miércoles, febrero 28, 2007

[Estreno] "Inland Empire" (2006) de David Lynch: Abandonad toda esperanza...¿o no?



Cuando Inland Empire se presentó en el pasado Festival de Venecia, alguien comentaba, no sin cierta sorna, que si rompecabezas como Mulholland Drive o Carretera perdida constituían una especie de sudoku cinematográfico, Inland Empire era algo así como un sudoku de nivel 3, tremendamente retorcido y mucho más enrevesado. La comparativa entre los sudokus no deja de ser significativa ya que el último trabajo de David Lynch retoma la estructura desviada, quebrada de ambas películas –compartida en parte con Cabeza borradora- llevándola al paroxismo, encrespando sus piezas y convirtiéndolas en un puzzle que, si bien sucesivos visionados podrán desentrañarlo, vuelve a convertirse en un delicioso y al mismo tiempo perverso juguete que esconde más de un detonador en su mecanismo interno. Así pues, la diferencia existente a nivel estructural entre Inland Empire y los films precedentes consiste en que el tejido de neuronas que forma a la primera es más complejo, enmarañado y también enigmático. Porque en Inland Empire ya no existe una sola ruptura como pueda haber en Terciopelo azul, los requiebros se van repitiendo, se van radicalizando dando como resultado un film que tras una primera hora de metraje más o menos lineal, se rompe en mil pedazos dejando al espectador a la deriva, dinamitando esquemas y haciendo encallar teorías. Ya no estamos frente a una oreja, un radiador, o una caja, sino frente a muchas puertas, a un agujero en un vestido de seda, y a varias televisiones, a tantos elementos como rupturas tiene el relato.

Se ha hablado ya de una estructura de juego de muñecas rusas, de historias que surgen de otras historias, pero quizás el término que mejor defina a Inland Empire sea el de sistema de vasos comunicantes: realidades que se superponen, universos paralelos que se cruzan, identidades que se desdoblan, ficciones que chocan entre sí, algo que Lynch evidencia desde muy pronto en su película: desde el momento en que uno de los conejos de su sitcom Rabbits abandona su medio catódico para atravesar una puerta y colarse en otra ficción, sea cual sea su entidad.


En cierto modo, si Inland Empire transmite dudas lo hace por su ambigüedad. Por un lado, Lynch no se ha limitado como cabría esperar a reescribir Mulholland Drive, no se ha acomodado –en principio- a repetir una fórmula que lo ha llevado a ser nominado a los Oscars (¡¡¡anatema!!!). La utilización del digital ha privado a su cine de ese acabado formal tan exquisito y pulcro, de esa elegancia estética que puede hacerlo más fácil de digerir. Inland Empire, a diferencia de aquella, es una experiencia visualmente incómoda, de texturas estriadas, granuladas, cuyo impacto, más visceral que esteticista, tampoco neutraliza cierto deje vulgar, repetitivo en la búsqueda de lo ominoso mediante el acercamiento de la cámara a los rostros de los actores hasta deformarlos. Sin embargo, esta elección tecnológica permite acceder a otro Lynch, quizás más liberado de limitaciones externas y por lo tanto, ¿más peligroso? Y decimos más peligroso porque es posible leer en diferentes fuentes de Inland Empire entendida como una celebración de lo lynchiano, como un mecanismo meramente lúdico al servicio de los deseos (in)confesos de su autor y al gusto de unos fans ávidos por degustar planos incomprensibles, personajes bizarros y secuencias inescrutables. Esta interpretación, que incluso ha sido elevada a la comparativa con Fellini y su Ocho y ½ (!!), se sustenta en un prurito autorreferencial que el propio Lynch desarrolla en base a la cita, bien sea en cuanto a retomar a actores antiguos -caso de Harry Dean Stanton o Grace Zabriskie- como en la reutilización de materiales propios –desde Rabbits a Darkened Room-, pero sobre todo debido a esos esperpénticos títulos de créditos finales, a esa “party-lounge” que tiene más de catarsis musical que de broche embaucador.

