sábado, diciembre 23, 2006

[Estreno] "Había un padre" (1942) de Yasujiro Ozu: Breves apuntes sobre una celebración


Hay oportunidades que es mejor no dejar pasar, ocasiones que merecen ser aprovechadas. Acudir a ver en pantalla grande una obra inédita de Ozu pasa por convertirse en un acontecimiento fílmico sin parangón en una cartelera navideña que aúna joyitas a descubrir –Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore. Paolo Sorrentino, 2004)- con una legión de productos olvidables, a tono con cada fin de año que se precie. El visionado de Había un padre (Chichi Ariki, 1942), así como de cualquier otra obra del gran cineasta nipón debe ser disfrutado como una suerte de liturgia cinematográfica, una ceremonia laica con retazos zen –que diría Paul Schrader- donde confluyen lo místico y lo terrenal.

El cine de Ozu, a mi entender, es como un riachuelo debilucho que brota del sitio más común que podamos imaginar. Un riachuelo que se desliza de manera homogénea y prefigurada sin que nada parezca sacarlo de su cauce monótono. Pero aunque parezca que su fin está cerca y que pronto sus aguas se vaciarán en un lugar oculto y sombrío, el riachuelo comienza a llenarse de afluentes que lo engrandecen, conduciéndolo a través de su desembocadura a un vasto y hermoso mar. Es decir, toda la obra de Ozu, partiendo de lo simple e incluso de lo vulgar –entendido como una situación prosaica, pedestre- termina adquiriendo un carácter trascendental, convirtiendo sus temas cotidianos en reflexiones abstractas y grandiosas sobre la condición humana.

Había un padre no desentona en este sentido, a pesar de partir de una situación más límite de lo que nos tiene acostumbrados Ozu. En ella, un padre que ejerce como maestro se responsabiliza por la muerte de un alumno ahogado durante una excursión, y decide retirarse junto a su hijo a una población alejada. Su sentido de culpa se exterioriza en la distanciada relación que mantiene con su hijo pequeño, al que envía a estudiar a un internado. Tras una larga elipsis el hijo ya trabaja también como profesor, mientras que el padre se ha marchado a trabajar a Tokio, y ambos se ven de nuevo para pescar. La figura de la madre fallecida apenas es mentada pero su presencia -o mejor dicho, ausencia de ella- incide en la destemplada relación que mantienen ambos.


En Otoño tardío (Akibiyori, 1960) una hija no acepta casarse siguiendo las normas tradicionales, pero cuando su madre viuda pretende volver a reiniciar su vida junto a otro hombre, la hija la reprende por su actitud de deshonra hacia su difunto padre. Entonces queda constancia de que la hija no es esa joven liberal que intenta desligarse del rígido orden social, sino que en el fondo es una inmadura e hipócrita chiquilla que no sabe como guiarse en ese Japón germinado tras el “boom” económico. En Había un padre el hijo termina convertido en maestro, aunque el estricto y algo mandón carácter del padre no hace presagiar la continuidad de la saga. La tradición es algo con lo que forzosamente se ha de convivir, aunque su aceptación intransigente tampoco es satisfactoria. Tanto la viuda de Otoño tardío como el afligido progenitor de Había un padre son dos seres cuya conformidad con lo establecido los han circunscrito a un universo cerrado e impotente. Y es que detrás de las perennes sonrisas de Setsuko Hara y Chisu Ryu se esconde un pozo de amargura que solo se advierte, nunca se verbaliza.

En el viaje de vuelta tras la muerte del padre, el hijo declama lo orgulloso que se siente de él. Es aquí cuando Ozu intercala un plano del tren tan parecido a aquel en el que viajaban ambos para reiniciar sus vidas tras la tragedia. De alguna manera, el maestro japonés nos advierte sobre el carácter cíclico de la existencia, de cómo ese mismo hijo posiblemente fuerce a su retoño a que escoja la misma profesión, no sabemos si como estrategia de crianza aprendida o como forma de honrar la memoria de su padre.

