Hay oportunidades que es mejor no dejar pasar, ocasiones que merecen ser aprovechadas. Acudir a ver en pantalla grande una obra inédita de Ozu pasa por convertirse en un acontecimiento fílmico sin parangón en una cartelera navideña que aúna joyitas a descubrir –Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore. Paolo Sorrentino, 2004)- con una legión de productos olvidables, a tono con cada fin de año que se precie. El visionado de Había un padre (Chichi Ariki, 1942), así como de cualquier otra obra del gran cineasta nipón debe ser disfrutado como una suerte de liturgia cinematográfica, una ceremonia laica con retazos zen –que diría Paul Schrader- donde confluyen lo místico y lo terrenal.
El cine de Ozu, a mi entender, es como un riachuelo debilucho que brota del sitio más común que podamos imaginar. Un riachuelo que se desliza de manera homogénea y prefigurada sin que nada parezca sacarlo de su cauce monótono. Pero aunque parezca que su fin está cerca y que pronto sus aguas se vaciarán en un lugar oculto y sombrío, el riachuelo comienza a llenarse de afluentes que lo engrandecen, conduciéndolo a través de su desembocadura a un vasto y hermoso mar. Es decir, toda la obra de Ozu, partiendo de lo simple e incluso de lo vulgar –entendido como una situación prosaica, pedestre- termina adquiriendo un carácter trascendental, convirtiendo sus temas cotidianos en reflexiones abstractas y grandiosas sobre la condición humana.
Había un padre no desentona en este sentido, a pesar de partir de una situación más límite de lo que nos tiene acostumbrados Ozu. En ella, un padre que ejerce como maestro se responsabiliza por la muerte de un alumno ahogado durante una excursión, y decide retirarse junto a su hijo a una población alejada. Su sentido de culpa se exterioriza en la distanciada relación que mantiene con su hijo pequeño, al que envía a estudiar a un internado. Tras una larga elipsis el hijo ya trabaja también como profesor, mientras que el padre se ha marchado a trabajar a Tokio, y ambos se ven de nuevo para pescar. La figura de la madre fallecida apenas es mentada pero su presencia -o mejor dicho, ausencia de ella- incide en la destemplada relación que mantienen ambos.
El cine de Ozu, a mi entender, es como un riachuelo debilucho que brota del sitio más común que podamos imaginar. Un riachuelo que se desliza de manera homogénea y prefigurada sin que nada parezca sacarlo de su cauce monótono. Pero aunque parezca que su fin está cerca y que pronto sus aguas se vaciarán en un lugar oculto y sombrío, el riachuelo comienza a llenarse de afluentes que lo engrandecen, conduciéndolo a través de su desembocadura a un vasto y hermoso mar. Es decir, toda la obra de Ozu, partiendo de lo simple e incluso de lo vulgar –entendido como una situación prosaica, pedestre- termina adquiriendo un carácter trascendental, convirtiendo sus temas cotidianos en reflexiones abstractas y grandiosas sobre la condición humana.
Había un padre no desentona en este sentido, a pesar de partir de una situación más límite de lo que nos tiene acostumbrados Ozu. En ella, un padre que ejerce como maestro se responsabiliza por la muerte de un alumno ahogado durante una excursión, y decide retirarse junto a su hijo a una población alejada. Su sentido de culpa se exterioriza en la distanciada relación que mantiene con su hijo pequeño, al que envía a estudiar a un internado. Tras una larga elipsis el hijo ya trabaja también como profesor, mientras que el padre se ha marchado a trabajar a Tokio, y ambos se ven de nuevo para pescar. La figura de la madre fallecida apenas es mentada pero su presencia -o mejor dicho, ausencia de ella- incide en la destemplada relación que mantienen ambos.
En Otoño tardío (Akibiyori, 1960) una hija no acepta casarse siguiendo las normas tradicionales, pero cuando su madre viuda pretende volver a reiniciar su vida junto a otro hombre, la hija la reprende por su actitud de deshonra hacia su difunto padre. Entonces queda constancia de que la hija no es esa joven liberal que intenta desligarse del rígido orden social, sino que en el fondo es una inmadura e hipócrita chiquilla que no sabe como guiarse en ese Japón germinado tras el “boom” económico. En Había un padre el hijo termina convertido en maestro, aunque el estricto y algo mandón carácter del padre no hace presagiar la continuidad de la saga. La tradición es algo con lo que forzosamente se ha de convivir, aunque su aceptación intransigente tampoco es satisfactoria. Tanto la viuda de Otoño tardío como el afligido progenitor de Había un padre son dos seres cuya conformidad con lo establecido los han circunscrito a un universo cerrado e impotente. Y es que detrás de las perennes sonrisas de Setsuko Hara y Chisu Ryu se esconde un pozo de amargura que solo se advierte, nunca se verbaliza.
En el viaje de vuelta tras la muerte del padre, el hijo declama lo orgulloso que se siente de él. Es aquí cuando Ozu intercala un plano del tren tan parecido a aquel en el que viajaban ambos para reiniciar sus vidas tras la tragedia. De alguna manera, el maestro japonés nos advierte sobre el carácter cíclico de la existencia, de cómo ese mismo hijo posiblemente fuerce a su retoño a que escoja la misma profesión, no sabemos si como estrategia de crianza aprendida o como forma de honrar la memoria de su padre.
Saludos
En el viaje de vuelta tras la muerte del padre, el hijo declama lo orgulloso que se siente de él. Es aquí cuando Ozu intercala un plano del tren tan parecido a aquel en el que viajaban ambos para reiniciar sus vidas tras la tragedia. De alguna manera, el maestro japonés nos advierte sobre el carácter cíclico de la existencia, de cómo ese mismo hijo posiblemente fuerce a su retoño a que escoja la misma profesión, no sabemos si como estrategia de crianza aprendida o como forma de honrar la memoria de su padre.
Saludos