Pero si por algo ha destacado David Lynch a lo largo de su carrera ha sido por su capacidad para, dentro de la abstracción y (aparente) incongruencia que regula a sus obras –fruto de una mente de artista total, donde el cine es un medio más de expresión-, construir engranajes que al ser recompuestos funcionan de manera perfectamente lineal, donde los detalles –objetos, personajes, situaciones- forman parte de una masa orgánica coherente y compacta. De ahí que lo importante de Inland Empire, y por ende, de toda la obra lynchiana, no sea el qué, sino el por qué: el intento de descifrar cual es el significado de tales mecanismos, más que el desvelo de los mecanismos en sí. Inland Empire podría ser asimismo la huida mental de una mujer encerrada en una habitación durante una situación límite –que la conectaría con los modelos de amnesia psicógena ya presentes en Carretera perdida o Mulholland Drive-, la ensoñación de una rubia perteneciente a la white trash rural que desea convertirse en actriz, la maldición de una película que se cierne sobre sus personajes y termina por vampirizarlos, o incluso la televisión entendida como medio creador de sueños y de pesadillas. Pero me gustaría ver en Inland Empire algo más: una suerte de caja de resonancias de un presente multiestimular, donde todo tipo de representaciones tienen cabida, sumergiendo al individuo en un caos de ficción/realidad en el que ya no es posible distinguir qué medio nos está atacando: una perversa sitcom, el rodaje de una película, el film en sí mismo, las calles de Hollywood, o un apartamento de Polonia. Quizás sea eso lo que Lynch pretende explicar: nuestra sumisión ante un universo donde la información ha dejado de tener valor objetivo para convertirse en una herramienta de control, de manipulación, y por tanto, de miedo. O quizás no.

En su libro "El cine fantástico y sus mitologías", Gerard Lenne explicaba que la diferencia a la hora de resolver el enfrentamiento Imaginación-Realidad entre el cine clásico y el moderno es que en el primero, el problema se resolvía mediante la fusión, la dosificación y la armonía, mientras que en el segundo se conseguía mediante la eclosión, la distorsión y la ruptura. Posiblemente, con Inland Empire David Lynch haya rebasado ambos niveles y haya alcanzado una nueva meta: la de la Realidad y la Imaginación entendidas como una sola, dentro de un universo en el que ya ambas son completamente indiferenciables.

Saludos

domingo, febrero 25, 2007

[Comparativa] Kim Ki-duk: cómo hemos cambiado...

Pese a ser un director que personalmente me sigue interesando mucho, nos limitamos a constatar el proceso de cambio que su cine ha ido sufriendo, personalizado en gran medida en la alteración de sus protagonistas, que han pasado de ser perdedores, parias y desarraigados, a burgueses -o al menos, si nos atenemos al rumbo que pueda tomar su filmografía a partir de Time.

Crocodile (A-go, 1996)

Time (Shi gan, 2006)

Saludos

miércoles, febrero 21, 2007

[El plano] "Los vikingos" (1958) de Richard Fleischer: El "otro" cine perdido



Dedicado a Sergio H., Salvador S. y Tonio L. A.

Es posible que tras diez intensos días de un festival de cine, tras casi cuarenta películas, escasas horas de sueño y comidas de circunstancias, pueda parecer un seppuku el acercarse a la Filmoteca para ver una película de “esas de toda la vida”, uno de esos largometrajes de vasto recorrido por las cadenas públicas: estamos hablando de Los vikingos (The Vikings. Richard Fleischer, 1958). Pero lo que pretendía ser una honorable culminación a una magnífica estancia, así como la apropiada despedida de un gran grupo de personas, se trocó en un reencuentro personal con una obra maestra memorable, un film “de los que ya no se hacen”. Hasta ese momento no eran pocas las veces que había disfrutado de Los vikingos en diversos pases televisivos, pero nunca la había visto con lo que habitualmente defino como conciencia cinematográfica, es decir, había visto Los vikingos pero nunca había pensado Los vikingos. Esto me supuso una doble satisfacción. Por un lado gocé con sus vitalistas imágenes, pasé a formar parte de ese júbilo que parece impregnar al film; y por otro, descubrí una historia terrible, oscura, perversamente sádica, lejana de la inocencia y ligereza que otros visionados me habían parecido decir.

