Cuando Inland Empire se presentó en el pasado Festival de Venecia, alguien comentaba, no sin cierta sorna, que si rompecabezas como Mulholland Drive o Carretera perdida constituían una especie de sudoku cinematográfico, Inland Empire era algo así como un sudoku de nivel 3, tremendamente retorcido y mucho más enrevesado. La comparativa entre los sudokus no deja de ser significativa ya que el último trabajo de David Lynch retoma la estructura desviada, quebrada de ambas películas –compartida en parte con Cabeza borradora- llevándola al paroxismo, encrespando sus piezas y convirtiéndolas en un puzzle que, si bien sucesivos visionados podrán desentrañarlo, vuelve a convertirse en un delicioso y al mismo tiempo perverso juguete que esconde más de un detonador en su mecanismo interno. Así pues, la diferencia existente a nivel estructural entre Inland Empire y los films precedentes consiste en que el tejido de neuronas que forma a la primera es más complejo, enmarañado y también enigmático. Porque en Inland Empire ya no existe una sola ruptura como pueda haber en Terciopelo azul, los requiebros se van repitiendo, se van radicalizando dando como resultado un film que tras una primera hora de metraje más o menos lineal, se rompe en mil pedazos dejando al espectador a la deriva, dinamitando esquemas y haciendo encallar teorías. Ya no estamos frente a una oreja, un radiador, o una caja, sino frente a muchas puertas, a un agujero en un vestido de seda, y a varias televisiones, a tantos elementos como rupturas tiene el relato.
Se ha hablado ya de una estructura de juego de muñecas rusas, de historias que surgen de otras historias, pero quizás el término que mejor defina a Inland Empire sea el de sistema de vasos comunicantes: realidades que se superponen, universos paralelos que se cruzan, identidades que se desdoblan, ficciones que chocan entre sí, algo que Lynch evidencia desde muy pronto en su película: desde el momento en que uno de los conejos de su sitcom Rabbits abandona su medio catódico para atravesar una puerta y colarse en otra ficción, sea cual sea su entidad.
Se ha hablado ya de una estructura de juego de muñecas rusas, de historias que surgen de otras historias, pero quizás el término que mejor defina a Inland Empire sea el de sistema de vasos comunicantes: realidades que se superponen, universos paralelos que se cruzan, identidades que se desdoblan, ficciones que chocan entre sí, algo que Lynch evidencia desde muy pronto en su película: desde el momento en que uno de los conejos de su sitcom Rabbits abandona su medio catódico para atravesar una puerta y colarse en otra ficción, sea cual sea su entidad.
En cierto modo, si Inland Empire transmite dudas lo hace por su ambigüedad. Por un lado, Lynch no se ha limitado como cabría esperar a reescribir Mulholland Drive, no se ha acomodado –en principio- a repetir una fórmula que lo ha llevado a ser nominado a los Oscars (¡¡¡anatema!!!). La utilización del digital ha privado a su cine de ese acabado formal tan exquisito y pulcro, de esa elegancia estética que puede hacerlo más fácil de digerir. Inland Empire, a diferencia de aquella, es una experiencia visualmente incómoda, de texturas estriadas, granuladas, cuyo impacto, más visceral que esteticista, tampoco neutraliza cierto deje vulgar, repetitivo en la búsqueda de lo ominoso mediante el acercamiento de la cámara a los rostros de los actores hasta deformarlos. Sin embargo, esta elección tecnológica permite acceder a otro Lynch, quizás más liberado de limitaciones externas y por lo tanto, ¿más peligroso? Y decimos más peligroso porque es posible leer en diferentes fuentes de Inland Empire entendida como una celebración de lo lynchiano, como un mecanismo meramente lúdico al servicio de los deseos (in)confesos de su autor y al gusto de unos fans ávidos por degustar planos incomprensibles, personajes bizarros y secuencias inescrutables. Esta interpretación, que incluso ha sido elevada a la comparativa con Fellini y su Ocho y ½ (!!), se sustenta en un prurito autorreferencial que el propio Lynch desarrolla en base a la cita, bien sea en cuanto a retomar a actores antiguos -caso de Harry Dean Stanton o Grace Zabriskie- como en la reutilización de materiales propios –desde Rabbits a Darkened Room-, pero sobre todo debido a esos esperpénticos títulos de créditos finales, a esa “party-lounge” que tiene más de catarsis musical que de broche embaucador.