Saludos

viernes, diciembre 15, 2006

[Literatura] "Furia Feroz" de J. G. Ballard: Hipótesis sobre el Ser Humano


"En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad" (J.G. Ballard)

Para bien o para mal se habla muy poco de J. G. Ballard. Quizás porque hoy en día se busca a esos escritores de nihilismo de “best seller”, aquellos que cultivan la trasgresión en un facilón intento de epatar –y no daré nombres- pero que en el fondo carecen de ese espíritu verdaderamente subversivo y contracultural que pretenden dar a entender. Con esto no aspiramos a condenar a sus lectores ni mucho menos, pero sí hacer una pequeña llamada de atención a otros nombres que, pese a su olvido mediático, su legado está ahí y se impone a cualquier forma de marketing y publicidad. Para el público mayoritario J. G. Ballard puede sonar como aquel que firmó una novela de base autobiográfica que más tarde adaptaría Steven Spielberg en su extraordinaria El Imperio del Sol (Empire of the Sun.1987). Para otros sectores más interesados en el tema, se recordará también a Ballard como el escritor de Crash, furiosa y nada complaciente prosa apocalíptica que también adaptó con gran coherencia David Cronenberg en el film de nombre homónimo. Y si bien este no será el sitio –sin duda por falta de tiempo- para elaborar una densa y más compleja deliberación sobre la prolífica obra de este británico, sí que nos acercaremos a su discurso a través, no de sus escritos más alabados como Rascacielos o La isla de cemento, sino de una escueta novela que pese a no ser lo mejor que nos ha brindado, sí engloba ciertas reflexiones personales sobre la condición humana partiendo de su género favorito, la ciencia-ficción como distopía.

Furia Feroz (Running Wild, 1985) es la crónica despojada en clave de informe forense de los acontecimientos que tuvieron lugar en la imaginaria urbanización de Pangbourne Village, suerte de complejo residencial burgués del nuevo milenio, apartado del mugriento caos de la ciudad, y donde una mañana aparecieron muertos todos los adultos de la pequeña barriada, mientras sus hijos habían desaparecido sin dejar rastro. La crueldad con que los múltiples asesinatos fueron ejecutados, y donde se incluyen no solo a los padres sino también a los miembros de seguridad y del servicio doméstico, ponen en jaque a la policía y servicios de inteligencia. No en vano Pangbourne Village era un territorio casi edénico, utópico microcosmos donde los niños eran criados en unas condiciones ambientales de total esterilización, mediante un sistema de recompensas tanto verbales como materiales que hacen pensar en la concreta aplicación de las teorías psicológicas del aprendizaje.


Ballard, a través de la figura del psiquiatra Richard Greville, nos invita a recorrer las calles de esta selecta localidad, cuyo aspecto idílico escondía un siniestro submundo donde los niños y adolescentes preparaban en secreto una revolución que los librara de las normas y que les permitieran acceder a nuevas sensaciones, a vivencias que sus bienpensantes padres les negaban. Así pues, tras los restrictivos horarios y las alabanzas casi reflejas de las figuras paternas, tras esa vida donde “no existía un solo minuto (…) para los niños que no hubiera sido planificado”, tras un día a día automático, desprovisto de emociones negativas, perfectamente robotizado, se iba fraguando un motín que paradójicamente sería más humano, más real, que la propia existencia dentro de las vallas y las cámaras de la urbanización. Una represión emocional que explota en una matanza colectiva planeada de forma sistemática, y narrada con una frialdad que es imposible pensar en una adaptación cinematográfica a cargo de Michael Haneke. Según Ballard, “los residentes habían eliminado tanto el pasado como el futuro, y a pesar de todas sus actividades existían en un mundo sin acontecimientos. En cierto sentido los niños habían dado cuerda a los relojes de la vida real”. No extraña por tanto, y asusta al mismo tiempo, que los pasatiempos de los hijos consistían en leer revistas de armas, en escribir cuentos de carácter pornográfico, o en complementar vídeos sobre la armonía de la comunidad añadiendo secuencias de muertes en directo, de violaciones o de horrores colectivos.