Esto viene a cuento porque hoy en día cuando se habla de “cine perdido”, se hace alusión a ese cine olvidado, a esas películas de las que ya nadie habla…o también al cine que se extravió para siempre, a obras de Ozu, Ford, Kinugasa o Browning que se perdieron debido a (des)conocidas desgracias y que nunca podrán ser recuperadas. Pero no se hace referencia a “otro” cine perdido, quizás de manera más abstracta: a una forma de hacer películas que ya nunca volverá porque los tiempos han cambiado de forma irremediable; largometrajes que no se amedrentan al abrazar un determinado género porque saben que un género no entierra a una película, no sepulta una reflexión, no limita su trascendencia. Los vikingos forma parte de ese cine de aventuras que no tiene miedo de mostrarse como tal, que no le importa gritar que la aventura es el género por excelencia, aquel que desnuda al ser humano glorificando sus virtudes y revelando sus debilidades. Los vikingos es un cine que ya no existe porque hoy en día una película de aventuras parece que solo puede concebirse como un film venial, sin fondo, vacío de significado, como un circo de tres pistas que se limite a exponer los novísimos efectos especiales. Los vikingos, puede ser un grandioso entretenimiento, pero también es una áspera tragedia de raíz shakesperiana, una epopeya fatalista, una cruenta historia de odio entre consanguíneos.

Se plantea casi como una tarea imposible extraer no ya una secuencia, sino incluso un plano. Finalmente nos quedamos con la imagen de arriba, que ejemplifica la maestría de Richard Fleischer en el uso del formato Scope, no solo como un medio puramente artístico o esteticista, sino también narrativo. Ese plano pone de manifiesto varias cosas: la bellísima composición del encuadre, el trabajo con la profundidad de campo, y por último, la precisión y economía narrativa al usar un solo plano como herramienta de montaje. A la derecha, un grupo de drakkars se disponen a partir hacia las costas inglesas, mientras que a la izquierda la hechicera del clan lanza las runas para esclarecer su futuro, para profetizar su destino; una imagen que aúna la poesía, la épica, y en definitiva el cine. Y perdonen por el panegírico.

Saludos

jueves, febrero 15, 2007

[Estreno] "Shortbus" (2006) de John Cameron Mitchell: Sexo y nada más



Texto en MIRADAS DE CINE

En Shortbus (id. 2006) hay sexo, mucho sexo. De ahí que su director, el controvertido John Cameron Mitchell, no pueda quejarse de que muchos resuman su película con los clásicos –y ya plomizos- adjetivos de provocativa, necesaria, o fresca; porque más allá del primero, lo que es capaz de ofrecer Shortbus viene a ser muy poquito. Por otro lado, otros intentarán sintetizar el film acudiendo al sempiterno –y ya cansino- debate sobre la necesidad o no de reflejar tal o cual cantidad de relaciones sexuales explícitas en la gran pantalla, o si en el fondo es mejor sugerir antes que mostrar. Pero esta discusión es tan anodina e inútil como aquella otra sobre si Mel Gibson debería haber limitado la cantidad de violencia y de sangre que segrega su último largometraje. En Apocalypto (id. 2006) Gibson nos sitúa en un universo regido por el terror, el caos y los instintos primitivos, donde la manifestación de esa violencia es capital para entender la posición de sus personajes ante la vida, es decir, para comprender aquello que les mueve a actuar, que les impulsa. Del mismo modo pero intercambiando pulsiones, en Shortbus el sexo es el Sol alrededor del cual gira un variopinto universo de planetas: si te alejas, te enfrías y no comulgas, pero si te acercas demasiado, puedes terminar explotando. Esto último es algo que les ocurre a los protagonistas de Shortbus, cuyo termómetro vital se estabiliza o se dispara en función de haber saciado una necesidad u otra. En definitiva, si sus rumiaciones y neuras se reducen a la (mala) práctica del sexo, a su rutina, a su represión o al trauma, entonces que duda cabe que la representación de la actividad carnal no es solo precisa sino también incuestionable.

Solo mediante esta explicación puede entenderse que más allá de los comportamientos sexuales, los protagonistas de Shortbus sean tan simples y esquemáticos, sobre todo cuando se trata de una película de corte y estilo independiente, es decir, de esas que se vanaglorian de jugar con personajes reales a través de sus diálogos naturalistas, cotidianos y sin complejos, de una puesta en escena espontánea y liberada de restricciones –lo que equivale en demasiadas ocasiones a pobre y repetitiva-, o incluso de un guión que en esta ocasión no sólo es obra de una persona –en este caso el director-, sino que se debe a la estrecha colaboración con los actores, que aportaron sus vivencias y reflexiones al libreto final. Así pues, los bulliciosos protagonistas de Shortbus no son tan diferentes de los de una película comercial ad hoc, seres que se dirigen en línea recta hacia una meta a cumplir: una terapeuta de parejas que paradójicamente nunca ha tenido un orgasmo; un joven voyeur muy conservador que en el fondo desea dar rienda suelta a su homosexualidad latente; un socorrista de piscinas con un trauma sexual que solucionar…La resolución del problema deviene en homeostasis mientras que el fracaso los devuelve al bloqueo anímico y a la crisis comportamental.