Pero si por algo ha destacado David Lynch a lo largo de su carrera ha sido por su capacidad para, dentro de la abstracción y (aparente) incongruencia que regula a sus obras –fruto de una mente de artista total, donde el cine es un medio más de expresión-, construir engranajes que al ser recompuestos funcionan de manera perfectamente lineal, donde los detalles –objetos, personajes, situaciones- forman parte de una masa orgánica coherente y compacta. De ahí que lo importante de Inland Empire, y por ende, de toda la obra lynchiana, no sea el qué, sino el por qué: el intento de descifrar cual es el significado de tales mecanismos, más que el desvelo de los mecanismos en sí. Inland Empire podría ser asimismo la huida mental de una mujer encerrada en una habitación durante una situación límite –que la conectaría con los modelos de amnesia psicógena ya presentes en Carretera perdida o Mulholland Drive-, la ensoñación de una rubia perteneciente a la white trash rural que desea convertirse en actriz, la maldición de una película que se cierne sobre sus personajes y termina por vampirizarlos, o incluso la televisión entendida como medio creador de sueños y de pesadillas. Pero me gustaría ver en Inland Empire algo más: una suerte de caja de resonancias de un presente multiestimular, donde todo tipo de representaciones tienen cabida, sumergiendo al individuo en un caos de ficción/realidad en el que ya no es posible distinguir qué medio nos está atacando: una perversa sitcom, el rodaje de una película, el film en sí mismo, las calles de Hollywood, o un apartamento de Polonia. Quizás sea eso lo que Lynch pretende explicar: nuestra sumisión ante un universo donde la información ha dejado de tener valor objetivo para convertirse en una herramienta de control, de manipulación, y por tanto, de miedo. O quizás no.
Pero si por algo ha destacado David Lynch a lo largo de su carrera ha sido por su capacidad para, dentro de la abstracción y (aparente) incongruencia que regula a sus obras –fruto de una mente de artista total, donde el cine es un medio más de expresión-, construir engranajes que al ser recompuestos funcionan de manera perfectamente lineal, donde los detalles –objetos, personajes, situaciones- forman parte de una masa orgánica coherente y compacta. De ahí que lo importante de Inland Empire, y por ende, de toda la obra lynchiana, no sea el qué, sino el por qué: el intento de descifrar cual es el significado de tales mecanismos, más que el desvelo de los mecanismos en sí. Inland Empire podría ser asimismo la huida mental de una mujer encerrada en una habitación durante una situación límite –que la conectaría con los modelos de amnesia psicógena ya presentes en Carretera perdida o Mulholland Drive-, la ensoñación de una rubia perteneciente a la white trash rural que desea convertirse en actriz, la maldición de una película que se cierne sobre sus personajes y termina por vampirizarlos, o incluso la televisión entendida como medio creador de sueños y de pesadillas. Pero me gustaría ver en Inland Empire algo más: una suerte de caja de resonancias de un presente multiestimular, donde todo tipo de representaciones tienen cabida, sumergiendo al individuo en un caos de ficción/realidad en el que ya no es posible distinguir qué medio nos está atacando: una perversa sitcom, el rodaje de una película, el film en sí mismo, las calles de Hollywood, o un apartamento de Polonia. Quizás sea eso lo que Lynch pretende explicar: nuestra sumisión ante un universo donde la información ha dejado de tener valor objetivo para convertirse en una herramienta de control, de manipulación, y por tanto, de miedo. O quizás no.
En su libro "El cine fantástico y sus mitologías", Gerard Lenne explicaba que la diferencia a la hora de resolver el enfrentamiento Imaginación-Realidad entre el cine clásico y el moderno es que en el primero, el problema se resolvía mediante la fusión, la dosificación y la armonía, mientras que en el segundo se conseguía mediante la eclosión, la distorsión y la ruptura. Posiblemente, con Inland Empire David Lynch haya rebasado ambos niveles y haya alcanzado una nueva meta: la de la Realidad y la Imaginación entendidas como una sola, dentro de un universo en el que ya ambas son completamente indiferenciables.
Saludos