Lo mejor de Furia Feroz, aquello que la distingue de otras obras de trasgresión inocua, es que Ballard prescinde de señalar abiertamente culpables porque en el fondo, no los hay. Es decir, no existe un culpable entendido como una diana donde nuestras mentes moralistas podamos proyectar ese sentimiento de terror, de ignominia ante los atroces actos que unos niños han cometido sobre sus padres. Pero en cambio, sí que existen desencadenantes, al menos tras comprobar que el intento de fabricar un Xanadú deviene en una reacción homicida por parte de aquellos supuestamente inocentes –y en este sentido habría que analizar un guiño malévolo de Ballard, al anotar cómo un libro de Piaget fue violentado por las criaturas-, y que es comparada con los sujetos que manifiestan conductas agresivas tras ser privados de estimulación sensorial. En este sentido, más allá de las hipótesis sobre la naturaleza de la infancia o sobre la responsabilidad de los progenitores, Furia Feroz plantea una serie de reflexiones muy pesimistas y al mismo tiempo humanistas sobre el hombre, sobre su ambivalencia como génesis del desarrollo. Según Ballard, el Mal no es que sea necesario, es que simplemente está ahí, estableciéndo una batalla dialéctica con el Bien que a su vez termina conformando nuestra humanidad/identidad. Para el británico, esta dicotomía es la que nos dota de sentido: por ello, es tan humano amar como odiar, curar como herir, matar como dar vida. Cuando pretendemos separar estas instancias es precisamente cuando fracasamos, porque nos convertirnos en autómatas o en bestias. Entonces, como pretende explicarnos Furia Feroz, el resultado puede ser aún más letal…

Saludos

sábado, diciembre 02, 2006

[Estreno] "El perfume" (2006) de Tom Tykwer: Libros y Películas


Para el firmante de estas líneas, el trasvase de un texto literario a formato cinematográfico nunca debe erigirse como una mera ilustración del escrito original. La afirmación que muchos realizan –y que por supuesto, es digna de respetar- de considerar mala o buena una adaptación por el mero hecho de ser lo más profusamente fiel o no al libro del que parte siempre la he considerado como una injuria al propio texto, una afrenta a la literatura en sí misma. Al fin y al cabo, ¿acaso la lectura de un libro no debería evocar por sí sola toda una amplia gama de imágenes que imbuyen a quien lo disfruta en ese mundo ficcional? ¿Para qué es necesario entonces ejercitar la vista acudiendo a un pueril facsímil del mismo, si solo con una buena prosa el lector puede habitar pasajes imaginarios, o por el contrario, estancias tremendamente vívidas? La adaptación de, en este caso una novela, debe ir más allá de la fotocopia, debe dar como resultado una obra que funcione por sí misma, donde sus creadores impongan una visión que, tomando el esquema, el hilo, la esencia, o lo que sea del material primigenio, explore cuestiones adyacentes o directamente marcianas. Claro está que todo este ideal romántico choca frontalmente con las demandas mercantiles de una industria que exige fines inmediatos, y cuyo interés se reduce a los vagos requerimientos de un público mayoritario totalmente acomodado que no va más allá del reforzamiento instantáneo.

A todo esto, El perfume es una novela que entronca con varias de las afirmaciones iniciales en su logro por evocar crudas instantáneas de un París terriblemente sórdido donde la vida humana no vale nada; en una recreación inhumana y no exenta de ironía de una de las cunas del Pensamiento Ilustrado, donde mientras Voltaire y Rousseau elaboraban las claves del modernismo, una madre daba luz a su quinto hijo en una apestosa pescadería y lo invitaba a morir en un cochambroso suelo lleno de restos de vísceras, ratas y demás inmundicia. Es aquí donde se inicia el relato de unos de los hombres más geniales y abominables (Patrick Süskind dixit) de la Historia, una garrapata que luchaba por evitar desprenderse del mundo sin antes haber dejado su huella en él; un personaje (Jean-Baptiste Grenouille) inclasificable, único y sumamente apasionante, trasunto de sociópata “de época”, cuyo topografía del mundo se construye mediante los olores que capta a través de su excepcional (y casi sobrenatural) sentido del olfato. Es obvio entonces que, con tal material de partida, este best-seller se convirtiera en el sueño húmedo de muchos cineastas ansiosos ante el reto de reflejar en pantalla todo un universo diseccionado sólo con el poder olfativo de su protagonista, una cualidad que el afortunado realizador alemán Tom Tykwer ha abordado de manera convencional, sobria y carente de riesgo, un conformismo que se extiende a lo largo de su temerosa relectura de la novela de Süskind, no sabemos si por obedecer a instancias superiores o por miedo a las iras de los seguidores de la misma. Y en este sentido, me permito abrir un paréntesis. ¿Acaso el seguidor de la novela no debería pedir algo diferente? ¿Qué placer puede existir en volver a ver lo mismo que uno ha leído, sin ánimo de sorprenderse, solo por la egocéntrica sensación de reconocer en pantalla –y por consiguiente, exclamar a los cuatro vientos- aquello que ya conoce de antemano?