En una secuencia de Shortbus, Justin Bond, el propietario del club que da nombre al título del largometraje y donde cualquier inclinación o apetencia sexual tiene en él cabida, comenta, mientras hace referencia a una habitación que recoge la fruición lúbrica colectiva (ver foto superior): “esto es como en los ’60 pero con menos esperanza”, una sentencia nada venial y que responde a la intención de muchos cineastas norteamericanos por evocar un pasado muy cercano que tiene mucho de presente. En este sentido, la desconexión ideológica de gran parte de la población hacia la política de la administración Bush, que rememora el descontento popular durante la guerra de Vietnam; la actitud que de estoica se transforma en demencial de mantener la ocupación de un país ante el número ingente de bajas humanas y la hemorragia económica que conlleva, o el desvío de una parte importante del caudal público hacia la industria del armamento, han estimulado un movimiento cinematográfico colateral que ha estrechado vínculos con el cine realizado durante los años ’70. El género de terror, por ejemplo, se ha recuperado de la infantilización del género a causa del “slasher para teenagers” durante la década los ’90, acudiendo a la acritud e irreverencia de las nasty-movies de los ’70; mientras que el thriller moderno ha recuperado el tono sucio y descarnado de muchos largometrajes de esa misma época, con títulos como Hostage (Florent-Emilio Siri, 2005), Narc (Joe Carnahan, 2002) o 16 Calles (16 Blocks. Richard Donner, 2005). John Cameron Mitchell mira de reojo al movimiento underground de los ’60, al estallido hippie y a una cierta forma de contracultura, con la celebración del amor libre y la liberación sexual como axiomas frente al progresivo conservadurismo y alineación de la sociedad. No es casualidad que Shortbus culmine con un gran apagón público que suma a Nueva York en la oscuridad, pero a diferencia de aquel acaecido en 1977 que provocó una descomunal ola de pillajes por toda la ciudad, éste le sirva al realizador como bienaventurada epifanía para unos personajes que necesitan continuar con sus vidas; una decisión por la que no se puede tachar a Mitchell de deshonesto, ya que siempre se ha mantenido lo suficientemente unido a sus personajes como para concederles una segunda oportunidad.

Quizás sea esto lo más interesante (¿lo único?) y realmente enjundioso que propone John Cameron Mitchell en su película, y que conecta con un sentimiento tan contemporáneo como es el miedo al Otro. Shortbus termina enarbolando la bandera del auto conocimiento sexual como medio de entendimiento, es decir, parece decirnos que primero tenemos que empezar por conocernos un poco más nosotros mismos para luego intentar comprender a aquellos que nos rodean.

Saludos

viernes, febrero 09, 2007

[Estreno] "El libro negro" (2006) de Paul Verhoeven: Un cínico en la resistencia



1. Muy pocas razones nos ha proporcionado la Humanidad para seguir confiando en ella. De ahí que a principios del siglo XXI se respire un fuerte hedor a pesimismo alrededor del devenir del hombre, el cual nos ha educado a lo largo de la Historia que su verdadero poso, su yo real, está más cerca de lo temible que de lo benévolo. Empero, esto no es óbice para que aquellos que, como el firmante de estas líneas, comulgamos con un estilo de pensamiento amargo y nada optimista hacia la raza humana deneguemos de los largometrajes que optan por reflotar un humanismo cada vez más apagado, como es el caso de M. Night Shyamalan y La joven del agua (Lady in the Water, 2006), donde el realizador hindú, pese a exponer que los hombres cada día se encuentran más alejados entre sí, manifiesta desde el comienzo del film una confianza hacia el trabajo común y las metas colectivas; una oportunidad, en definitiva, para la redención. En cambio, sí nos molestan profundamente aquellas otras películas que, bajo sus altaneros disfraces de obras totales que pretenden adoctrinarnos sobre el contexto sociopolítico actual y castigarnos restregándonos la ausencia de asideros emocionales en un mundo convulso, terminan por entregarnos conclusiones muy alejadas de aquellos presupuestos supuestamente nihilistas de los que parten. Es el caso de largometrajes de la catadura de Crash (id. Paul Haggis, 2005), Diamante de sangre (Blood Diamond. Edward Zwick, 2006) o Babel (id. Alejandro Gonzáles Iñárritu, 2006), obras de una complacencia sonrojante porque prefieren acomodarse a lo que espera el espectador –la sociedad está fracturada, los lazos de fraternidad se van resquebrajando, el hombre adopta una miserable postura individualista; pero todavía hay sitio para la esperanza… (ejem)- que a lanzarse a completar su airado (¿?) discurso con un desenlace que las dote de coherencia. Afortunadamente, nos queda Paul Verhoeven.

