del género el territorio propicio para que el autor articule su visión personal, y estos son los códigos genéricos. El director parte de una serie de códigos que el espectador ya conoce y que no necesita explicar. De esta manera puede concentrarse en destilar su discurso, tiene total libertad para la forma. Casos paradigmáticos van desde el Hitchcock que adapta a Daphne de Maurier para construir sus maquinarias perversas, a los zombies de George A. Romero, cuya truculencia esconde una visión del mundo.
¿Se debe arrojar al foso del artesanado más cumplidor a aquellos que practican el cine de género, o por el contrario, éste puede ser la mejor estrategia para el autor? (1) Hay un aspecto que hace del género el territorio propicio para que el autor articule su visión personal, y estos son los códigos genéricos. El director parte de una serie de códigos que el espectador ya conoce y que no necesita explicar. De esta manera puede concentrarse en destilar su discurso, tiene total libertad para la forma. Casos paradigmáticos van desde el Hitchcock que adapta a Daphne de Maurier para construir sus maquinarias perversas, a los zombies de George A. Romero, cuya truculencia esconde una visión del mundo.
El caso de Jean-Pierre Melville no se aleja mucho de éstos, pero en este caso, el director francés entronca sus raíces en el cine policíaco, adoptando los rasgos del film noir clásico. En El silencio de un hombre el sello autoral de Melville se impone desde el primer plano, básicamente con la invención por su parte de una frase que coloca como parte del libro del código samurai. A partir de aquí, el film sigue una estructura que poco a nada se distingue de una película policíaca al uso, pero que se palpa distinta por la cámara, las intenciones, el discurso, en definitiva, la mirada del autor. A Melville lo que le interesa es el dibujo de ese ronin atrapado en su soledad, ese Alain Delon impasible y de gesto hierático, encerrado en un universo donde los valores han dejado de existir (todos los actos de los personajes carecen de sentido moral). El uso habitual del plano-secuencia suele contraponer a su protagonista ante el espacio vacío, ya sea el de su apartamento gris y desnudo, o el de un París desangelado, mediante los paseos de Jef Costello, que cualquier otro realizador olvidaría en la mesa de montaje para dinamizar la acción. A Melville también le interesa lo que ocurre, pero lo plasma igualmente a su manera, a través de una serie de set piéces (la persecución en el metro, la colocación del micro en casa de Jef) donde el tiempo se estira y parece alargarse en exceso.
El epílogo tampoco desentona en su clasicismo, que no por menos fatalista se advierte inesperado; el final de un hombre incapaz de amar, pero que regido por su estricto código de conducta ejecuta una muerte simbólica, y a la vez se entrega en un seppuku consentido. Y luego otra vez el vacío, el de la bella pianista sola en el encuadre. La fuerza del discurso supera siempre al género…y Melville era consciente de ello.
(1) Y sino, que se lo pregunten a un gran grueso de realizadores japoneses de mediados de los años 70, en particular a aquellos que rodaban pinku-eiga o cine erótico. En estos casos, el estudio les imponía una serie de desnudos en sus películas pero el tiempo restante era rellenado por ellos mediante la plasmación de toda una serie de divagaciones personales.
Saludos
El epílogo tampoco desentona en su clasicismo, que no por menos fatalista se advierte inesperado; el final de un hombre incapaz de amar, pero que regido por su estricto código de conducta ejecuta una muerte simbólica, y a la vez se entrega en un seppuku consentido. Y luego otra vez el vacío, el de la bella pianista sola en el encuadre. La fuerza del discurso supera siempre al género…y Melville era consciente de ello.
(1) Y sino, que se lo pregunten a un gran grueso de realizadores japoneses de mediados de los años 70, en particular a aquellos que rodaban pinku-eiga o cine erótico. En estos casos, el estudio les imponía una serie de desnudos en sus películas pero el tiempo restante era rellenado por ellos mediante la plasmación de toda una serie de divagaciones personales.
Saludos