Ese conservadurismo visual a la hora de construir un universo olfativo, basado en grandilocuentes travellings con mejor o peor resolución, esa necesidad de acudir al figurativismo más caduco en lugar de apostar por una recreación abstracta de las sensaciones, en definitiva, esa apología del plano-detalle que parece adueñarse de toda la película se relaciona intuitivamente con la interpretación de Tykwer y de su guionista; una lectura, repetimos, que se antoja demasiado mesurada, como bien explicita ese recurso tan socorrido de la voz en off, utilizado ante la incapacidad (¿o más bien, comodidad?) para poner en imágenes los macabros intereses de Grenouille.

En disonancia con la narración desangelada de Süskind, con su desapego emocional ante los sucesos que en ella acaecen, la visión de Tykwer está impregnada por un matiz más romántico, dado el atractivo que el villano Grenouille ejerce sobre él. Si bien la descripción de los bajos fondos parisinos brilla por su notable acritud –como ejemplo, la repugnante secuencia del parto, o aquellas que acontecen en el orfanato-, la narración se separa tímidamente del libro adoptando un tono más complaciente hacia la figura central, como si Tykwer intentara comprender o sintiera lástima ante el joven Grenouille. Incluso los asesinatos que consuma en su ansia por elaborar la fragancia definitiva son representados desde una óptica casi heroica, de desafío a lo establecido, a diferencia de la novela donde éstos son contados desde una temible frialdad. El hiperrealismo que desprende el film lo aboca a su vez a una interpretación más física, de un Grenouille más humanizado, cuyo deseo de ser amado adquiere evidentes resonancias sexuales, en ese anhelo por poseer a quien no puede porque en el fondo él no es humano, ya que carece de olor. Desafortunadamente, las pretensiones de Tykwer aparecen diluidas tras un manto ostentoso y funcional, tras las obligadas reverencias ante las convenciones de turno, disminuyendo la fuerte introspección de su personaje y cercenando aspectos vitales para comprenderlo, como su larga estancia en la cueva, donde Grenouille vislumbra su propósito vital.


La carga metafísica del libro, esa provocación prometeica que en el fondo guía a Grenouille a finalizar su misión –el perfume que fabrica posee un efecto claramente deíctico-, esa misantropía hacia aquellos de los que nunca podrá formar parte, se sustituye por un deseo más humano que blasfemo, y cuya última ejemplificación radica en la apoteosis final, que en el libro posee tintes de obscena liturgia pagana, mientras que en el film se asemeja a una celebración desinhibida de amor libre y romanticismo exacerbado, unos sentimientos de los que nuestro quejumbroso protagonista jamás podrá disfrutar. En este caso, la valentía de Tykwer es de recibo, pero para llegar a ella debemos hacer un ejercicio de estoica espera, de ver pasar lentamente una tras otra las hojas del libro en imágenes sin que nada nos sorprenda, ni siquiera esa presunta carga lujuriosa y violenta de la película, que finalmente se reduce a mínimos estallidos de crudeza mientras se nos escamotean detalles mucho más perturbadores –¿por qué tras su primer e inocente asesinato no se nos muestra a Grenouille olfateando con avidez el sexo de la víctima?-. Por ello, da la impresión que El perfume podría ser mejor película; que a pesar de sus destacables pinceladas, su condición de superproducción logra encorsetarla y evitar que entregue lo mejor de sí, ya que ni siquiera consigue deslumbrar en su faceta más esperada: las descripciones olfativas.

Realmente desconozco las sensaciones que pueden haber tenido quienes no han leído con anterioridad la novela, y tampoco se trata de realizar un estúpido ejercicio comparativo, pero si las virtudes de una obra radican más en aquella de la que parte que en sus propios méritos, entonces, que duda cabe que un análisis más completo obliga a citar sus referentes, más cuando se trata de una adaptación tan publicitada. Entonces queda a merced del lector la elección del texto más justo desde su punto de vista.

Saludos