Para el cineasta holandés el mundo es, con perdón, una auténtica mierda. Es algo que lleva demostrando desde que comenzó su carrera allá por los años 70, y que no ha parado de refrendar aún con los ejecutivos del “nuevo” Hollywood maniatándolo en cada nuevo proyecto que afrontaba, lo que parece haberle conducido a estar siete años sin rodar una película y a regresar a Europa para dar forma a su último trabajo. Para Verhoeven, el hombre es una manzana podrida que al juntarse con otras manzanas conforman un saco apestoso e igualmente putrefacto. No hay una perspectiva esperanzadora del futuro -RoboCop (id, 1987)- porque ya existe un presente con evidentes síntomas de morbilidad –Instinto básico (Basic Instinct, 1992)-, que a su vez se sustenta en un pretérito en incipiente estado de descomposición -Katty Tipel (Keetje Tippel, 1974)-. Su decadente visión de la sociedad se edifica sobre una mirada virulenta del individuo, al que reduce a sus necesidades básicas. Sus personajes no se proyectan más allá de sus pulsiones primitivas, cuya saciación conduce primero al equilibrio, luego a la dependencia que se torna en tolerancia, y finalmente a los estragos físicos y morales que produce la abstinencia. Su posicionamiento inconformista y (ahora sí) contracultural, su malsano interés por radiografiar las bajas pasiones del hombre, o su irreverente acercamiento a los misterios de la sexualidad y las perversiones del cuerpo -cuyo naturalismo a menudo se troca en provocación-, han convertido a Verhoeven en un cineasta incómodo, incluso marginal, incomprendido en muchas esferas, tanto de crítica como de público; una circunstancia que no ha aplacado su incendiaria visión del mundo, siempre acoplada a una iconografía y un ideario muy particular.


2. El libro negro (Zwartboek, 2006) no supone simplemente el retorno de Paul Verhoeven a la producción europea, sino también el reencuentro con Gerard Soeteman, el guionista que le acompañó durante todo su periplo anterior a la etapa norteamericana. Ambos firman un libreto que a primera vista parece una versión optimizada de Eric, oficial de la reina (Soldaat van oranje, 1977), un ecuánime y seco acercamiento a la resistencia holandesa en tiempos de la ocupación nazi, en esta ocasión con un personaje femenino (Rachel/Ellis, encarnada por Carice van Houten) como eje alrededor del cual se despliega una turbia trama que imbrica con agilidad e ilación el drama, la aventura, el romance, el humor y la acción. En este sentido, la recuperación de una presencia femenina fuerte –y en el fondo, el único personaje íntegro y con convicciones- que cargue con el peso de la acción contrasta con una de los más desatinadas manchas que ha contraído Verhoeven, el de ser un cineasta misógino, un estigma a todas luces desacertado cuando precisamente su obra está plagada de mujeres con carácter que se rebelan ante un orden jerárquico impuesto por el hombre. Narrada mediante un extenso flashback, estrategia narrativa muy frecuente en el cine del holandés –recordemos desde Delicias turcas (Turks fruit, 1972) hasta Starship Troopers: Las brigadas del espacio (Starship Troopers, 1997)-, El libro negro se adhiere a una manera de contar que parece ser despreciada por una corriente actual que cuestiona la caducidad o idoneidad de algunas estructuras clásicas, de ciertos planteamientos lineales (1), en pos de relatos más abiertos y/o difusos, con tendencia a la fuga y a la contemplación. Por ello, algunas de las críticas que el último (y magistral) trabajo de Verhoeven ha recibido pasan por adjetivos como caduca o antigua (!!!), sin darse cuenta que aquello que bulle, que se agita ferozmente tras sus “antiguas” imágenes tiene una validez y una vigencia fuera de toda duda. Verhoeven retoma así un tema tan ajado y maniqueo como el avance del nazismo para transformarlo en una siniestra visión del conflicto, esbozando un paisaje moral donde el deber se desvanece ante el pragmatismo, y cuya hipótesis final establece no pocas equivalencias con el mapa geopolítico contemporáneo.

A propósito de su paso por el pasado Festival de Sitges, mis compañeros de Miradas observaron diversas analogías entre el largometraje de Verhoeven y los films de espionaje de Fritz Lang. Y es cierto que en El libro negro puede intuirse de lejos ese aroma a serial que impregna a la memorable Spione (id, 1928), aunque sería más acertado establecer concomitancias con otro trabajo más moderno del maestro alemán, Los verdugos también mueren (Hangmen also die!, 1943), sórdido recorrido por las calles de Praga durante la ocupación del ejército nazi. Sin embargo, mientras Los verdugos también mueren es una realista parábola, no exenta de idealismo, acerca de las contradicciones que conlleva el sacrificio por una causa mayor, El libro negro es un arisco relato de supervivencia donde el individualismo se convierte en el único símbolo al que prestar culto. De esta manera, el retrato de la resistencia holandesa que plantea Verhoeven se encontraría más cerca del gélido panorama que traza Jean-Pierre Melville en El ejército de las sombras (L’armée des ombres, 1969), obviando todo indicio de heroísmo y de sumisión a la causa. Verhoeven ejerce de insolente ácrata que no duda en desenterrar las miserias de ambos frentes y cargar así contra la hipocresía de la Historia, forjando un largometraje de traiciones y culpas, de mentiras y engaños, de opresores, pero sobre todo, de oprimidos que se vuelven opresores: trayectoria circular que el director subraya en el plano que cierra la película, al mismo nivel de aquellos que ponen punto final a las últimas obras de realizadores tan dispares como puedan serlo Steven Spielberg o Mel Gibson.


3. Desafortunadamente, el trayecto por Hollywood de un realizador extranjero puede convertirse en un desierto árido con escasas posibilidades de salir airoso de él. Paul Verhoeven ha vagado durante un largo tiempo tras el fracaso artístico –que no económico- de su anterior película, El hombre sin sombra (Hollow Man, 2000), pero su vuelta a Europa la ha aprovechado integrando a su cínica postura, el dominio de la narración y la entereza de la puesta en escena. De ahí que El libro negro haga gala de una absoluta solidez, sin ausencia de fisuras, que sean 140 minutos vibrantes de piezas que se acomodan a la perfección. Pero tampoco deja de ser paradójico que éste sea su único defecto: una excesiva ortodoxia, la funcionalidad de ciertas elecciones formales que inmovilizan al relato, donde se echa en falta el desparpajo y el toque soez y un tanto chapucero del Verhoeven de antaño, cuya presencia con cuentagotas más que ensuciar, desengrasa; más que vulgarizar, humaniza –cf. la secuencia donde Ellis se tiñe los pelos de su pubis; ese miembro católico de la resistencia que solo accede a matar a un traidor tras las blasfemias proferidas por éste….

Hace escasas fechas y desde las páginas de Miradas Hilario J. Rodríguez afirmaba que, en su opinión, es difícil juzgar la cosecha fílmica del año 2006 ateniéndose a películas como Munich (Steven Spielberg, 2005) o Buenas noches, y buena suerte (Good Night, and Good Luck. George Clooney, 2005) porque según él, “apenas aportan nada, ni a mi noción de la historia del cine, ni a mi noción de la Historia con mayúsculas”. Siguiendo las directrices de los títulos que cita, podemos inferir que El libro negro pueda formar parte de este grupo. Disentimos cordialmente con Hilario J. Rodríguez, no sólo porque creemos que una gran película como El libro negro es tan importante para la historia del cine como puedan serlo Juventude em marcha (Pedro Costa, 2006), Inland Empire (David Lynch, 2006) u Offside (Jafar Panahi, 2006), sino porque pensamos que es CINE con mayúsculas, bien hecho y con cerebro detrás, algo de lo que desgraciadamente no vamos muy sobrados.

(1) En este caso, pese a su naturaleza de flashback, la estructura de El libro negro es perfectamente lineal, narrada en los tres famosos actos aristotélicos (planteamiento-nudo-desenlace).

Saludos

viernes, febrero 02, 2007

[Cine y otras Artes] El Gótico reinventado


A riesgo de que los puristas me cuelguen por blasfemo y posmoderno....


La maldición (Ju-on: The Grudge. Takashi Shimizu, 2003)


La pesadilla (Henry Fuseli, 1781)

Saludos